Opinión Nacional

Ante el peligro para la libertad y la democracia que implicaría la reelegibilidad ilimitada del Presidente de la República

1. Presentación

Como explicamos en nuestro documento anterior, de acuerdo a nuestra Constitución el Principio Fundamental del Gobierno Alternativo, que en ella se consagra, resulta inmodificable mediante el procedimiento de reforma constitucional previsto en sus Artículos 342/346. Pero, aunque desde un punto de vista estrictamente jurídico-formal sería posible su modificación o, incluso, su eliminación por medio del poder constituyente originario, acudiendo al procedimiento de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, como se prevé en los Artículos 347/349 ejusdem, vamos a mostrar, en este nuevo documento, lo inconveniente que sería, desde el punto de vista político, usar ese recurso, pues tal modificación o eliminación acarrearía un serio peligro para la preservación de la libertad y de la democracia en Venezuela.

Aunque pretendemos mantenernos dentro de la perspectiva académica que esta Comisión proclamó como propia desde su primer documento, no se nos oculta que entramos ahora en un terreno en el que es necesario que discutamos y, en definitiva, nos pronunciemos sobre opciones políticas contrapuestas. Con tal fin, un breve examen histórico y comparado, así sea limitado, de las normas que consagran el Principio del Gobierno Alternativo puede ayudarnos en nuestro juicio sobre si conviene conservarlo en los momentos actuales. De acuerdo a este propósito, el documento constará de tres partes. En la primera, examinaremos el origen y la evolución, hasta el presente, de las normas que regulan la reelección del Presidente en la Constitución de los Estados Unidos, que puede ser considerada el arquetipo y el prototipo de esa institución gubernamental. En la segunda, veremos cuál ha sido el camino que han seguido hasta el día de hoy, con respecto a esa misma regulación, los países de América Latina y especialmente Venezuela. En la tercera, presentaremos una síntesis de los principales argumentos que pueden alegarse para justificar una reelección ilimitada del Presidente de la República, y procederemos a su crítica, teniendo en cuenta nuestras circunstancias actuales y mostrando el grave peligro que correrían la libertad y la democracia en Venezuela, si se llegara a reformar la Constitución para eliminar en la práctica el principio del gobierno alternativo.

2. La reelección presidencial en los Estados Unidos

Analizar la evolución de las normas constitucionales sobre la reelección del Presidente en los Estados Unidos, junto a las razones que han servido para justificar los cambios que se han producido, desde una situación inicial muy liberal, en la que no se ponía ningún límite a las posibles reelecciones presidenciales, hasta la situación actual, que establece serias restricciones a tales posibilidades, merece una cuidadosa atención de nuestra parte.

El espinoso problema de si debía permitirse la reelección del Presidente de la República fue una cuestión que suscitó acalorados debates desde los primeros esbozos de dicha institución en la Constitución de los Estados Unidos.

El problema mayor era cómo asegurar la conservación de una nueva República, de cuya viabilidad se tenían dudas pues las anteriores experiencias históricas conocidas habían oscilado entre la anarquía y la tiranía. Para conseguirlo se consideraba necesario dotarla de un Ejecutivo fuerte, pero existía el justificado temor de que con ello se pudiera restaurar el anterior despotismo monárquico. El resultado final al que se llegó fue un nuevo experimento institucional (la presidencia republicana), fruto de la Convención constitucional de 1787, brillantemente justificado por El Federalista, pero que sólo pudo imponerse tras afrontar serios debates. Al principio, la mayoría de los delegados a la Convención compartían la idea de que el Ejecutivo debía ser nombrado y removido por el Legislativo, de acuerdo a su libre voluntad, pues creían que si intervenía directamente el pueblo en su designación se iba a hacer independiente del Congreso, lo cual significaría la instauración de una tiranía. De acuerdo a Sherman (uno de los miembros de la Convención que al principio sirvió de portavoz de la idea de la mayoría de sus integrantes), el Ejecutivo era una institución que únicamente debía servir “para ejecutar la voluntad del Legislativo” y, por consiguiente, “sólo debía ser nombrado por la Legislatura y ser responsable ante ella, que era la depositaria de la voluntad Suprema de la Sociedad”,[1] ya que la esencia de la nación se expresaba más adecuadamente por medio de la mayoría de votos de la Legislatura, y no a través de todo el pueblo que no estaba bien informado.[2] Por otra parte, tanto el Plan de Virginia como el de New Jersey proponían un Ejecutivo elegido por la legislatura, pero que no sería reelegible. En general, fueron muchas las voces que se hicieron oír en la Convención constitucional contra los peligros de un Ejecutivo con demasiados poderes. Edmund Randolph temió que un Ejecutivo unipersonal fuera “el feto de la monarquía”.[3] Benjamín Franklin (que estaba de acuerdo con la imagen de “feto de un Rey”) se declaró “receloso, quizá demasiado receloso a que el gobierno de estos Estados puedan terminar, en un futuro, en una Monarquía”.[4] Según Luther Martin, el Presidente que se estaba diseñando, podría convertirse, cuando quisiera, en un Rey tanto en nombre como en sustancia.[5] Pero no faltaron voces, como la de James Wilson, para las que “la Unidad del Ejecutivo, en vez de un feto de la Monarquía, sería la mejor defensa contra la tiranía”.[6] Sólo cerca del final de la Convención la mayoría se inclinó por establecer un fuerte Ejecutivo, independiente de la legislatura, elegido por el pueblo (aunque no directamente, sino a través de un Colegio electoral) y reelegible cuantas veces quisiera.

Thomas Jefferson, quien durante el proceso en que se discutió la Constitución siguió, desde París, sus incidencias, se mostró totalmente opuesto a que se permitiera la reelección presidencial. En una carta a John Adams (fechada en París, el 13 de noviembre de 1787) confiesa que encuentra en el proyecto de Constitución cosas que le hacen vacilar en suscribirla. Entre ellas estaba el futuro Presidente, que “parece un Rey polaco”, pues si puede ser reelegido cada cuatro años, hasta el fin de sus días, “la razón y la experiencia prueban que una magistratura tan renovable es un puesto vitalicio”, y se muestra partidario de que al terminar los cuatro años resulte inelegible para un segundo mandato.[7] Y en otra carta al Coronel Carrington (Paris, 27 de mayo de 1788), le dice que le parecía esencial “la restauración del principio de rotación obligatorio, especialmente en el Senado y la Presidencia: pero sobre todo en esta última. La reeligibilidad lo hace [al Presidente] funcionario vitalicio, y los desastres consustanciales a una monarquía electiva hacen preferible, si no podemos retroceder por haber dado ese paso, que demos uno adelante y nos refugiemos en una monarquía hereditaria”.[8]

Durante los debates por la ratificación del proyecto de Constitución, un argumento constantemente usado por los antifederalistas fue comparar los poderes que tendría el Presidente norteamericano con los del Rey británico, con ventaja para el primero.[9] Incluso quienes reconocían la necesidad de un Ejecutivo poderoso (como Cato de Carolina del Sur), condicionaban su existencia a que fuera elegido para un periodo corto y sin posibilidad de reelección.[10] En forma parecida, el Granjero Federal (The Federal Farmer), alabado en el ensayo 68 de El Federalista, como el más razonable de los críticos al proyecto constitucional (pues reconocía la necesidad de que hubiera “un punto visible que sirviera como centro común en el gobierno al cual dirigir sus ojos y adhesiones”) insistía en la necesidad de que no fuera reelegible.[11] Los que sustentaban tales ideas, proponían limitar la elección del Presidente a un solo periodo o, como máximo, a dos.

