Opinión Nacional

A propósito de la Misión Seguridad

 Acompañado de sus padres y hermanos recibió su certificado de promoción al séptimo grado, y como su escuela sólo tiene hasta sexto, el personal directivo y las maestras despiden a los niños deseándoles suerte en sus estudios. Créanlo, la van a necesitar.

Ese día Kelvin y sus compañeritos dejaban la escuela y pasaban al liceo. Como ellos, otros niños de cuatro escuelas vecinas también fueron ubicados por la zona educativa en el liceo más cercano. Como Kelvin vive en una ciudad grande, él solo se tendrá que parar un poco más temprano para llegar a su nuevo centro de estudios. El trayecto que inauguró a partir de septiembre requiere dos camioneticas, la primera como siempre, como antes, con la mamá, pero en la otra tendrá que ir solo, nadie de la casa va hasta allá. Si Kelvin viviera en una ciudad más pequeña puede que hasta hubiese tenido que mudarse, lo que sin duda hubiera significado el final de sus estudios. Al menos este primer obstáculo lo pasó.

El primer día de clases en el liceo fue una mezcla de emoción y miedo. Varias veces en la vida se siente esa sensación de ansiedad ante lo desconocido. A los 13 años es aún más intensa, y no sólo producto de las hormonas de la adolescencia. Cuando llegó al portón del liceo se dio cuenta que la escuelita quedó atrás. Desde el bedel de la entrada en adelante el liceo le resultó extraño, ajeno y agresivo. No sólo es nuevo, también es de los más chamitos y, lo peor, por ningún lado ve a alguno de sus antiguos compañeros de la Codazzi.

Ya en el salón los primeros días van pasando para mostrarle que el liceo es otro mundo. Varios docentes, varias materias, exámenes de lapso, horas libres, profesores que faltan, materias que no entiende, niñas que le gustan, repitientes que no dejan el chalequeo y recreos en los que prefiere quedarse en el salón. Atrás quedó la evaluación que premia la buena conducta y el no molestar, aquí lo que vale es responder a preguntas, hacer los ejercicios y si no molestas, si no echas vaina, quedas como el pendejo del salón. Kelvin ha tenido que aprender a portarse mal.

Repetir el séptimo grado no es ninguna novedad. Si hablas con el Profesor Gutiérrez, director del liceo, te contará que en séptimo grado hay siete secciones en cada turno. En octavo sólo cuatro. De las siete secciones, tres son de repitientes. Este año, aun sabiendo que con esa decisión están inaugurando un «retén de menores» dentro del liceo, pusieron a los repitientes juntos. «Es que los repitientes no dejan en paz a los nuevos», dicen los maestros.

Kelvin aplazó el año. Demasiadas materias para reparación. Además en su casa no había quién lo ayudara con las tareas y con los exámenes. Él es el mayor de los hermanos, y sus padres sólo estudiaron hasta sexto grado. La mamá llegó al antiguo tercer año (hoy noveno grado) pero ni por asomo se acuerda de geografía, matemáticas, biología y mucho menos del inglés, las mismas cuatro que le quedaron a su hijo.

Kelvin ya cumplió los 15 años, va por la mitad de su séptimo grado repetido. Sigue yendo al liceo, pero más para reunirse con los amigos, programar el fin de semana, caerle a la jeva y enterarse de las últimas malandrerías de los panas de noveno. La mamá de Kelvin está preocupada. El muchacho siempre le responde con el monótono «bien», cada vez que le pregunta por el liceo y sus estudios. Ya no puede con la cara de fastidio que le pone cada vez que trata de aconsejarlo, de pedirle que se cuide, que no llegue tarde a la casa, que dónde estaba en la tarde, que no le gusta el muchachito ese que dicen en el barrio que vende droga, que estudie más, que ella nunca lo ve en eso, etcétera, etcétera, o en palabras de Kelvin, «bla, bla, bla».

Si su mamá supiera lo que él ya sabe se aterrorizaría. En el liceo se vende droga, un bedel de la entrada es el que la mete y dicen que no son pocos los maestros que le compran. Los malandros de la zona siempre quieren someter a los del liceo. Hay que hacerse respetar si se quiere ser hombre. El Moncho uno de los que protege a Kelvin desde la primera vez que lo quisieron joder en un recreo, ya tiene con que hacerse respetar, él va armado a la escuela y nunca se separa de ella.

Cuando ya se repite el séptimo grado por segunda vez, hay que dejar la escuela y dedicarse a otra cosa. «Como que tú no sirves para estudiar», le dijo su mamá la última vez que trató de enterarse en qué andaba su hijo. En el barrio se dice que Kelvin es uno de los malandritos que se la pasan fastidiando por la zona, si no le ponen reparo va a terminar mal. La hermana de Kelvin, Nella, ya pasó al octavo grado. Será ella la que terminará el bachillerato. Por lo pronto la mamá ya habló con el papá de su hijo. «Kelvin se va con su papá a Tinaquillo, que aprenda a trabajar, y más adelante si quiere y se endereza, puede que vuelva a estudiar». Esto último lo dijo más como consuelo que como posibilidad real, nunca más volverá al liceo.

Lástima que la mamá de El Moncho no pudo hacer lo mismo con el suyo. El último fin de semana una balacera entre hombres que se hacían respetar terminó vistiéndola de negro.

La historia de Kelvin o del Moncho no es un accidente, es la de nuestros jóvenes. ¿Qué será lo que estamos esperando para ayudarlos? ¿Vamos a seguir diciendo que la responsabilidad de la seguridad es de todos para que finalmente sea de nadie?

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