Opinión Nacional

En desagravio de la mujer venezolana

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El Estatuto para la elección de representantes a la Asamblea Nacional Constituyente, publicado en la Gaceta Oficial el jueves 28 de marzo de 1946, contempla en su Artículo 2º: “Son electores todos los venezolanos mayores de dieciocho años, sin distinción de sexo y sin más excepciones que los entredichos y los que cumplan condena penal, por sentencia firme que lleve consigo la inhabilitación política”. A estos venezolanos, así calificados, se les convocó a participar, libre y soberanamente, en la formación del Poder público mediante elecciones que…”se realizarán por sufragio universal, directo y secreto”…(Art. 1º), con la participación de todas las corrientes políticas conducidas por autoridades electorales genuinamente autónomas.

Lo así dispuesto significó, de manera sobresaliente, tres acontecimientos de inconmensurable trascendencia. En primer lugar, fue rescatada la soberanía popular, que permaneció secuestrada durante la República liberal autocrática instaurada a partir de la destrucción de la República de Colombia, en 1828-1830. En segundo lugar, se puso en marcha el más amplio, justo e insuperable proceso de inclusión vivido por la ciudadanía venezolana, hasta entonces conformada por los varones, mayores de veintiún años, que supieran leer y escribir. En tercer lugar, y englobando con su significado todo lo antedicho, se completó la sociedad venezolana al reconocerle sus derechos políticos a la mujer. Digo bien, reconocerle, pues no se puede otorgar lo que ya es pertenencia, si bien objeto de negación.

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De esta manera, sin condicionamientos ni prevenciones, ni siquiera disimuladas, la naciente Primera República liberal democrática completó la sociedad venezolana en el ejercicio de la ciudadanía, y con ello abrió la puerta a la creciente democratización de esa sociedad. Esta genuina determinación revolucionaria democrática se correspondía con la aspiración de la mujer, hasta entonces expresada, tenaz y heroicamente, por unas promotoras de la validación de esos derechos de la mujer. Esta aspiración halla en el presente sus más altos niveles de realización, tenazmente combativa.

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Tal fue obra de la determinación, lúcida y justa, de un grupo de hombres, representados históricamente por el Padre de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt, en momentos cuando los administradores del ocaso de la Dictadura militar regionalista, instaurada por la fuerza militar desde el inicio del Siglo XX, y mantenida dictatorialmente hasta el 18 de octubre de 1945, hacían malabarismo seudo legales para abrirle una puertecita a los derechos políticos de la mujer, permitiéndole votar en los comicios municipales, considerados por ellos una suerte de arrabal del Poder público. Ante esta eventual apertura democrática, la agudeza de Andrés Eloy Blanco acuñó una expresión lapidaria: ahora la República tendrá servicio de adentro, significando que según los tramoyistas del engaño, la mujer venezolana no podía aspirar a servir para nada más en la cojitranca República dictatorial por ellos montada y mantenida.

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Enfrentado a este juego de prejuicio y reticencia quedaba un hecho poderoso y sencillo: en cualquier rincón de Venezuela toda mujer de dieciocho años cumplidos entraba a ejercer su porción de Soberanía popular, expresándose no ya sobre un subestimado escalón de gobierno, sino sobre el Gobierno nacional, sobre la Nación y, lo que es fundamental, sobre el destino de una sociedad en la que dejaba de ser paciente para elevarse a la condición de actor; y lo que es más, actor determinante, porque desde ese momento hasta hoy el destino de la sociedad venezolana queda en manos de la mujer, como principal factor en la realización de la Soberanía nacional mediante el ejercicio de la Soberanía popular. La conformación psicosocial de la familia venezolana y los valores cristianos que la rigen, así lo determinan.

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Recuerdo cómo reputadas mentalidades, en otros aspectos meritorias, no pudieron contenerse en sus reservas respecto del que consideraban un alto riesgo, consistente en poner el destino de la sociedad en manos de los incapaces de tomar decisiones informadas y responsables, puesto que nunca habían adquirido formación política. Los más prudentes limitaban su desconfianza al temor de que el voto de tales minusválidos de la ciudadanía no pudiese ser un voto libre de prejuicios ancestrales, ni de presiones diferentes de las por ellos admitidas como legítimas, es decir las emanadas del Poder público monopolizado por militares, acólitos civiles y funcionarios.

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No pudo ser más espléndida la iniciación de la mujer venezolana en el ejercicio pleno de la ciudadanía. Quedó fuera de dudas que esa iniciación respondía a una genuina necesidad de la sociedad. Así lo ha confirmado, hasta el presente, el hecho de que ninguno de los intentos de falsear la Soberanía popular revistiendo disfraces ideológicos arcaizantes, se ha atrevido a derogar esta piedra fundamental de la Democracia venezolana.

Pero éste no fue sólo un paso decisivo en la conformación de la genuina ciudadanía. Fue la apertura de los canales por los cuales la mujer venezolana ha entrado a desempeñar funciones de notable eficacia en los más diversos órdenes de la sociedad. Y ha sido, sobre todo, la fuente de la esencial identificación de la mujer venezolana con el ejercicio de la Libertad y con la práctica de la Democracia.

El representar hoy estos valores ha hecho de la mujer venezolana blanco de arrebatos coléricos, apenas disimulados, de parte de los sobrevivientes de la autocracia, militarista y seudo socialista. Impedidos éstos de intentar arrebatarle sus derechos a la mujer venezolana, acuden a oscuras maniobras para conculcarlos. Se pueden resumir esas maniobras en una artimaña rebosante de alevosía. Consiste en declararla reina para poder esclavizarla de nuevo, sin riesgo, -para los autores de la artimaña-, de un acceso, siquiera sea leve, de mala conciencia. Le crean a la mujer una ficción de igualdad, e incluso una sensación de Poder, que facilitan el utilizarla para comisiones nada decorosas.

Amparada en esa fórmula grosera se adelanta una conspiración cuya cobertura consiste en añadirle, de manera generalmente forzada y hasta ridícula, un supuesto femenino a los sustantivos “comunes de dos”, o invariables, tradicionalmente utilizados para designar de manera genérica algunas funciones y dignidades (cabe reconocer que no han osado, aún, acompañar el jóvenes de jóvenas). Pero el reciente acontecer político venezolano ha desvelado la alevosía consistente no ya en lo que ironizó Andrés Eloy Blanco, sino en hacer de la mujer testaferros de los malos actos de un poder absoluto que no ha disimulado su machismo más primitivo, y en ocasiones documentadas hasta procaz.

Los venezolanos vemos, consternados e indignados, como la luminosa trayectoria emprendida por la mujer venezolana desde los albores de su ciudadanía plena, en 1946, es tachada por la grosera utilización de la mujer como instrumento de actividades y de actitudes políticas que, so capa de hacerlas partícipes del Poder desnaturalizado, las convierten en instrumentos de perversas decisiones que las hacen escudo de las mismas y pararrayos del justo resentimiento y rechazo de toda la sociedad. Pero ésta no se deja confundir. Percibe que tras sonoros títulos y jugosos sueldos se revela la pretensión de la sumisión remuneradora.

La alta valoración social de la mujer ciudadana no será minada por esta conjugación de antivalores y deslealtades.

Escuela de Historia. Universidad Central de Venezuela

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