Como es sabido, la fórmula que finalmente se adoptó fue de cuatro años de mandato con reelegibilidad ilimitada. En el ensayo 72 de El Federalista Hamilton resume magistralmente las razones a favor de la solución acordada. Pero, aparte de los argumentos racionales que allí se esgrimen a favor de la reelección, existe la sospecha de que la razón real para su adopción fue de índole más bien personalista: la esperanza de que George Washington estuviera dispuesto a servir como primer Presidente sin límite de tiempo, y el pueblo quisiese reelegirlo hasta su muerte.[12] Sin embargo, después de haber sido elegidos dos veces para el cargo, Washington se negó a presentarse nuevamente a la elección para un tercer periodo, en 1796. Reconocido como el Padre de la Patria, por muchos estadounidenses, su comportamiento, reforzado por el ulterior de Thomas Jefferson (que también se negó a beneficiarse de una segunda reelección), fue considerado como una norma informal, más bien de carácter político que jurídico, la cual iba a ser seguida, por una u otra razón, por otros siete presidentes norteamericanos, que sólo optaron por la reelección una sola vez. De manera que durante los 150 años que siguieron se pudo conservar en la Constitución la norma original, que no limitaba la reelección presidencial, pese a que muchos habían temido que abriría las puertas a la dictadura, sin que ésta se produjese, gracias a que se mantuvo la tradición inaugurada por Washington. Pero en 1940, las circunstancias llevaron a Franklin D. Roosevelt a aspirar a un tercer período presidencial y, después, a un cuarto, resultando ganador en ambas reelecciones. Esto fue lo que llevó a la mayoría republicana de ambas Cámaras del Congreso, en 1947, a poner en marcha la XXII Enmienda, que en 1951 fue ratificada por los votos del número de legislaturas estadales requeridas. Según dicha enmienda, nadie podrá ser elegido Presidente más de dos veces; ni tampoco podrá ser elegida más de una vez la persona que haya actuado como Presidente por más de dos años de un periodo para el cual otra persona fue elegida como Presidente.

Las razones que alegaron los impulsores de la Enmienda son especialmente interesantes para nosotros. Advirtiéndonos sobre los peligros de prolongar el mandato de quienes nos gobiernan, con razonamiento que nos hace recordar al de Bolívar en Angostura, el Senador Revercomb de West Virginia alegó que cuanto más tiempo permanece un hombre en la Presidencia, el país se aproximaba más a la “autocracia” y a “la destrucción de la libertad del pueblo”. Por su parte, el Senador Wiley, con palabras semejantes a las que utilizaron entre nosotros los liberales, a comienzos de siglo XIX, para denunciar las maniobras ilegales de la oligarquía conservadora gobernante, advertía que un Presidente astuto y ambicioso estaba en una posición ideal para incrementar y perpetuar su autoridad, a través de medios tales como: proporcionar muchos favores a hombres dispuestos a cumplir sus órdenes, ya sea que formaran parte de la administración, de las fuerzas armadas, de la judicatura o incluso del Congreso; comprar los votos adicionales necesarios para asegurar su nueva reelección; y aparecer siempre como “el hombre indispensable” al que el pueblo debe apoyar y el Congreso nunca obstaculizar. Más recientemente, algunos partidarios de la XXII Enmienda han calificado la propuesta de derogarla como “la enmienda de la dictadura”, pues, según ellos, si una “dictadura” llegara a “surgir alguna vez en América”, probablemente “se originaría en los tremendos poderes que tendría un Presidente por el derecho al continuismo en el cargo.”[13] Si tenemos en cuenta que esta desconfianza hacia los poderes que puede alcanzar un Presidente, en caso de que se permita su reelección indefinida, se produce en los Estados Unidos, país con una cultura cívica arraigada, que no ha conocido golpes de Estado, y que ha gozado de una tradición ininterrumpida de elecciones razonablemente libres, sin coacciones ni fraudes de consideración, entonces, es evidente que a los latinoamericanos, dada nuestra historia, nos sobran razones para rechazar la reelección presidencial sin límites.

3. La reelección presidencial en América Latina

En los países recién independizados de América Latina se sintió —probablemente más que en los Estados Unidos— la necesidad de un Ejecutivo fuerte, de origen democrático, que uniera en su persona los poderes de Jefe de Estado y Jefe del Gobierno, como ocurría con la nueva institución de Presidente de la República de los Estados Unidos, capaz de hacer frente tanto a los peligros exteriores (pues la independencia no podía considerarse como un bien definitivamente adquirido) como a los interiores, derivados de la situación cercana a la anarquía que frecuentemente fue la consecuencia del hundimiento del régimen español. Pero también los riesgos de que el nuevo Ejecutivo degenerase en una autocracia eran muy grandes, dada nuestra tradicional falta de cultura democrática, y uno de los posibles remedios con que nuestros países juzgaron que podían prevenirla fue la limitación, al menos temporal, de los poderes del Presidente, reduciendo a dos el número de elecciones seguidas que le iban a estar permitidas, o prohibiendo su reelección hasta después que hubiera transcurrido otro periodo, después de su presidencia inicial. Como es sabido, ninguno de estos recursos fue suficiente para impedir las autocracias que se iban a suceder.

Lo cierto es que, aunque varios países de América Latina se inspiraron en el modelo constitucional norteamericano, la mayoría se iban a alejar de él en lo relativo a la reelección presidencial, restringiéndola, limitándola o incluso, en unos pocos casos, prohibiéndola de manera absoluta.

En el caso de Venezuela, su primera Constitución, la de 1811, se inspiraba en gran parte en la de los Estados Unidos, pero adoptando en el diseño del Ejecutivo varias de las propuestas discutidas, pero no aprobadas, en la Convención constitucional norteamericana (como, por ejemplo, la adopción de un Ejecutivo plural, y con poderes débiles frente al Congreso); sin embargo, a partir de las Constituciones de 1819 y 1821, se va a establecer un Ejecutivo unipersonal, pero que, a diferencia del norteamericano, “no puede ser reelegido más de una vez sin intermisión” (es decir, sin cesación de sus funciones por un periodo presidencial). Son conocidas las admirables palabras con que Bolívar en el Discurso de Angostura condenó la continuidad de una misma persona en el poder. El Congreso venezolano de 1830 incluyó en la “definición de la forma de gobierno” que figura en la Constitución de ese año el principio del “gobierno alternativo”, al que otorgó la misma jerarquía que a las ideas de gobierno republicano, popular, representativo y responsable.[14] La idea del “gobierno alternativo”, reconocida como “forma de gobierno”, “Base de la Unión”, “disposición fundamental” o “principio fundamental”, según la Constitución de que se trate, fue incluida en todas nuestras constituciones posteriores, aunque su desarrollo no fue adecuado, en todas ellas, y, desde luego, frecuentemente no fue respetada en la práctica y, a veces, ni siquiera en la teoría (recuérdese, por ejemplo, que un apologista de la dictadura de Juan Vicente Gómez, Pedro Manuel Arcaya, calificaba el principio de gobierno alternativo como “falso «dogma» exótico”[15]).

Podemos decir que, a diferencia del modelo original norteamericano, en toda América Latina ha predominado la idea de prohibir la reelección ilimitada del Presidente, hasta el punto de que tal prohibición se convirtió en un requisito que debe acompañar necesariamente a la forma de gobierno democrático, comparable a la celebración de elecciones periódicas. Es más, en algunos países, como ocurrió en América Central, se llegó al extremo de considerar que la no reelección, en forma absoluta, debía ser una norma constitucional indispensable para la democracia.[16] La no-reelección presidencial ha revestido varias formas en América Latina, de las cuales la más extrema ha sido la solución mexicana de prohibición absoluta de reelección,[17] pero la fórmula más frecuente ha consistido en prohibir la reelección inmediata, permitiéndola después de dejar pasar un periodo presidencial (tal fue la solución predominante en Venezuela a partir de 1830) o dos periodos (como fue el caso de la Constitución venezolana de 1961, seguido por Panamá). Otra solución es la adoptaba por los Estados Unidos en la Enmienda XXII, que parece ser la que atrae últimamente a muchos presidentes latinoamericanos, que permite una sola reelección inmediata, y que fue la adoptada por Venezuela en la Constitución de 1999, así como por otros cuatro países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Colombia y República Dominicana). Pero, en tanto que en los Estados Unidos y en los otros cuatro países latinoamericanos que hemos señalado, el periodo presidencial es de sólo cuatro años —por la cual la máxima permanencia de una persona elegida para la presidencia es de ocho años—, en cambio en Venezuela, cuya Constitución establece periodos de seis años,[18] el Presidente puede permanecer en el poder 12 años seguidos (sin contar la “ñapa” adicional, de cerca de dos años, que la Sala Constitucional del Tribunal Supremo le concedió al Presidente Chávez[19]).

