Opinión Nacional

Emilio Arévalo Quijote (I)

 

primero que el valor faltó la vida

en los cansados brazos que, muriendo,

con ser vencidos, llevan la victoria.

Cervantes, Don Quijote, capítulo XL

 

Los libros

                            Aquel señor enjuto, de riguroso liquiliqui, enunciaba en su mirada algo vapuleada el rigor de los años ya desalojados. Yo era un chicuelo con algo más de un lustro vital pisoteado en este valle lacrimoso y lograba escrutar su magra silueta por los alrededores de la esquina de Alayón, en mi rumbo diario hacia el colegio del padre Chacín, en mi Valle de La Pascua natal. “Ese es el general Arévalo Cedeño”, cacareaba alguno de los zagales compañeros míos, pavoneándose por el hecho de saber y conocer, privilegio de los mayorcitos. Luego, a lo largo de algún día rebosado de pizarrones y partidas de metras, irrumpió la noticia: “Murió el general Arévalo Cedeño”.

Años después, las reláficas nostálgicas de quienes apacentaron su tercera edad en los mil novecientos sesenta y setenta, más la cauda de lecturas tamizando el ciclo de la hegemonía andina —“Gómez, el amo del poder”, de Domingo Alberto Rangel; “Oficio de difuntos”, de Arturo Úslar Pietri; “Confesiones imaginarias de Juan Vicente Gómez”, de Ramón J. Velásquez, entre otras— me forjó una cierta impresión de ese guariqueño paisano mío quien, imbuido de una terquedad quijotesca, se alzó repetidamente contra uno de los regímenes más férreos de nuestra historia.

No sería hasta mediados de los ochenta que pude abrevar directamente su propio testimonio. Los libreros informales alineados debajo del puente en la intersección de las avenidas Fuerzas Armadas y Urdaneta me depararon el acceso a los raciocinios de Emilio Arévalo Cedeño (EAC). Publicaciones Selevén, brazo editorial de 1BC y, por ende de RCTV, había  relanzado “El libro de mis luchas”, la autobiografía arevalera, bajo el más llamativo título de “Viva Arévalo Cedeño!” (sic).

La necesidad de notificar su verdad, así produjera escándalo, lo había llevado a dejar de lado la carabina y enarbolar la pluma para contar y explicar. Como el mismo Cervantes al instalar en boca de Don Quijote aquel inefable discurso de las armas y las letras,  edificando así una dialéctica del pensar y la acción, de la palabra como pólvora, de la verba como artillería. En la prolongada ristra de caudillos de nuestra historia, hombres de presa y milicianos de la rapacidad  casi todos ellos, la exposición de ideas, la relación pormenorizada de hechos y la fundamentación de procederes resultaban algo inaudito, más aun si lo hacían con ánimo y honra de demócratas y no como mero justificativo de ambiciones pedestres.

Una de las herramientas más precisas para dilucidar la verdadera esencia democrática o atrabiliaria del testimonio de un aspirante a héroe esclarecido es su lenguaje. Mientras más rebuscado y ofuscado, o, paralelamente, mientras más chabacano y vulgar —los extremos se juntan, válgame Dios— sea el verbo, el susodicho que lo ladra propenderá a ser más autoritario y dictatorial. En su “Libro de mis luchas”, Emilio Arévalo Cedeño reconoce no contar con el arte de un escritor nato, pero nos habla con un castellano escueto y eficiente, recalcando a cada instante su índole de demócrata irreductible.

El libro

                            EAC nos revela haber nacido en Valle de La Pascua, Guárico, el 2 diciembre 1882. Su padre, el general Pedro Arévalo Oropeza, combatió en la Federación bajo el influjo de sus ideas liberales y, a posteriori, decepcionándose de la corrupción imperante, decidió apartarse de la vida pública. Su madre, Dionisia Cedeño de Arévalo, descendiente de indígenas y bisnieta del prócer Manuel Cedeño, le inculcó al pequeño Emilio la bravura y el amor a la tierra propio de losTamanacos.

