Opinión Nacional

Allende y Betancourt

 Salvador Allende y Rómulo Betancourt fueron buenos amigos y durante muchos años compartieron luchas e ideologías. En 1941, durante el segundo exilio de Betancourt, cuando vivió en Santiago de Chile, trabajaron juntos y vivieron en un mismo edificio. Allende era ministro de salud e invitaba a Rómulo a sus recorridos por el país, mientras este último organizaba el primer congreso de los partidos socialistas de América Latina. El intercambio de ideas sobre el futuro del continente se mantuvo en el tiempo, porque eran dos intelectuales dedicados a la política, o viceversa. Cuando Betancourt fue electo presidente constitucional, se propuso organizar un congreso sobre la libertad y la democracia, similar al que había organizado en la Habana, en el exilio, años antes. Invitó a los líderes democráticos progresistas del continente, entre ellos muy especialmente a Salvador Allende, cabeza del partido socialista chileno.

Mi padre, José Antonio Mayobre, amigo de ambos, vivió en Chile varios años, porque trabajó en la CEPAL, y le tocaba viajar mucho. Me contaba que cuando se encontraba con Betancourt lo primero que le preguntaba era ¿Cómo está Salvador? Y cuando veía a Allende su primera pregunta era ¿Cómo está Rómulo? Y agregaba ¿todavía le quedan glóbulos rojos? Porque con los años Betancourt fue derivando hacia posiciones moderadas mientras que Allende adoptó una actitud más radical. Esta diferencia no afectó al cariño que ambos se tenían.

La radicalización de Allende se debió a dos motivos. Por una parte, la caída de varios gobiernos militares y el triunfo de la revolución cubana permitían pensar en que era posible un avance más rápido en reformas sociales. Por otra, el estancamiento económico de Chile había llevado a probar las más diversas recetas sin que se obtuvieran resultados. Lo que aconsejaba emprender nuevos caminos. Pero siempre dentro de las instituciones democráticas.

Allende nunca fue partidario de la vía armada. En esto difería de Fidel Castro. Tanto por la razón teórica de que el socialismo debe ser producto de la conciencia de clase, como por la razón práctica de que era posible llegar al poder por la vía electoral. Tanto así que, según cuenta un biógrafo de Allende, en la Conferencia Tricontinental de la Habana vivió la desagradable experiencia de presidir la única delegación que no proponía la lucha armada como vía de acceso al poder.

Betancourt  enfrentó la también desagradable experiencia de verse obligado a combatir la lucha armada.  En buena parte emprendida por disidentes de su propio partido. Esto lo obligó a recabar el apoyo de factores que repudiaban el cambio radical, pero aceptaban las instituciones democráticas. Las cuales se estaban empezando a crear en Venezuela. El ejército, la iglesia y los empresarios lo acompañaron en enfrentar la subversión. Y no podía menospreciarlos.  Al final triunfó la paz y la democracia y Venezuela pudo ser uno de los pocos países de América latina que se salvó de las dictaduras militares asesinas que asolaron al continente durante la segunda mitad del siglo XX.

No fue el caso de Chile. El sacrifico de Salvador Allende condujo a la destrucción de una larga cultura democrática y a casi dos décadas de autoritarismo. La lucha entre clases sociales en Chile la ganó la parte más conservadora. Fue el resultado de años de estancamiento en los cuales los diferentes actores fueron inclinándose hacia posiciones cada vez más radicales que derivaron hacia el enfrentamiento.

En Venezuela, en contraste, la posición de  Betancourt y la prosperidad que permitía el petróleo, llevaron a una disminución de las tensiones y a una convivencia política que se vivió durante más de tres décadas. Hasta que el deterioro económico abrió nuevamente las heridas. Y llevó a la confrontación que ahora padecemos.

Betancourt murió pacíficamente mientras escribía sus memorias. Allende murió trágicamente bajo los bombardeos. Ambos amigos luchaban por una misma causa. Pero enfrentaron circunstancias diferentes.

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