La razón que justifica el que se prohíba una reelección inmediata estriba en que se trata de impedir que un Presidente pueda usar los poderes de que dispone para hacerse reelegir una y otra vez, sin embargo esto no le impide utilizar dichos poderes para hacer elegir a un pariente cercano (como a su hermano, en caso de José Tadeo Monagas), que una vez cumplido el plazo de la necesaria intermisión, previsto en la Constitución, le devolverá el poder, mediante otras elecciones no menos fraudulentas. La prohibición constitucional de la reelección de un pariente del Presidente no solucionaba el problema, pues sólo servía para que ese pariente fuera sustituido por un “hombre de paja”, de su plena confianza, que iba a cumplir las mismas funciones (caso de Guzmán Blanco).

En general, la prohibición de la reelección, limitada al siguiente período presidencial, ha sido la tendencia general. Prorrogarla por dos periodos, como se hizo en la Constitución de Venezuela de 1961, no parece atraer mucho al electorado, a juzgar por los resultados de las reelecciones de Carlos Andrés Pérez y de Rafael Caldera. De todas maneras estamos a la espera de cómo funcionarán las recientes reelecciones con largas intermisiones de expresidentes como Oscar Arias en Costa Rica, Alan García en Perú o Daniel Ortega en Nicaragua.

Es evidente que las normas constitucionales que prohíben la reelección no pueden servir para evitar que los Presidentes se mantengan en el poder mediante recursos de hecho y con el uso puro y simple de la fuerza. La no-reelección evita que el continuismo presidencial (es decir, el afán de la persona que está en el poder, por prolongar indefinidamente su ejercicio) se pueda imponer por medio de reelecciones sucesivas, sean legítimas o —más frecuentemente— fraudulentas; y aspira a cumplir una doble función: por una parte, una preventiva, en los casos de los Presidentes que no han desarrollado aun tendencias autocráticas, pues evita el peligro de que, al prolongarse en el mando, lleguen a incurrir en ellas. Pero también puede servir, siempre que la norma sea respetada, para limitar, aunque sólo sea temporalmente, los poderes de los Presidentes que son autocráticos o que abusan de su poder. Hay que reconocer que cuando los poderes presidenciales ya han adquirido tales caracteres indeseables, será muy raro que quienes los detentan estén dispuestos a respetar la norma constitucional que prohíbe su reelección. Pero la violación abierta de tal norma o su modificación sin respetar los procedimientos constitucionales legítimos, va a servir para desenmascarar al autócrata, que no podrá seguir justificando a su gobierno con la apariencia de respeto a la Constitución.

La norma, en caso de que se respete, sirve para que muchos de nuestros presidentes no puedan legitimar sus ansias continuistas, bajo la apariencia de que cumplen con los procedimientos democráticos, mediante elecciones deshonestas e insinceras en las que lo que predomina es la coacción y/o el fraude. La prohibición constitucional de la reelección no impide que se produzcan golpes de Estado y que quien gobierna utilice la fuerza en forma abierta para mantenerse en el poder; pues, por el contrario, al ver que la posibilidad de fraude electoral le está cerrada, el autócrata puede tratar de perpetuar su dominio mediante la violencia. Sin embargo, lo cierto es que, en general, nuestros autócratas no se conforman con conquistar el poder mediante vías de hecho, sino que tratan de legitimarse bajo la forma del “bonapartismo”, mediante “aclamaciones” del pueblo, a través de plebiscitos o elecciones plebiscitarias de pureza cuestionable.

En América Latina, desde la independencia, el acatamiento de las normas constitucionales sobre las elecciones, así fuera de forma meramente aparente e insincera, se consideraba necesaria para la legitimidad de nuestros gobiernos, aunque en la práctica los procesos electorales estuvieran llenos de vicios. El ejemplo de Venezuela es elocuente. Durante el periodo que Gil Fortoul ha llamado de “la oligarquía conservadora” (1830-1847) las quejas de los liberales por la falta de cumplimiento del principio alternativo, como consecuencia de la utilización del poder por parte de Páez y su camarilla, y el uso de los recursos del gobierno para favorecer a los candidatos conservadores, fueron constantes. Sin embargo, la situación era todavía tolerable, pero a partir de la elección a la presidencia de José Tadeo Monagas, las elecciones no conservan ni la menor apariencia de pulcritud y legalidad. Un informe oficial de 1867 reconoce que “el país tiene por elecciones una farsa”.[20] Según Pedro Manuel Arcaya, en la historia de los países hispanoamericanos, las elecciones cuando son “libres” se han caracterizado por los “fraudes más escandalosos, la violencia de los ciudadanos unos contra otros, la combatividad y la mentira llevadas a los extremos de la delincuencia [..]”, y esta ha sido también la situación en Venezuela. A este propósito cita al argentino Ayarragaray: “En nuestros fastos electorales del pasado —se está refiriendo a toda América Latina— cuando hay una elección, de hecho conviértese el comicio en un tumulto armado. No existe más que dos términos del sufragio —o el fraude manso simula la legalidad o el fraude sangriento que suprime violentamente toda contienda”.[21] Es evidente que en los últimos años, en toda América Latina (en el caso de Venezuela desde 1958) la situación de las elecciones ha mejorado. Pero aunque las normas sobre las reelecciones presidenciales se han vuelto, en ciertos aspectos, algo más permisivas que en el pasado, continúa estando presente en nuestra conciencia el peligro que supone la prolongación del tiempo en que permanece en el poder un Presidente, hasta el punto que hoy en día, en América Latina, sólo existe un país —Cuba— cuya Constitución no prohíbe que el Presidente del Consejo de Estado (que es simultáneamente Jefe de Estado y Jefe de Gobierno), elegido por la Asamblea Popular, pueda ser reelegido indefinidamente.

Sin embargo, en la actualidad sólo hay cuatro países de América Latina que prohíben en forma absoluta toda reelección presidencial: Guatemala, Honduras, México y Paraguay.

Un hecho notable ha sido que, en la última década, en varios países latinoamericanos cuyas Constituciones prohibían la reelección presidencial inmediata, se han producido reformas para hacerla posible (aunque siempre limitada a una sola vez), propulsadas por los Presidentes en ejercicio que querían prorrogar su mandato, y que han usado todos los recursos de que disponían para conseguirlo. Se trata de reformas constitucionales que no estaban destinadas a buscar, en abstracto, la norma constitucional considerada como la más justa, sino que eran impulsadas por quienes ya ocupaban la presidencia para ampliar el tiempo de la misma, generando, así, una inevitable polémica, con la falta de consenso que cabía esperar. Fueron reformas constitucionales con nombre y apellido, como la propiciada por Menem, en 1994, que permitió su reelección al año siguiente; la de 1997 de Cardoso en Brasil, que le llevo a su reelección en 1998; las diversas maniobras claramente fraudulentas de Fujimori, en el Perú, a partir de 1996, que permitieron su reelección, y hasta su re-reelección; las reformas constitucionales de 2002, en la República Dominicana, que hicieron que el Presidente Mejía se pudiera presentar a la reelección en el 2004; el cambio constitucional impulsado por Chávez en Venezuela, en 1999, que le permitió ser reelegido en el 2006; y las reformas a la Constitución colombiana, entre 2004 y 2005, que hicieron posibles que Uribe fuera reelegido en el 2006. De estos casos sólo el Presidente Hipólito Mejía no consiguió ser reelegido. En muchos ocasiones, los recursos utilizados por los Presidentes para lograr la reforma constitucional fueron de dudosa legalidad (en el caso de Fujimori la ilegalidad, el fraude y la coacción fueron descarados). De las reformas mencionadas sólo Perú ha rectificado la situación, volviendo, después de la experiencia nefasta de Fujimori, a reestablecer la prohibición de la reelección inmediata del Presidente.

Como resultado de tales reformas, se ha producido un importante cambio, pues si anteriormente no había ningún país latinoamericano que permitiera una reelección presidencial inmediata, ahora existen cinco países que la permiten, aunque por una sola vez: Argentina, Brasil, Colombia, República Dominicana y Venezuela. Hay que subrayar que —salvo el caso de Venezuela, cuyo periodo presidencial es de seis años— en todos lo otros países en que se permite la reelección inmediata, la duración del periodo presidencial es la mínima en América Latina, pues se reduce a cuatro años.