                            Altagracia de Orituco lo vio discurrir sus primeras letras, en el colegio Roscio, demostrando buena disposición. Ya a punto de obtener el bachillerato en Filosofía, el plantel fue clausurado. Arévalo Cedeño, no obstante, encaminó parte de su energía hacia la pasión autodidacta, aprendiendo por su cuenta inglés y francés. “Al abandonar el Colegio, o el Colegio abandonarme a mí, me consagré al trabajo”, revela. El llano aguardaba por él.

                            Comerciante ambulante de bestias, tipógrafo y editor del periodiquito “El Titán” en Altagracia, bodeguero, cronista del semanario “Helios” en Río Chico, tratante en ganado y cueros. Actividades de sustento que lo llevaron a recorrer vastas porciones de geografía venezolana y a relacionarse con innúmeras personas. A finales de 1908 se encuentra en Caracas y presencia de primera mano los episodios conducentes a la caída de Cipriano Castro y el ascenso al poder de su futuro némesis, Juan Vicente Gómez. EAC siente el despertar de su anhelo libertario.

                            1909 lo consigue de telegrafista en Libertad de Orituco. En 1910 pasa a ser jefe de estación en la oficina de Caicara de Maturín. Allí se casa, enviudando a los nueve meses. Nuevamente se dedica al comercio de ganado en los llanos monaguenses, guariqueños y apureños.

                            Precisamente en una de sus travesías apureñas, en 1913, reencuentra a su prima Pepita Zamora Arévalo. El afecto de la niñez se tornó en amores y sonaron las campanas nupciales. No tardaría en sobrevenirles una larga separación.                          
                            ¿Cómo llegó Emilio Arévalo Cedeño a oponerse de manera tan drástica a la incipiente tiranía gomecista? El episodio desencadenante aconteció en ese mismo año decimotercero del siglo veinte. Transcurrido un lustro en el poder, el hombre de La Mulera había forjado un verdadero monopolio, no solo político, sino económico. El Estado era él. Y como en la existencia de Venezuela, desde la colonia y pasada la independencia, todo, absolutamente todo, siempre ha pertenecido al Estado, entonces todo, absolutamente todo, era propiedad de Gómez. Antes se le llamaba mercantilismo. Luego se le ha denominado estatismo. Por ahí hay quienes lo mientan comunismo del siglo 21. Todo es del Estado. Y el Estado es el Jefe, el Benemérito, el Amado Líder. La historia vuelve a repetirse, como decía el viejo tango. Las autocracias te quitan lo tuyo. Tus propiedades. Tu dignidad. A menos que te arrodilles. Todas las dictaduras se parecen. He aquí lo que le arribó a Emilio Arévalo Cedeño.

                            Ese mismo año 13 de marras condujo una manada de trescientos potros hasta Apure. EAC ambicionaba venderlos a buen precio, aun cuando ya el monopolio gomero se extendía como un pulpo séptico por doquier. En San Juan de Payara contactó a sus habituales compradores. Medrosos, los clientes confesaron su imposibilidad de adquirir las bestias. La orden era tajante: únicamente el representante de Gómez podía comprar los caballos, cancelándolos a su exclusiva conveniencia. Desobedecer esta arbitrariedad se pagaba con cárcel y hasta con la vida.

                            EAC se llegó hasta el hato La Candelaria. Negoció a precio vil con el general Eulogio Moros, procónsul gomero en Apure, la venta de sus potros. Arévalo Cedeño se prometió a sí mismo cobrar la afrenta que lo llevaba a la ruina. Simultáneamente, Gómez se hacía reelegir  democráticamente por siete años más, gracias a un congreso genuflexo que lo habilitaba y lo rehabilitaba a tal fin.

                            Emilio Arévalo Cedeño decidió no soportar impunemente tanta desvergüenza.

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