Opinión Nacional

Al toro por los cuernos

Quienes luchamos por «restaurar» la democracia en Venezuela precisamos reinventarla

En tiempos de un Papa que renuncia por no sentirse ya con fuerzas para atender lo que su lúcida cabeza le dice son las tareas impostergables que la Iglesia Católica debe asumir ya (si es que no quiere morir de irrelevancia para un mundo que, sin necesariamente saberlo, espera mucho de ella), puede ser útil examinar una historia singular de esa milenaria institución que es el Papado.

Para ello es de mucha utilidad el importante libro Four Cultures of the West, que hace unos pocos años escribiera el conocido historiador jesuita norteamericano John O’Malley. En éste, un trabajo sumamente recomendable, el jesuita examina las cuatro culturas que, a su modo de ver, han marcado la historia de Occidente: la profética, la académica profesional, la humanista y la artística.

Para el interés de este artículo -que él ejemplifica de manera excelsa con el infructuoso diálogo entre Martín Lutero, el profeta, y Erasmo de Rotterdam, el humanista- nada mejor que examinar el papel que le tocó jugar al notable monje Hildebrando cuando concluía el primer milenio. En los funerales del Papa Alejandro II, que dirigió el 22 de abril de l073, la multitud prorrumpe en un estruendoso clamor: «¡Hildebrando, Hildebrando, a quien San Pedro elige por sucesor!».

Los asombrados cardenales rápido se reúnen, proclamando a quien por ser sólo archidiácono deben ordenar y consagrar obispo, como Pontífice. Y para confirmarlo interpelan a la multitud, ¿Placet vobis? A lo cual ésta responde:Placet, y remacha, Volumus.

Pocos imaginaron las consecuencias. El escogido, afirma la Historia de la Iglesia, «amaba la paz y estaba dispuesto a sacrificarse por ella, pero también a la verdad y la justicia. Venía a devolver a la Iglesia su libertad y su grandeza» y no flaquearía en ello.

Hildebrando -ahora Gregorio VII- rápido asumió sus tareas sin reparar en los inmensos costos. Quería, como afirma O’Malley, «restaurar los viejos tiempos, sin darse cuenta de que, por haber cambiado esa sociedad tan radicalmente, en sus más profundas implicaciones lo que él proponía nadie lo había conocido antes». Así, «de un pasado que él y los suyos, reinventaron, Gregorio y sus seguidores intentaron construir el futuro».

¿No les suena esto muy actual? Quienes luchamos por «restaurar» la democracia en Venezuela precisamos reinventarla; no andar repitiendo los lamentos (IV república y babiecadas del mismo estilo) que el chavismo quiere imponernos, para con esa reinvención lanzarnos a construir el futuro.

Gregorio tenía que arrebatar del dominio del emperador alemán Enrique IV las decisiones que afectaban a la autoridad de la Iglesia -la famosa batalla de «Las Investiduras»- y la convertían en un poder feudal. Y eso no se resolvería por una «conversión individual» de los involucrados. No. Por ello hablar meramente de «reforma» o de «conversión» no lograría nada duradero. Era menester, como lo encararon los seguidores de Gregorio, reformar el sistema.

Para ello los gregorianos montaron un programa penetrado de sus objetivos. Al hacerlo apareció por primera vez un asunto clave en Occidente: «cómo un grupo relativamente pequeño y hasta magro en sus recursos materiales, pueden ser convocados para lograr un profundo cambio en el modo en el cual han venido operando ciertas instituciones». Y «al hacerlo desafiar a los poderosos que se identificaban con esos modos. No eran simples ascetas denunciando las ruindades del establishment, sino que desafiaban y pretendían reemplazar las presunciones mismas que todos daban por inamovibles».

Concluye O’Malley, «las implicaciones últimas de su programa no buscaban lograr ajustes en el sistema imperante, sino crear un nuevo sistema». Y es esto lo que los demócratas estamos llamados a lograr. No un ajustico en estas misiones, un pasito adelante y varios atrás, sino una Venezuela completamente diferente a este desastre ahora descabezado.

La Reforma gregoriana desbordó al propio Gregorio. Comenzó antes que él apareciese en escena como actor principal, y continuó luego de su muerte, afirma O’Malley. Por ello para nosotros es un ejemplo admirable.

La lucha por la democracia viene desde los campos de batalla de nuestra independencia, que hoy seguimos librando de nuevas formas, confrontados con un poder militar arrogante, que se asume con la misión de imponernos una ideología que ya se cansó de mostrar su dañina inutilidad. Y esa lucha nos exige que ocupemos la escena para, de una vez por todas, tomar al toro por los cuernos.

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