Hasta el momento Hugo Chávez es el único Presidente que ha manifestado pública y oficialmente su aspiración a una reforma constitucional que le permita ser reelegido sin límites, lo cual, como ya se indicó, no está autorizado en ninguna Constitución latinoamericana, salvo el caso del Presidente del Consejo de Estado en Cuba.

4. Revisión crítica de los principales argumentos a favor de la reelección presidencial

4.1 Preliminares
Muchos de los argumentos de alcance más general, a favor y en contra de la reelección presidencial, fueron esgrimidos, respectivamente, por los Federalistas y los Anti-federalistas norteamericanos con motivo de las discusiones que tuvieron lugar al elaborar la Constitución de ese país,[22] y fueron ampliados y enriquecidos posteriormente, durante los debates, aún no del todo apagados, sobre la conveniencia de la XXII enmienda.[23]

Se trata de un conjunto de argumentos que, por su carácter general, pueden ser utilizados en América Latina (como, de hecho, lo han sido), cuando se discute sobre tales cuestiones. Pero la elección de reglas electorales nunca se hace, aunque así lo parezca, basándose sólo en argumentos generales y abstractos, sino que se han de tener en cuenta las circunstancias históricas y sociales del país, las personas concretas que se aprovecharán (o se perjudicarán) por su aplicación, y, en general, las probables consecuencias prácticas previsibles de la decisión que se tome. En este sentido, ya hemos visto las razones que tradicionalmente han inclinado a que en los países de América Latina se haya rechazado, abrumadoramente, la reelección presidencial ilimitada.

Así pues, cuando vamos a discutir acerca de los beneficios o perjuicios de la idea del Presidente Chávez, de introducir reformas constitucionales que permitan su “reelección indefinida”, no se trata de que evaluemos la conveniencia de aceptar o rechazar unas reglas de juego, un tanto generales y abstractas, que serán aplicadas a un número indeterminado de casos futuros, cuyo contenido y características concretas no podemos predecir, sino que debemos pronunciarnos acerca de un proyecto político actual, personal y muy concreto, que es obra de quien tiene el poder y aspira a conservarlo por tiempo ilimitado.

Teniendo esto en cuenta, hay que empezar por señalar que un cambio como el propuesto implicaría la posibilidad de un aumento enorme, en su dimensión temporal, del poder que ya dispone quien ocupa actualmente la presidencia.

En efecto, el Presidente Chávez ya ha concentrado en su manos una increíble magnitud de los más diversos poderes, tanto institucionales como extra-institucionales (poder económico, político, militar, comunicacional, etc.), sin estar sometido a ningún control efectivo; poderes que, tras la reforma, aumentarían al menos en el tiempo.[24] En unos casos se trata de un aumento de poderes expresamente autorizados por la nueva Constitución aprobada en 1999, pero en otras ocasiones estamos en presencia de cambios que se han producido al margen y aun en contra de toda regulación jurídica. Sin pretender presentar un cuadro exhaustivo, veamos algunos de sus rasgos más resaltantes.

La Constitución de 1999 proporciona al Jefe de Estado más poderes y lo somete a menos limites y controles que la de 1961, de modo que las facultades constitucionales del Presidente Chávez (para no hablar, por ahora, de los poderes extra-constitucionales) son bastante superiores a las que tuvo cualquiera de los presidentes democráticos que lo precedieron. Téngase en cuenta, además, que tales poderes están reforzados por la ampliación del lapso de su mandato (de cinco a seis años) y la posibilidad de reelección inmediata (aunque por una sola vez, por ahora), de manera que desde un límite máximo de cinco años de ejercicio continuo de la presidencia, establecido en la Constitución de 1961, se pasa a doce años, en la Constitución de 1999 (en realidad, catorce años, si tenemos en cuenta la “ñapa” que fue concedida mediante una interpretación de la Sala Constitucional).

Por otra parte, la Constitución de 1999 permite a la Asamblea Nacional autorizar al Presidente, por medio de una ley habilitante, a ejercer las funciones legislativas (Art. 203 y 236, ord. 8), ampliando las posibilidades que preveía la Constitución de 1961, al no restringirla a materias de índole económica y financiera ni exigir que se trate de “medidas extraordinarias”. Pero esta amplia facultad constitucional se ha convertido —como ya vimos en un documento anterior— en un pretexto para otorgar al Presidente, violando la Constitución, poderes casi ilimitados para legislar mediante una ley habilitante, que de hecho es una ley de plenos poderes.

Otra importante ampliación de los poderes presidenciales consiste en que la Constitución de 1999 otorga al Jefe del Estado, por primera vez en la historia de la democracia venezolana, la facultad para fijar el número, organización y competencia de los ministerios y de los otros organismos de la Administración Pública, dejando para el ámbito de la ley orgánica solamente el señalamiento de los “principios y lineamientos” para tal actividad (Art. 236, ord. 20). Con ello el Presidente dispone de poderes para organizar la Administración centralizada y descentralizada (excluyendo los Institutos Autónomos que deben crearse mediante una ley), infinitamente mayores que los de cualquiera de sus predecesores democráticos. A lo que hay que añadir la posibilidad de que la ley nacional autorice al Ejecutivo a crear entidades funcionalmente descentralizadas o actividades sociales y empresariales (Art. 300). Aunque se trata de una materia cuyas modalidades deben ser desarrolladas por la ley, hay que señalar que la Constitución de 1999 da al Ejecutivo facultades importantes en materia de planificación y coordinación de políticas y acciones relacionadas con los Estados y municipios, al establecer el Consejo Federal de Gobierno (presidido por el Vicepresidente Ejecutivo y en el que participan un número indeterminado de ministros) y el control de la Secretaría del mismo y, eventualmente, del Fondo de Compensación Interterritorial (Art. 185).

Interpretando ampliamente tales poderes, y en parte aprovechando la falta de adecuada legislación que desarrolle algunos de los principios constitucionales, el Presidente se ha creído autorizado a crear instituciones que son en parte entes públicos y en parte instrumentos del clientelismo populista o, incluso, descaradamente instrumentos políticos, que dependen directamente de su persona (Plan Bolívar 2000, Círculos Bolivarianos, Unidades de Batalla Electoral o Unidades de Batalla Endógenas, Consejos Comunales, etc.)
Por otra parte, el Presidente de la República continúa ejerciendo sus funciones tradicionales como comandante en Jefe de la Fuerza Armada y suprema autoridad de ella (Art. 236, ord. 5), pero a diferencia de la Constitución de 1961 —en la que era preciso la intervención del Senado en la materia— con exclusivo control sobre el ascenso de los altos oficiales, pues la Constitución de 1999 excluye totalmente al poder legislativo. Pero ahora, además de las tradicionales operaciones militares o de seguridad, en sentido estricto, la Constitución atribuye a la Fuerza Armada una “participación activa” en el desarrollo nacional (Art. 328), lo que permite su utilización por el Presidente en los planes de desarrollo social o económico que considere convenientes, sustituyendo a los funcionarios civiles ordinarios. O inclusive, interpretando ampliamente la idea de “desarrollo nacional”, llega a involucrar a las Fuerzas Armadas en las funciones de la construcción del ”socialismo del siglo XXI”, poniéndola al servicio de una parcialidad política, con violación expresa de una prohibición constitucional.

Pero junto a este aumento de los poderes del Presidente, la propia Constitución de 1999 contiene normas que, tanto directa como indirectamente, han debilitado las posibilidades de control por parte de los otros poderes estatales. A lo que hay que añadir que se ha producido una erosión de hecho de la división tanto horizontal como vertical de tales poderes, hasta el punto que todos ellos tienden a depender del Presidente, contraviniendo las normas Constitucionales. Y más allá de las consideraciones jurídicas, nos encontramos con una sociedad civil muy debilitada e intervenida por el gobierno, sin partidos de oposición que puedan servir de contrapeso, y con partidos de apoyo al gobierno que han funcionado como sumisos instrumentos bajo el mando del Presidente.

