Opinión Nacional

¿Dónde están los Rómulos?

“Arréglese al Estado como se conduce a la familia, con autoridad, competencia y buen ejemplo” Confucio

Uribe y Chávez, por lo que se dice y se ha podido confirmar, estuvieron hace unos días a punto de irse a las manos por un “quítame estas pajas”. “¡Sea un varón!” –le espetó, procaz, el primero, a lo que el segundo, sin recato alguno e igualándole en la felonía, respondió: “¡vete al carajo!”. Luego Chávez llega a México y, sin ningún respeto por el más elemental protocolo –y bastante desafinado, por cierto- se pone a blasfemar a voz en cuello unas rancheras en pleno aeropuerto. Antes de eso, en cadena nacional, nuestro Presidente ya había mandado a “lavarse el paltó” –como si nadie supiese a qué se refiere- a quienes le cuestionasen la Ley Orgánica del Consejo Federal de Gobierno y, yendo un poco más atrás, no han sido pocas las veces en las que ha mandado a los opositores a “meterse” las críticas o cuestionamientos hechos con respecto a sus desafueros “por el bolsillo”. Me imagino que el de atrás del pantalón. A Marisabel, su ex esposa, la “amenazó” Chávez también hace unos años con que aquella noche del lance le iba a “dar lo suyo” y, un poco más acá, también contó en uno de sus maratónicos programas dominicales –gastando en el chiste nuestro dinero, además- cómo sobrevivió a un trance en el que se estaba haciendo pupú. Al menos en estas oportunidades no fue a la oposición a la que llamó “compotas de pupú” –eso lo hizo después- ni reafirmó nuestro presidente que, como supuestamente también lo hace Evo Morales y expresó en su momento, consume hojas de coca para mantenerse “fuerte”.

Debería inspirar respeto

A lo que voy con todo esto es a que, contrastando las conductas de nuestro presidente con las de otros personajes que trasegaron por las mismas lides presidenciales en la historia patria, me doy cuenta de que mucha, muchísima, de la compostura y bonhomía que se requiere en un primer mandatario, sobre todo en tiempos como los que nos acosan, se ha perdido. Y esto es grave. Por muchas razones. La primera es que cuando el primer mandatario de una nación, en nuestro caso el Presidente habla, se expresa o se conduce adentro o fuera del país –salvedad hecha, por supuesto, de lo que atañe a su vida privada- no es un ser humano “de a pie” al que le estén permitidas bravatas incontroladas ni excesos verbales. El Presidente, más allá de cualquier otra cosa, es el representante de todos nosotros, sin distinciones, ante el mundo entero. Se supone que al ceñirse la banda presidencial asume el compromiso de ser nuestra voz y nuestra imagen ante el mundo y de representar a la nación –que no a sus propias pretensiones de protagonismo personal- con dignidad y decoro. ¿Para qué? Para inspirar respeto –que no para llamar la atención- y no a través del miedo, sino a través del reconocimiento de sus cualidades que, se supone, son las de la Venezuela que gobierna. Una cosa es ser un populista descarado y pretender mostrarse en verbo y actos como “cercano” a las masas –y cuando es actuada siempre luce falsa la charada- y otra, muy diferente, es no entender que ni siquiera en ese rol demagógico se le permite a un Presidente hacer quedar mal, o en manifiesto ridículo, a su pueblo. De un Presidente de una nación se esperan muchas cosas, algunas de ellas profundas y complicadas –como que respete los valores democráticos, la voluntad popular y los derechos humanos, o que no desee eternizarse en el poder a costa de lo que sea- pero otras también se le reclaman, quizás éstas más superficiales o formales, pero también importantes: Que sirva en su conducta y desempeños de ejemplo a todos los demás ciudadanos.

Ni tan “papá de los helados”

Un Presidente, y en general cualquier líder de cierta relevancia, más allá de un ser humano como cualquier otro es, en el ejercicio de su cargo, un referente de valores que representa además un paradigma conductual que normalmente condiciona las formas de comportamiento de sus subordinados y de la ciudadanía en general. Todos esos símbolos del poder –los cargos de altisonantes nomenclaturas, las designaciones formales, las insignias, las bandas, los bastones, las prendas y medallas, etcétera- sirven sólo a destacar que el que los ostenta es alguien digno del liderazgo que se le ha conferido y que, en consecuencia, es un ejemplo a seguir. Y eso no todos lo entienden. Chávez –se prenda muy fácilmente de ellos, quizás por su formación militar- utiliza estos símbolos a conveniencia, para mostrarse como el “papá de los helados” como se dice coloquialmente, pero a la hora de comportarse como sería propio en tal refrigerado progenitor –y de asumir las consecuencias y cargas que de ello derivan- falla. Su muy poco socialista individualismo le impide ponderar que cuando habla en público no lo hace por él, sino por todos nosotros. Uribe –me adelanto a las observaciones de los oficialistas- tampoco merece mucha consideración, como no la merecía el Rey de España con su “por qué no te callas?” en su momento. Tampoco ellos guardaron las composturas que se necesitan para pensar en clave de país. Pero tan malo es eso como haber tenido presidentes que subidos de palos insultan y amenazan a periodistas –cuando no exhiben al mundo su “segundo frente” con la frente en alto- como tener a uno o tener a éste que ahora, para jugar a ser “polémico” –como si no fuese un Presidente sino una estrella de rock que vive de la atención que se le preste- se solaza en encarnar y mostrar al planeta nuestros rasgos más negativos. Y sólo porque ello le garantiza cierto nivel de atención mediática que, se ve claro, es para él tan necesaria como el agua que se bebe.

Gallegos y Betancourt

Quiero presidentes cercanos y sensibles a las necesidades de su pueblo. Quiero políticos que hablen el lenguaje de la ciudadanía y que no teman ser dicharacheros y socarrones cuando toque o arremangarse las camisas para estar codo a codo con la gente cuando ello sea menester; pero también los quiero de la altura académica, moral, humanista e intelectual de aquél Rómulo (el Gallegos) que dio al mundo obras como “Doña Bárbara” y formó a una juventud ilusionada y demócrata, o de la perspicacia y visión del otro Rómulo (el Betancourt) que, aunque con sus altas y bajas e incurriendo ciertamente en excesos, supo plantar pie con gracia y dignidad en los mohosos terrenos de las adversidades históricas que le tocó vivir. Ese mismo que, cuando tuvo que elegir entre retirarse o quedarse, incluso porque así se lo demandaba el pueblo, optó por lo segundo para preservar los valores por los que luchó toda la vida. ¿Será que reaparecerán algunos “Rómulos” en la escena nacional que nos ayuden a comprender que a la Patria hay que salvarla de la barbarie desafinada de aquellos que se creen “ejemplo a seguir” pese a que piensan y se conducen como si el insulto, la estulticia, la pugnacidad y la procacidad fueran “virtudes” republicanas?.

 

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