Opinión Nacional

Déjà vu

Sea interesadamente, o porque en verdad así lo cree, el Gobierno declara que esta jornada de protestas y violencia que hemos vivido en las últimas semanas, no es más que un déjà vu de lo ocurrido en 2002 y 2003.

Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte escribió aquello de que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa (o comedia). Ese sería el caso, farsa o comedia, si alguien abriga entre pecho y espalda un “vamos a salir de esto”, como no pocos han denunciado, que pudiera ser el motivo de las manifestaciones recientes. Batallas campales que no van más allá de Altamira, las fulanas guarimbas, en zonas del Este de la Capital, dan como risa, si no fuera por las dolorosas pérdidas de vidas, violación de derechos humanos y privaciones de libertad sin que se haya demostrado delito.

Son muchas las diferencias para suponer que se está en presencia de una repetición de la historia. No sólo las condiciones sociales y económicas son distintas (aunque en febrero de 2002 se devaluó la moneda y se recortó el gasto fiscal), sino que especialmente las políticas y las actividades socioculturales han cambiado significativamente.

En esos años de desestabilización la dirigencia política brillaba por su ausencia. La conducción la ejercían unos líderes de minúsculos movimientos sociales, con poca o ninguna experiencia política, más unos líderes gremiales que representaban la antipolítica que reinaba por esos años, y no verdaderos conductores de masas, estrategas, líderes o estadistas. Se trató de una verdadera escaramuza de radicales que pensaban que con pura voluntad y, lo más importante, si ellos se negaban a formar parte de las instituciones o se abstenían de participar en ellas, el país (o el Gobierno) moriría de inanición, dejaba de funcionar sencillamente y entonces el Gobierno se vería obligado a irse.

En el presente no sólo hay una mejor conducción política, sino lo más importante de todo, es mayor la conciencia que (aunque no se diga todas las veces que hace falta) es imposible prescindir del otro para que el país tenga futuro. Unos aprendieron que medio país no se puede mudar para Miami y el otro entendió que los intereses de las mayorías populares son también los intereses de ellos.

Pero lo que políticamente puede que se haya entendido, económicamente no parece haberlo sido. El Gobierno parece esperar una suerte de milagro en el mercado petrolero internacional para que se estabilicen las cuentas y se incremente su popularidad, tal y como le ocurrió al Gobierno de entonces a partir de 2004. Porque, hay que recordarlo, el atornillamiento de la segunda mitad y posterior segundo mandato del presidente Chávez, fue cortesía, no totalmente pero sí en una buena proporción, del boom petrolero que duró hasta 2008.

Esperar un incremento de los precios del petróleo dos o tres veces al valor actual del barril, es algo así como creer en fantasmas o en la inmortalidad del canguro. Si algo aguarda al escenario petrolero internacional es que continúe cierta estabilización o, cuando no, algún debilitamiento, dado que lleva años estacionado en los 100 dólares por barril. De allí que no se entiende por qué se sigue insistiendo en una política cambiaria y económica cuya mejor o única apuesta es un salto en los precios del crudo.

No importa qué tantas veces nos digan que el ingreso de divisas alcanza, todos los signos son que no es así. Las autoridades económicas han decidido enfrentar el desequilibrio cambiario no por el lado del precio, sino por las cantidades. Tal forma de enfrentar el problema puede que genere la ilusión de resolver la dificultad en lo inmediato y, lo más importante, esquivar el costo político que toda devaluación profunda tiene en Venezuela. Pero restringir la oferta, además de generar unos problemas de arbitraje tremendos, que terminan en espectaculares dinámicas de corrupción, no sólo no resuelve nada, sino que además afecta las expectativas de los únicos que pueden sacar al país de este atolladero, a saber, los productores.

El torniquete a las divisas lo que hace es taponear a los productores, situarlos bajo la regla de lo mínimo e inhibir su posibilidad de inversión, creatividad y emprendimiento. Ajustar por el lado de los precios, devaluar sencillamente, tiene la desventaja del shock de inflación (que igual ocurre bajo el actual esquema, sólo que de manera más agónica), impacto que siempre puede atenuarse desde la introducción de subsidios focalizados (lo que este gobierno ha demonizado sin razón), pero goza de la virtud de que las asignaciones del recurso más importante para producir en esta economía petrolera (las divisas) se hará, no sólo de manera más eficiente, sino que además tendrá lugar en un contexto de certidumbre donde invertir y emprender ya no es un asunto reservado a los locos, a los que gocen de ventajas sectoriales especiales (petróleo) o a los amigotes del Gobierno.

Si de ninguna manera el precio del petróleo va a traspasar los 200 dólares por barril, entonces su estabilidad futura va a depender no del “carro petrolero”, sino de su posibilidad de atenuar los conflictos, reducir y posponer las demandas de los distintos sectores sociales y para ello no necesita más confrontación, sino diálogo y entendimiento con el resto de los factores de la sociedad.

El discurso guapetón, la repetición hasta el hastío de las formas de gobernar del presidente anterior, la copia incesante de sus formas, pero también de sus contenidos, es el verdadero déjà vu en el que estamos metidos. Cómica o farsa que, por cierto, no la propicia la oposición, sino el propio Gobierno con esta pésima política económica.

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