Una de las partes más importante de un diseño constitucional es tener en cuenta la forma en que se ejerce el control entre los distintos poderes. Desde este punto de vista hay que resaltar que, en la Constitución de 1961, el control del Legislativo sobre el Presidente estaba a cargo de un Congreso bicameral. Pero con una Constitución como la de 1999, en la que éste consta de una sola cámara, las posibilidades de que el partido del Presidente obtenga la mayoría absoluta de los votos del Poder Legislativo aumenta sensiblemente y, especialmente, si, además de esto, en vez de utilizarse un sistema estricto de representación proporcional se usa uno en el que el 60% de los puestos de cada circunscripción son elegidos de manera nominal, y el restante 40% por listas mediante la representación proporcional. En tales condiciones un partido que sólo tenga una mayoría relativa de votos de los ciudadanos , puede fácilmente llegar a obtener —siempre que dicha mayoría se mantenga en forma homogénea en los distintos Estados— las tres quintas partes de los puestos de la Asamblea Nacional, que es la mayoría calificada que exige la Constitución de 1999 para que esa Asamblea le delegue sus funciones legislativas. Si además se permite, como ha ocurrido en las últimas elecciones, que se use el artilugio electoral conocido como “las morochas”, la representación proporcional, consagrada en la Constitución, resulta burlada y se asegura que una mayoría, que puede ser incluso sólo relativa, tenga una desproporcionada representación parlamentaria, que le permita tomar las decisiones para las que se exige una mayoría calificada, sin posibilidad de que la minoría pueda ejercer ningún control o un veto de hecho.

Las posibilidades de tal sobre-representación del partido mayoritario (incluso cuando tiene una mayoría sólo relativa), hace posible que su decisión sea determinante cuando se trata de designar a los otros poderes nacionales, que como la experiencia lo demuestra han sido totalmente sumisos al Presidente y carentes de voluntad de controlar o limitar sus poderes.

La ausencia de controles y limitaciones a los poderes del Presidente es particularmente preocupante cuando, además de los instrumentos constitucionales y extra-constitucionales ya señalados, el Gobierno venezolano ha gozado de los extraordinarios recursos económicos que, en concepto de ingresos petroleros, ha recibido por un período de casi nueve años. La propiedad del Estado sobre nuestro principales recursos naturales, ha hecho posible que distintos gobiernos venezolanos hayan dispuesto, incluso en los momentos de mayor democracia, de una cantidad enorme de poder (en términos de ingresos de origen petrolero) que sería inconcebible en la mayoría de los países democráticos. El gobierno del Presidente Chávez no sólo ha dispuesto de cantidades ingentes de tales recursos, nunca conocidas por ninguno de los que le ha precedido, sino que los ha podido manejar con total discrecionalidad, sin que los órganos de control (como la Asamblea Nacional y la Contraloría General de la República) hayan ejercido las funciones que constitucionalmente les corresponden. Principios constitucionales, como el de la legalidad presupuestaria, son violados flagrante y reiteradamente pues el Presidente dispone discrecionalmente de los recursos que le trasfieren Petróleos de Venezuela y el Banco Central de Venezuela a fondos (FONDEN, FONDESPA, etc.), que constituyen presupuestos paralelos cuyos recursos no son objeto de afectación para gastos determinados por la Asamblea Nacional, los cuales ascienden a varios millardos de dólares.

No se puede dejar de nombrar, como una muestra de los poderes más efectivos que usa constantemente el Presidente, el empleo abusivo del espectro radioeléctrico para transmitir sus mensajes destinados a mantener y aumentar su poder con fines partidistas, que se expresa de diversas formas: el encadenamiento de radioemisoras y televisoras a las señales oficiales, con una frecuencia y una duración inusitadas; la obligación de las estaciones privadas de transmitir obligatoriamente mensajes oficiales administrativos, pero también partidistas, en forma gratuita; las amenazas constantes, algunas recién concretadas, de terminar la concesión de que disfrutan medios radioeléctricos privados; la acumulación de estaciones radiodifusoras y televisoras en poder del gobierno, como resultado de actos de compra-venta; la contratación de espacios en televisoras privadas y de servicio público, dadas la elevadas disponibilidades de que goza del gobierno, etc. Todo lo cual responde al declarado propósito del gobierno de implantar su hegemonía comunicacional.

Ahora bien, parece evidente que en condiciones como las que acabamos de enumerar, una reforma constitucional para aumentar los poderes presidenciales, aunque sólo fuera en su dimensión temporal, difícilmente podrá lograr un amplio consenso, pues un poder tan temible por la magnitud de los instrumentos de que dispone y por la falta de controles, tendrá (mientras que se mantenga la Constitución de 1999) un límite necesario por lo menos en el tiempo, cuando termine el segundo período presidencial.

No obstante todo lo anteriormente dicho, cuando se trata de justificar la “reelección presidencial ilimitada” que pretende el Presidente, se suelen esgrimir varios tipos de argumentos, que examinaremos a continuación y que, en lo substancial, pueden resumirse en que la reelección es indispensable para que haya democracia, y de ella va a depender la gobernabilidad democrática.

4.2 La “reelegibilidad ilimitada” del Presidente es necesaria para que haya una verdadera democracia

Uno de los argumentos más efectistas a favor de la “reelección indefinida” del Presidente, es la creencia de que ella responde a las exigencias de la verdadera democracia. Así, no faltan especialistas en Ciencia Política para quienes todas las limitaciones o prohibiciones a cualquier forma de reelección presidencial son antidemocráticas, pues “son infracciones a la verdadera democracia que exige que los votantes puedan votar por quienes ellos elijan”.[25] Se trata de un argumento que, en lo esencial, es el que han sostenido en Venezuela algunos partidarios del Presidente Chávez, que defienden el derecho del pueblo, como depositario de la soberanía, a votar cuantas veces quiera por su candidato favorito.[26] Pero los que así opinan no comprenden las distintas funciones que puede desempeñar el pueblo, pues mientras en unos casos — como cuando establece una Constitución— actúa como poder constituyente originario, titular de la soberanía, sin estar sometido a límites constitucionales previos, en otras ocasiones —como cuando vota para elegir a los gobernantes— lo hace como poder constituido, con las limitaciones o restricciones, perfectamente democráticas, que el mismo pueblo, en el ejercicio democrático de la soberanía, decidió imponerse cuando estableció una constitución.

El pueblo cuando vota para elegir un gobierno, no está ejerciendo un acto de soberanía. A este respecto, hay que recordar, con Rousseau, que el instituir un gobierno es una acto complejo que está compuesto, al menos, de otros dos: por un lado, en primer lugar, el pueblo actuando como soberano (y por tanto como poder constituyente originario) debe dictar una ley política fundamental (Constitución) en la que establece la forma y las condiciones en que se elegirá el gobierno. Por otra parte, en un acto posterior, ese pueblo —pero esta vez actuando como poder constituido (y no como soberano)— elige un gobierno, de acuerdo a la forma y en las condiciones que pauta la Constitución (Véase, J.-J. Rousseau, Contrato Social, Libro Tercero, Capítulo XVIII). Es evidente que el pueblo, actuando como soberano, puede establecer democráticamente límites o condiciones que él mismo tendrá que respetar cuando actuando como poder constituido vaya a elegir un gobierno. El pueblo puede, ciertamente, modificar los límites que ha establecido, siempre que actúe como poder constituyente originario, pero deberá sujetarse a tales límites cuando vote para elegir el gobierno.

Como poder constituyente originario o soberano, el pueblo puede elegir lo que mejor le parezca entre dos posibles extremos: reeligir al Presidente ilimitadamente o prohibir en forma absoluta cualquier reelección. Pero, como bien dice Nohlen, “no existe ningún parámetro político teórico, es decir, no relacionado con la contingencia, para determinar en forma comparativa el valor democrático de la reelección indefinida y por una sola vez frente al de no reelección del Ejecutivo”,[27] de manera que desde un punto de vista exclusivamente general y abstracto, se pueden alegar razones tanto en favor de un modelo como el mexicano, con prohibición absoluta de la reelección, como del modelo original americano, con posibilidad de reelegibilidad ilimitada del Presidente, así como también en favor de cualquier restricción en el número y la oportunidad de las reelecciones. Cuál de estas alternativas es la más conveniente, no puede ser decidido por ningún razonamiento general y abstracto, sino que dependerá de las circunstancias históricas y sociales, que deberán ser tenidas en cuentas en cada ocasión.

