Opinión Nacional

4 de enero de 2014

Siete más dieciocho minutos de la mañana. Comprendo que lo inusual de bautizar una opinión con la fecha de su redacción y como complemento de ello, iniciar con una precisa frase temporal desconcierte a más de uno.

La atmósfera celestial muestra un paisaje del mismo poco común de las ciudades calurosas; es más, las condiciones están dadas para predecir que pueda llover. A tan solo 150 metros, en línea recta, del punto de redacción se oye el ruido de los motores de los vehículos que circulan por la avenida colindante con la comunidad donde vivo. Es una comunidad cuarentona, por el número de familias residentes.

Una sorpresiva convalecencia que sobrepasa los diez días, me conduce a reflexionar sobre los momentos en los cuales está inmersa la sociedad venezolana. Al menos, la más cercana es gente de clase profesional, de estrato social intermedio, con valores y principios inculcados en el seno familiar, de una conducta social normalmente insesgada y sin ostentaciones dinerarias.

 

La memoria me retrotrae al 1° de enero de 1958. Soy adulto contemporáneo, de 65 años cumplidos y conservo en la memoria imágenes, cuales fotografías, de hechos pasados; recuerdo vivamente otros cuyo texto noticioso no preciso y tengo la convicción de que la historia necia se repite. Lo de necia es porque los hechos se reiteran y la protagonizan otros actores.

El poeta libanes Khalil Gibran escribió: “La Historia no se repite si no es en la mente de quien no la conoce”. La versión criolla afirma que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”. Y eso, precisamente, es el quid de la cuestión y paralelamente el catalizador de esta opinión cuya introducción se ha hecho “más larga que el mes de Mayo”.

En 1958, el equipo gobernante de aquel entonces afirmó, palabras más palabras menos, que “un grupo de militares facinerosos robaron las armas de la Patria con la intención de defenestrar a quien gobierna la Nación: Marcos Pérez Jiménez”. Lo sucedido ese primero de enero fue el inicio del derrumbe del régimen que culminó el 23 de enero.

En los años siguientes, 1959, 1960, la “prima donna” latinoamericana era la Revolución Cubana. El Movimiento 26 de julio encabezado por Fidel Castro y sus barbados secuaces se convirtió en un modelo de “demolición de gobiernos” y por lo tanto, fue material de exportación que tuvo una extraordinaria acogida en Venezuela.

En la década de los sesenta, otro “grupo de militares facinerosos”, tal como es el gusto de las noticias oficiales, se hicieron de mayor cantidad de armas para quitar al gobierno legítimamente electo por los votantes. Fueron años que dejaron huellas, unas más profundas que otras; unas más dolorosas que otras. En ese entonces, las disidencias no culminaban con los discursos cargados del “odio visceral” que se escucha diariamente en el presente.

El HDP, Héroe de Papel, Castro pretendió hacerse de los recursos de Venezuela por medio de la acción armada, contando con la actuación de criollos. Lo que no logró con las armas, lo obtuvo seduciendo a “otros perfectos idiotas latinoamericanos”.

En 1992, ocurre otra actuación de “militares prevalidos de la tenencia de las armas de la República” para intentar deponer a otro gobierno elegido por la población electoral. Las consecuencias de ese movimiento son conocidas.

En 2002, “la ambición rompió el saco” y volvió añicos una amalgama de civiles sentimientos políticos. Fusión nacida de la convergencia de las actuaciones de un incompetente gobernante y el tácito acuerdo a una sola voz de una parte de la sociedad dispuesta a no dejarse meter en el cable submarino que intenta llevarnos “al mar de la felicidad cubano”.

Quien quiera que fuera el ambicioso convertido en el catalizador del naufragio del primer movimiento civil que intentó demostrar la fuerza de los ciudadanos, probablemente ¡¿disfrute?! de algunas comodidades en el exterior. Quizás, lave carros, cuide infantes, sea mesero, jardinero, distribuidor de panfletos publicitarios, no ejerza su profesión y esté asilado, mientras sus pares son palmarios, pero mudos testigos de la inmisericorde crueldad con “hombres de campo”, “impartidoras de justicia”, “preparados oficiales auxiliares de justicia”, “convalecientes gendarmes”, “tardías atenciones emergentes”, “olvidados encarcelados” y de la manifiesta exaltación escandinava de los “cuatro compatriotas cubanos”.

La enquistada presunción de cierta dirigencia partidista, la perversa complicidad de rivales legisladores del sistema democrático de la cuarta república; la imbecilidad de algunos opinadores y la de otros pantalleros formadores de opinión, la ignorancia en materia de ideologías por parte de la ciudadanía común, la casi nula conciencia de clase de los miembros de la clase media, el pavor de otros a perder los pocos privilegios alcanzados sin importarles que más importante que los bienes materiales es la libertad, la falta de fortaleza interior para defender lo propio y la pereza a levantarse del chinchorro han contribuido, conjuntamente con las ambiciones de doce años atrás, a dos particulares situaciones: primera, una nación hostil con propios y algunos extraños y segunda, una sociedad enferma, estresada, progresivamente doblegada hasta la “aceptación del Síndrome de Estocolmo”.

¿Cuánto tiempo más durará este preconcebido, planificado, programado, puesto en marcha y controlado con un mecanismo de relojería cubana, plan de incubación de virus de sumisión?

 

 

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