Opinión Nacional

Emilio Arévalo Quijote (VII)

Somos) seres incompletos aun al morir, porque, recordados u olvidados, contribuimos a la creación de un pasado que nuestros descendientes deben mantener vivo si ellos mismos quieren tener un futuro.

Carlos Fuentes en “El espejo enterrado”

 

La cualidad del temple

                        La expedición arevalera remontaba el Meta, tropezándose con innúmeras penurias. Antes de alcanzar el Orinoco, se le unieron el general Marcial Azuaje, Cuello’e pana, y los coroneles Cornelio Oliveros y Joaquín Palencia, a quien Emilio Arévalo Cedeño designó jefe del espionaje por su conocimiento de esas selvas intrincadas.

Narra EAC en su “Libro de mis luchas” la captura, por parte de su  espía mayor en los alrededores de Puerto Carreño, Colombia, de una piragua de Funes tripulada por el tesorero del Territorio Amazonas, Ramiro Quejeiro y “un tal coronel Pacheco, jefe civil de Átures”, transportando trescientos setenta quintales de balatá rumbo a Ciudad Bolívar. Arévalo decomisó el cargamento y comisionó al general Alfredo Franco para la venta de tan valiosa carga y la compra de armas y municiones con los proventos obtenidos. Alfredo Franco traicionaría la confianza depositada en él, desertando, eventualmente, hacia el campo gomero. Como bien dicen en el llano, se fue con la cabuya en la pata. Nunca falta un bellaco.

El Meta se rinde ante el Orinoco cual torrente solemne ante el sondeo inmemorial de las sabanas y junglas, con Puerto Páez, del lado apureño, y Puerto Carreño, en la ribera neogranadina, sirviendo de atalayas campantes.  De allí y hacia el sur, los aguardaban los inextricables raudales de Cosme, Átures, Garcita, Zamuro, Maipures, Vichada “y muchos más, que la naturaleza ha colocado a manera de corona imperial sobre las aguas del monarca de los ríos venezolanos; enormes murallas, de caprichosas formas, niágaras de ríos ensordecedores, barreras infranqueables (…)”. Arévalo no esconde en su apresurada prosa el influjo de Emilio Salgari y Alexandre Dumas, sin dejar de condenar la desidia de los gobernantes venezolanos por no haber sabido erigir arterias fluviales comunicantes con Brasil, Colombia y el resto del subcontinente. A casi cien años de distancia, el reto sigue en pie. ¡Barajo con la demagogia!

La travesía resultó fragorosa. “Veintisiete noches consecutivas sin dormir, (con) hambre, mucha hambre”. Para evadir los temibles raudales y la vigilancia de las avanzadas de Funes, cargaban con las maltrechas embarcaciones, internándose en la malsana espesura y exponiéndose a las picaduras de bichos y víboras, con su secuela de fiebres, úlceras y el pus maloliente de las gangrenas y llagas, un pus tan evocador del patronímico de ciertos partidos dictatoriales. Narra EAC: “(…) aquello no era un ejército, era más bien un hospital de enfermos hambrientos, que remaban de día y de noche, porque el patriotismo hace milagros”. Podría argüirse que Emilio Arévalo Cedeño de esta forma tuvo su propio paso de Los Andes, pues, así como El Libertador subrepticia y estoicamente irrumpió en el Nuevo Reyno de Granada sin aviso y sin protesto en 1819, el rebelde guariqueño avanzó como un espectro sagaz, para golpear por donde menos se le esperaba.

La calaña como vicio

                        Frente a San Fernando de Atabapo, por entonces madriguera de la fiera Tomás Funes, confluyen el Orinoco, el Guaviare y el Atabapo. “La estrategia militar me indicaba que debía remontar dos horas más el Orinoco, para desembarcar en la pica de Tití y aparecer atacando a San Fernando como viniendo de la bifurcación del Orinoco”. El ataque frontal quedaba descartado, prefiriéndose el factor sorpresa y la acción por mampuesto. Años más tarde, en 1929, la incursión por la calle del medio de Román Delgado Chalbaud en Cumaná, recién apeado del Falke, valeroso pero imprudente, le costaría la vida. Más le hubiera valido haberse anotado con la táctica arevalera.

                        Navegaron de noche por todo el frente de San Fernando de Atabapo, a boga sorda. Cualquier ruido sospechoso alertaría las garitas del malévolo del Amazonas. Se crisparon los nervios de todos los rebeldes expedicionarios. Los dedos se aferraban a los gatillos con escalofrío y excitación de ganzúas escurridizas. La suerte, esa diosa veleidosa, los acompañó esta vez, surcando desapercibidos.

                        Desembarcaron cual previsto en la pica de Tití y, desde allí, guiados por el baquiano Joaquín Palencia, cuarenta minutos de trecho a través de bastos y vastos maramarales los condujeron a las puertas del poblado. A las cuatro de la madrugada del 27 enero 1921 estalló la incursión.

                        Funes, a todas estas, no sospechaba nada. Buena parte de sus contingentes se encontraba ausente, ocupados como braceros del purguo, es decir, como purgüeros, explotando el caucho, la sarrapia y el balatá en beneficio exclusivo del mayoral prepotente del territorio.

A pesar de la sorpresa, el barloventeño resistió tenazmente. Según testimonio de EAC, “Funes se defendía con bravura desde su cuartel en donde estaba acorralado por nosotros; hacía un fuego nutrido sobre mi ejército, confiado en la gran cantidad de parque de que disponía. Nosotros apenas con unos cinco mil tiros, debíamos economizar nuestras municiones, pegarnos a la pared del cuartel y disponernos al sitio de una manera rigurosa. Al siguiente día y a las veintiocho horas de lucha, ordené petrolizar todas las puertas y los alares del cuartel (…) Estaba resuelto a incendiar la posición y destruir al monstruo en medio del fuego de ella, antes que retirarme con la vergüenza y con el fracaso”.

                        La amenaza de coger candela convenció al asediado autócrata de Atabapo de rendirse. Flameó la bandera blanca y un emisario emergió del cerco solicitando garantías para Funes contra las iras populares, de acuerdo a Emilio Arévalo Cedeño en su autobiografía. Es el caso típico y sempiterno de los tiranos caídos: cuando se regodean con los néctares del poder, todo es “conexión emocional con las masas”, lisonjas, genuflexiones y miel sobre hojuelas. Al caer, sobrevienen con ímpetu de tsunami las rabias contenidas por tantas jornadas de humillaciones y pillerías. Nada nuevo bajo el sol.

                        Emilio Arévalo Cedeño había capturado a Tomás Funes, el procónsul de Juan Vicente Gómez en los confines de Venezuela. ¿Le mandaría a tocar el piquirico para después despanzurrarlo, tal cual José Tomás Boves con sus víctimas en 1814? ¿O le concedería la potestad de defenderse, en juicio abierto, oral y público? San Fernando de Atabapo contuvo el aliento.

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