4.3 La prohibición de la reelegibilidad ilimitada del Presidente, entendida como falta de confianza en la sabiduría y prudencia del pueblo

Muy relacionado con el razonamiento que acabamos de examinar, está el argumento de que el aceptar las limitaciones o prohibiciones a la reelección presidencial, denota una falta de confianza en la sabiduría y prudencia del pueblo, pues de no ser así se le debería dejar votar cuantas veces quisiera por su candidato favorito. Pero, en realidad, la desconfianza no es tanto hacia el pueblo, sino, sobre todo, hacia el propio Presidente que está gobernando (cualquiera que fuere), pues se teme que pueda usar todo el poder de que dispone para perpetuarse en el poder, interviniendo en las elecciones mediante el uso de la coacción, el fraude o una mezcla de ambos, de modo que el resultado de los comicios ya no sea la expresión de la libre y auténtica voluntad popular. Afirmar que, en circunstancias semejantes, a través de tales seudo-elecciones se esté manifestando la sabiduría y prudencia del pueblo es una burla descarada.

4.4 El ejemplo de los regímenes políticos democráticos en los que supuestamente se permite la “reelección indefinida”

El propio Presidente Chávez, frente a quienes adversan su aspiración a una reelección sin límites, alegando que sería antidemocrático, ha argumentado que en países cuyo carácter democrático todos reconocen, como la Gran Bretaña, se permite la reelección ilimitada de sus jefes de gobierno. Pero, en realidad, el Presidente está confundiendo las normas constitucionales relativas a la formación del gobierno en los regímenes parlamentarios —que establecen que la responsabilidad en esta materia corresponde al partido que obtuvo la mayoría parlamentaria—, con el fenómeno sociológico de la posible personalización del poder (que no sólo se da en los regímenes presidencialistas sino también en los parlamentarios). De acuerdo a tal fenómeno, es frecuente en un régimen parlamentario que cuando los electores emiten su voto a favor del candidato de un partido al parlamento, lo hagan en atención a quién es el líder de ese partido, pues confían en él y saben que, en caso de que dicho partido obtenga la mayoría, él será nombrado Primer Ministro y tendrá la responsabilidad de nombrar y dirigir el gobierno. Pero desde el punto de vista estrictamente jurídico e institucional el elector al votar no elige, ni reelige al Primer Ministro, pues es el Parlamento el que lo hace.

En un sistema estrictamente parlamentario, junto al jefe del gobierno (Primer Ministro, Presidente del Gobierno o como quiera que se llame) existe un jefe de Estado hereditario (el rey, en una monarquía parlamentaria) o electivo (un Presidente) —aunque, en este último caso, frecuentemente sin participación directa de los ciudadanos—, pero cuyas funciones son predominantemente simbólicas y ceremoniales, como personificación de la unidad de la nación. En todo caso, no se puede comparar el jefe de Gobierno de un sistema parlamentario, nombrado por el Parlamento, que se encuentra permanentemente bajo el control de éste, que puede removerlo en el momento que lo desee, con el Presidente de un sistema plenamente presidencialista, que es simultáneamente jefe de Estado y jefe de gobierno, elegido por el pueblo (la mayoría de las veces directamente, pero también indirectamente, a través de un Colegio electoral elegido con ese fin, como ocurre en los Estados Unidos), que ejerce sus funciones durante un periodo fijo, sin depender del voto de confianza del legislativo.

Suponiendo que sean de buena fe, los ejemplos que suelen utilizar los partidarios venezolanos de la reelección ilimitada, demuestran ignorar conocimientos elementales de las instituciones constitucionales, por no tener en cuenta que los casos que citan en apoyo de sus aspiraciones son todos de regímenes parlamentarios o semi-presidencialistas, y no presidencialistas como es el caso de Venezuela. Hay que recordar, como ya hemos visto, que no existe ninguna constitución de América Latina que permita una reelección presidencial ilimitada (salvo el caso de Cuba, que además de no ser democrático, no es un presidencialismo típico). Es más, en todo el mundo sólo existe un país democrático, con un sistema de gobierno presidencialista, cuya Constitución permite la reelección ilimitada del Presidente, pero que difícilmente puede servir como modelo: nos referimos al caso de Chipre.[28] Salvo este caso atípico entre los sistemas presidencialista, únicamente se permite la reelección presidencial ilimitada en unos pocos países —como Francia— con formas de gobierno que se suelen calificar de semi-presidenciales (Duverger) o cuasi-parlamentarios (Lijphart), y que pueden ser considerados como una síntesis de ambos sistemas (presidencialista y parlamentario), o como si se alternaran sucesivamente fases presidenciales y parlamentarias.[29]

Si el Presidente Chávez quisiera disfrutar de las ventajas de la supuesta reelección ilimitada de la que, según él, disfrutan los líderes políticos de la Gran Bretaña, lo que tendría que hacer es impulsar un cambio constitucional para sustituir nuestro actual sistema presidencialista por uno parlamentario, en el entendido que ello supondría también que quedaría sujeto, en cualquier momento, a su posible remoción, de acuerdo a la libre decisión de la mayoría de los partidos del parlamento.

4.5 La reelección presidencial ilimitada es necesaria porque sin ella faltaría el instrumento necesario para hacer efectiva la responsabilidad política del presidente
Se trata de uno de los argumentos aparentemente más poderosos en favor de la reelección, ya desarrollado por Hamilton en El Federalista 72. Consiste en afirmar que con la eliminación de la reelección desaparecería el principal incentivo que tienen los presidentes democráticos para cumplir con sus obligaciones con respecto a los electores, pues se impide que se presenten a la reelección, de modo que los ciudadanos puedan premiar o castigar, mediante sus votos, su gestión presidencial, reeligiéndolos y confirmándolos en sus cargos o, por el contrario, privándoles de ellos, de acuerdo a como los hayan evaluado. De modo que a falta de reelección no se podría hacer efectiva la responsabilidad política de los presidentes, instrumento imprescindible en las modernas democracias, que no pueden conformarse con reducir las responsabilidades de los gobernantes meramente a las morales y jurídicas.

La principal limitación teórica de la argumentación de Hamilton, que se explica por el momento histórico en que vivió, es que la única clase de responsabilidad política que conoce es la de tipo individual y personal y no la responsabilidad institucional y colectiva propia de los partidos de masas, que no existían en sus tiempos. Sin desechar la responsabilidad individual y personal de quienes resultan electos, hoy en día puede resultar más importantes, segura y efectiva la responsabilidad institucional y colectiva del partido del Presidente, pues hace posible que los ciudadanos premien y castiguen con sus votos a los candidatos del partido del Jefe de Estado, de acuerdo al comportamiento de éste, aunque no pueda, porque le esté prohibido, o no quiera presentarse a una reelección. Naturalmente, que para que eso sea posible sería necesaria la existencia de partidos responsables, cuya falta es notoria en Venezuela.

Pero, no es el anterior razonamiento el argumento más fuerte contra el de Hamilton. Lo más importante es que, para que fuera posible hacer efectiva la responsabilidad individual de los Presidentes, a través de una eventual reelección, sería necesario que esas futuras elecciones fueran la expresión libre y genuina de la voluntad del electorado, evaluando el comportamiento de su Jefe de Estado sin coacciones ni fraudes. Pero, precisamente, nuestro temor es que tales condiciones son las que probablemente van a faltar en caso de reelecciones sucesivas en las que se permite al gobernante permanecer largo tiempo en el poder. De manera tal que, más bien, es el permitir la reelección ilimitada, lo que va a impedir al pueblo hacer efectiva la responsabilidad política del Presidente, pues éste puede usar la coacción y el fraude para mantenerse mientras quiera en el poder.

4.6 El prohibir la reelección presidencial puede estimular a los que son excluidos a buscar de atajos ilegales para conservar o conquistar el poder

Se ha argumentado, también, que el prohibir la reelección presidencial —que puede ser equivalente al ostracismo de la antigua Grecia— constituye una exclusión injusta, que puede llevar al afectado por tal medida (especialmente si se trata de un líder capaz y popular) a buscar nuevas vías de acceso al poder a través de atajos ilegales, ya que por los cauces legales le están cerrados. Pero aunque esto es, sin duda, posible, la psicología política más elemental nos indica como tanto o más probable, el que —en caso de permitirse la reelección ilimitada— sean los líderes de los otros partidos o, incluso, los líderes emergentes del propio partido del presidente, quienes intenten llegar al poder por vías ilícitas, al ver que el continuismo presidencial cierra sus posibilidades reales de acceder a él.

