Opinión Nacional

Bajo el fantasma del fraude

Si el Consejo Nacional Electoral hubiese atendido la petición del Comando Simón Bolívar en el sentido de realizar una auditoría seria del proceso electoral del pasado 14 de abril, habría ayudado a despejar muchas dudas sobre la autenticidad de los resultados. Pero, lamentablemente, no fue así. Más bien, la presidente del organismo comicial, Tibisay Lucena, no solamente negó tal solicitud, sino que trató, en una maquillada cadena nacional, de descalificar los argumentos esgrimidos por la oposición.

Esto, claro está, en nada contribuye a bajar los ánimos y mucho menos ayuda a dar estabilidad a un gobierno desdibujado en revolución que recién se estrena y que, por ende, la necesita para poner a marchar el país que se encuentra paralizado desde hace más de cuatro meses. Los problemas económicos y sociales son una suerte de bomba de tiempo represada.

El principal interesado en despejar la situación debería ser el propio Maduro, que precisa de reconocimiento para legitimar su mandato. Pero vivimos en un país patas arriba, en un mundo al revés, en un mundo perdido de groseras desviaciones autoritarias, donde el sentido común desapareció hace tiempo, y lo que luce lógico y sensato no existe, porque sólo se aplica la ley del más fuerte, la ley de las armas y la persecución de la disidencia para tratar de aniquilarla.

Parafraseando a Eduardo Galeano (tan citado por el finado comandante supremo), en la Venezuela de hoy, «el plomo aprende a flotar y el corcho a hundirse; las víboras aprenden a volar y las nubes aprenden a arrastrase por los caminos». Así estamos, cuando se quiere imponer a sangre y fuego un liderazgo debilitado, de capa caída, sin carisma, sin ángel.

El grave problema que tienen los «amos» del poder es que, aun cuando inician una arremetida violenta contra la gente y una cacería de brujas, un ajuste de cuentas contra miles de funcionarios públicos por el solo delito de no haber votado por Maduro, como si fuese una obligación póstuma, ahora existe una alternativa democrática fortalecida, sólida, encabezada por Henrique Capriles, que ha puesto en entredicho la fortaleza y efectividad de la envalentonada cúpula del chavismo sin Chávez.

En el campo democrático Capriles se consolidó como el líder sin discusión, mientras que del lado de los saldos y retazos de la revolución bolivariana un piano desafinado es tocado a varias manos (Maduro, Cabello, Ramírez y algunos otros) dirigidos a distancia por la batuta autoritaria de los hermanos Castro.

Ahora bien, ante este cuadro de fragilidad legal no es suficiente el apoyo de la Fuerza Armada y de los cuerpos de seguridad para sacralizar el régimen. La impugnación de las elecciones por parte de Capriles, aun cuando sea rechazada por el sumiso y obsecuente Tribunal Supremo de Justicia ­convertido en brazo judicial del Partido Socialista Unido de Venezuela­, arroja una sombra de fraude muy difícil de borrar.

Apelar al terrorismo de Estado al más puro estilo fascista más bien acrecentará el malestar y el descontento popular y social y en nada contribuirá para ahuyentar los demonios de la crispación. En los sectores opositores y dentro del propio chavismo (muchos de quienes no apoyaron a Maduro, sino que respaldaron a Capriles o se abstuvieron) existe la convicción de que Maduro no tiene las condiciones para suceder a Chávez. Entonces, jugar al chantaje y a sembrar el miedo para ganar tiempo no parece la mejor carta.

Vistas las cosas así, Capriles, al plantear una cruzada civil y pacífica para desvelar el fraude, pone contra las cuerdas al Gobierno. La convicción de que se robaron las elecciones flotará en el ambiente como un cadáver insepulto. Así ¿quién puede dormir tranquilo?…

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