4.7 De la posibilidad de la reelección presidencial depende la estabilidad y la continuidad política y administrativa
Se suele argumentar, también, que la posibilidad de reelegir sin limitaciones a un Presidente es la forma de asegurar la continuidad de las políticas del Estado, pues una perpetua alternación en su jefatura no permite emprender ninguna política de largo alcance, pues se sabe será interrumpida con las próximas elecciones.

En realidad, es cierta la necesidad de que el Ejecutivo cuente con un periodo razonable para que pueda desarrollar una obra de gobierno y para que el electorado pueda juzgarla. Pero hay que balancear tal necesidad contra el peligro de que una prolongación de ese tiempo pueda llevar a una autocracia. Con respecto a lo primero, no existe una formula que permita establecer cuál es la duración necesaria para la realización de un programa de gobierno, que depende de muchos factores variables, entre los cuales están los propios objetivos que se ha propuesto el gobernante y las técnicas (de todo tipo) y recursos de los que va a disponer. En cuanto a lo segundo, para estimar cuál sería un tiempo razonable de gobierno, sin el peligro de que degenerara en una autocracia, hay que tener en cuenta tanto la posibilidad de reelección como la duración del periodo presidencial. Teniendo en cuenta los dos aspectos se pueden intentar formular reglas prudenciales. Así, si examinamos la experiencia venezolana, parecen igualmente condenables, dos extremos: reducir a dos años el periodo presidencial sin reelección (Guzmán Blanco) y ampliarlo a ocho años, con reelecciones sin límites (Juan Vicente Gómez). Sin llegar al extremo mínimo, nuestro insigne jurista Luís Sanojo, teniendo en cuenta la amarga experiencia venezolana, afirmaba a fines de siglo XIX que “para nosotros la prolongación del período presidencial a más de cuatro años […] es del todo punto inadmisible”. A lo cual añadía que se debía prohibir su reelección, pues:
El que tiene en sus manos las riendas del gobierno con ajentes [sic] propios en todos lo puntos del territorio, con facilidad puede hacer un mal uso del poder para perpetuarse en el mando con mengua de la opinión pública i exacerbando la ira que en sus contrarios produce naturalmente el vencimiento.[30]

La norma que prevaleció en el siglo XIX, fue la prohibición de la reelección sin intermisión, con periodos variables para ésta que, según las constituciones, oscilaba entre dos y cinco años. La penúltima Constitución del siglo XX (1961), establece un periodo presidencial de cinco años con un Intervalo para la reelección de dos periodos. La fórmula de la Constitución de 1999, de seis años, con una sola reelección inmediata, hace posible una permanencia seguida excesiva del Presidente en el poder, por un total de 12 años, que debería haberse reducido prudentemente, con un periodo presidencial de cuatro años, como lo establecen los Estados Unidos y los otros cuatro países latinoamericanos que permiten una sola reelección presidencial inmediata. Cualquier cambio constitucional en esta materia, debe ser precedido de una amplia discusión, en la que se puede llegar a una solución prudencial que goce de gran consenso. En todo caso, la posibilidad de la reelección ilimitada, debe ser, en nuestra opinión, totalmente rechazada.

La creencia de que, a falta de reelección presidencial, no se consigue continuidad en las políticas del Estado, se debe a los hábitos personalistas fuertemente arraigados entre nosotros desde el siglo XIX, según los cuales el programa político tiene que ser la creación y debe depender de una sola persona (el líder o el caudillo), y no los conciben como un programa de un partido, en el que esta organización asegura, en lo esencial, la continuidad por medio de los distintos militantes del partido que se pueden suceder en la presidencial.

En cuanto a la creencia de que también la continuidad administrativa se vería afectada por la alternación presidencial, sólo sería cierta en la medida que los puestos en la administración pública sean el botín del partido del candidato presidencial ganador, pero no debería ser así si funciona una administración pública moderna, con funcionarios públicos profesionales y de carrera, que se rige por el derecho administrativo, como ha ocurrido en los países europeos que, pese a constantes cambios de gobierno, han mantenido una continuidad de las funciones básicas del Estado gracias a una administración pública profesional, capaz de asegurar la permanencia de los servicios públicos, unido a la garantía de un Poder Judicial igualmente profesionalizado, independiente e imparcial.

4.8 El prohibir la reelección presidencial no es racional porque impide que el pueblo continúe aprovechando la experiencia y el talento de quien ya ha demostrado que gobierna bien

Se trata de un argumento muy antiguo, ya formulado por Simón Rodríguez en momentos en que muchas constituciones latinoamericana, entre ellas la nuestra, sólo permitían reelegir una vez seguida al Presidente:

Apenas comienza un hombre a conocer los negocios públicos, cuando lo despiden constitucionalmente, o por conviene, de modo de que se apodere del mando. Esta preocupación ha sido el considerando de una Ley (común a todas nuestras Repúblicas) que prohíbe la reelección por segunda vez. ¿No indica semejante Ley, más bien manejo que celo? Parece que los legisladores tuvieran presente la etiqueta de los bailecitos del país (estos bailecitos son, con cortas diferencias, los mismos e todas las secciones de la América española) parece que, deseando divertirse como otro cualquiera dijeron «Basta con dos veces… que él nomás no es gente» Pero podrían haberse acordado también que, cuando en los mismos bailecitos, lo hace bien el que baila, los espectadores gritan… ¡Otra! ¡Otra! ¡Otra! Y a veces gritan hasta que el bailador se cansa, y piden barato para que se repita.[31] El razonamiento de Rodríguez seria correcto si partiéramos de la premisa ingenua que los espectadores son sinceros, cuando piden la repetición del baile de quien ha gobernado bien; pero la prohibición de la reelección se justifica si pensamos que de lo que se trata es impedir que el Presidente, con sus grandes poderes, pueda forzar o distorsionar a su favor los resultados de las elecciones, de modo que sea su voluntad y no la de los espectadores, la que exige la repetición del baile.

5. Conclusiones

Podemos concluir que la razón esencial que nos lleva a rechazar un cambio en la Constitución, que pueda autorizar una reelección ilimitada del Presidente, es el peligro, contra el que nos advierte tanto la experiencia latinoamericana como la venezolana, de que el Jefe de Estado use los poderes que tiene en sus manos, para reelegirse las veces que quiera, mediante el uso ilegítimo de dichos poderes. A este respecto, no conocemos ningún caso de continuismo en Venezuela ni en América Latina que haya sido el resultado de elecciones honestas, pues todos han sido el producto de la coacción y/o el fraude. Es evidente que cuanto más se acumulen los poderes en el Presidente y cuanto mayor sea la ausencia de controles, los riesgos son también mayores.

Ante la tendencia que se observa en varios países de Latinoamérica del liberalizar las normas sobre reelección presidencial, argumentando que la situación ha cambiado, no sólo porque nuestra cultura política ha mejorado, sino porque se han desarrollado mecanismo de control internacional que no permiten la coacción o el fraude, debemos decir que esto es solamente una parte del problema. Ciertamente que en la mayoría de los casos ya no se dan, en nuestro países, actos de fuerza abiertos y descarados, irrumpiendo violentamente en los locales en que se vota para obligar a la gente a hacerlo por determinados candidatos o para arrebatar las urnas y alterar su contenido. Pero, las modalidades de corrupción y fraude son más sofisticadas, y las formas de coacción e intimidación de la población adquieren formas más sutiles y aparentemente no violentas, especialmente en un país como Venezuela en el que —como hemos visto— el Presidente dispone de tantos poderes, sin limitaciones o controles efectivos para su uso. En todo caso, para que pudiera autorizarse una reelegibilidad presidencial ilimitada, sin los peligros que ahora existen en Venezuela, deberían producirse antes cambios políticos e institucionales sustanciales que garanticen que el poder del Presidente no pueda ser utilizado sin controles para perpetuarse en el gobierno y para destruir a las organizaciones de oposición.

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* Este documento ha sido aprobado por la Comisión para el Estudio del Cambio Constitucional basándose en una ponencia presentada por el Profesor Juan Carlos Rey.

[1] Véase, Max Farrand, (ed.), The Records of the Federal Convention of 1787. Revised Edition in Four Volume. Vol. I. New Haven: Yale University Press, 1966, p. 65.

[2] Ibíd., II, p. 29.

[3] Ibíd., I, p. 66.

[4] Ibíd., I, p. 83.

[5] Véase, Herbert J. Storing, The Complete Anti-Federalist. Chicago: University of Chicago Press, 1981, [Vol.] 2. [ensayo] 4. [parágrafo] 86.

[6] Farrand, I, p. 66.

[7] Thomas Jefferson, Autobiografía y otros escritos. Estudio preliminar y edición de A. Koch y W. Peden. Trad. de A. Escotado y M, Sáenz de Heredia. Madrid: Tecnos, 1987, pp. 459-460.

[8] Ibíd., pp. 472-473.

[9] Storing, The Complete Anti-Federalist, 2.6.31 y 5.11.6.

[10] Storing, Ob. cit., 5.10.4.

[11] Storing, Ob. cit., 2.8.178.

[12] Tal es la opinión de Clinton Rossiter, en The American Presidency (Batimore: The Johns Hopkins University Press, 1987, p. 215), considerada por muchos como la mejor obra general que se ha escrito sobre la presidencia norteamericana.

[13] Rossiter, Ob. cit., pp. 216-217.

[14] La idea de “gobierno alternativo” —que puede juzgarse antibolivariana, en la medida que se considere que va dirigida contra el “gobierno vitalicio”, defendido por el Libertador en su Constitución boliviana— fue, en realidad, una vuelta a las ideas que Bolívar había defendido en Angostura, contra los peligros de que el gobernante permaneciera largo tiempo en el poder.

[15] Según Arcaya: “El General Gómez ha sido reelecto varias veces a contentamiento general del pueblo. Hase argüido que esto va contra «el dogma de la alternabilidad». Pero no por respetar un falso «dogma» exótico va a sacrificar un pueblo su tranquilidad y su bienestar […]”. Pedro Manuel Arcaya, Venezuela y su actual régimen (Washington, 1935), pp. 125-126.

[16] En el Tratado General de Paz y Amistad, firmado por los Gobiernos Centroamericanos en Washington el 7 de febrero de 1927, las partes contratantes se obligaban a mantener en sus respectivas Constituciones el principio de no-reelección del Presidente y del Vice-presidente en forma absoluta; y aquellos países cuyas Constituciones autorizaban tal reelección se comprometían a introducir una reforma constitucional eliminando tal autorización en la primera sesión legislativa después de ratificado el Tratado. (Véase, Juan Linz, “Presidential or Parlamentary Democracy”, en J Linz and Arturo Valenzuela (ed), The Failure of Presidencial Democracy. Comparative Perspectives. Vol.1. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, p. 16).

[17] Se trata de una reacción extrema contra Porfirio Díaz, que gobernó durante 27 años seguidos y que pretendió haber sido reelegido siete veces. Elegido por primera vez Presidente en 1877, propició una reforma constitucional en la que se prohibía la reelección inmediata; pero una vez vuelto a la presidencia (1884), impulsó en 1887 otra reforma constitucional en la que nuevamente se permitía su reelección inmediata, pero por una sola vez. Una nueva reforma en 1890 la va a permitir la reelección en forma indefinida. La consigna “Sufragio efectivo, no reelección”, esgrimida por Francisco I. Madero, al iniciar la rebelión antiporfirista en 1910, va a dar lugar, con el triunfo de la Revolución, a la prohibición absoluta de reelección presidencial, incorporada a la Constitución de 1917 y mantenida hasta el día de hoy.

[18] Exagerados periodos presidenciales de ochos años de duración (como los que había en las constituciones gomecistas en Venezuela, o en la de Pinochet en Chile) eran los que había propuesto originalmente el Presidente Chávez, en su proyecto constitucional inicial.

[19] Nos referimos a la decisión de la Sala Constitucional de Tribunal Supremo, del 16 mayo de 2001 en la cual, resolviendo una solicitud de interpretación, se concluye que Hugo Chávez, que en realidad había tomado posesión de su cargo de Presidente, por primera vez, el 2 de febrero de 1999, debía finalizar su periodo el 10 de enero de 2007.

[20] Informe oficial que acompaña al Proyecto de Reforma de la Constitución, elaborado por el gobierno (Caracas: Imprenta del Teatro de la legislación, 1867). Citado por Ernesto Wolf, Tratado de Derecho Constitucional Venezolano, Tomo I, (Caracas: Tipografía América, 1945), p. 206. Véase, sobre esta materia su Cap. XI (“Las Elecciones”).

[21] Pedro M. Arcaya, Estudios de Sociología Venezolana. Caracas: Editorial Cecilio Acosta, 1941,
p. 152.

[22] El ensayo 72 de El Federalista, constituye un resumen magistral de los argumentos a favor de la reelección ilimitada, del que es autor Hamilton (véase, [Alexander] Hamilton, [James] Madison y [John] Jay, El federalista. Trad. de Gustavo R. Velasco. México: Fondo de Cultura Económica, 1943, pp. 307-311). Pero, aunque disponemos de una recopilación exhaustiva de los escritos en contra (véase, Herbert J. Storing, The Complete Anti-Federalist. 7 vols. Chicago: University of Chicago Press, 1981), no contamos con un resumen que le sea comparable.

[23] Véase, por ejemplo, Rossiter, Ob. cit., pp. 215-222.

[24] Utilizamos la expresión “al menos” porque estamos teniendo en cuenta solamente la dimensión temporal del poder presidencial, a reserva de que conozcamos los demás cambios que se van a incluir en la reforma constitucional, y que el Presidente y la Comisión que ha nombrado con tal fin, han mantenido en secreto, hasta ahora. Tal secreto sirve para alimentar la sospecha de que se pretende incluir otros cambios tendentes a aumentar los poderes institucionales del Presidente y a eliminar algunos de los muy debilitados controles o limitaciones que aun existen sobre el mismo.

[25] La opinión transcrita es sustentada, entre otros, por el politólogo norteamericano Harry Kantor, “Efforts Made by Various Latin American Countries to Limit the Power of the President”, en: Thomas V. DiBacco (ed.) Presidential Power in Latin American Politics (New York: Praeger, 1977), pp. 23-24.

[26] Véanse, en este mismo sentido, los argumentos de Pedro Carreño y de Francisco Ameliach, a los que aludimos en la nota 1 de nuestro documento anterior.

[27] Dieter Nohlen et alii, Tratado de derecho electoral comparado de América Latina. México: Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 143.

[28] Los conocidos conflictos históricos étnico-políticos de la isla, los agudos problemas políticos a que han dado lugar, muchos aun sin resolverse, y las consiguiente peculiaridades de su Constitución hacen que ésta sea atípica para una democracia.

[29] Incluso en el caso de Rusia —que además de alejarse en la práctica de la democracia no es un presidencialismo puro— el Presidente, que tiene una duración de apenas cuatro años, sólo puede ser reelegido una vez y en forma inmediata. Para una discusión de los sistemas llamados semi-presidenciales o cuasi-parlamentarios, véase Matthew Soberg Shugart & John M. Carey, Presidents and Assemblies. Constitutional Design and Electoral Dynamics. Cambridge University Press, 1992, pp. 23-24, 53-57, 118-125, 158-164 y 282-283; y Juan J. Linz, “Presidential or Parlamentary Democracy: Does It Make a Difference?”, en J. J. Linz & A. Valenzuela, The Failure of Presidential Democracy. Comparative Perspectives. Vol I,. Baltimore: The Johns Hopkins University, 48-56 y110-112.

[30] Luís Sanojo, Estudios sobre el Derecho Político. Caracas: Imprenta de Espinal e Hijos, 1877,
p. 233.

[31] Simón Rodríguez, “Sociedades Americanas” [1828]. Obra Completa. Tomo I. Reedición facsimilar. Caracas: Presidencia de la Republica, 2001, p. 274.

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