Opinión Nacional

En el país de Hugo Chávez

Sale poco Hugo Chávez por estos días. Desde que fue confirmado para cumplir los 20 años que tanto ha deseado, casi no se le ve la cara, y menos se le oye la voz característica, la misma que logra que millones de venezolanos de inmediato se conecten con la televisión por cable, o sustituyan la radio por el IPod.

Que salga poco ahora nos hace olvidar su prédica constante para celebrar a un país que no existe. ¿O sí? ¿Será que existe en algún lugar y que lo que sucede es que los venezolanos, por más que nos esforcemos, no alcanzamos a verlo, a palparlo? También podría ser que ese país esté jugando al escondite y por eso es que no logramos dar con él.

Ese país, que tanto gusta a periodistas extranjeros «de izquierda»; ése, al que consultan los organismos multilaterales y al que con tanto entusiasmo celebraba el ingenuo (¿?) de Oliver Stone y al cual alaban todos los mamandinique por aquí se han acercado -los del mundo de la actuación en lugar destacado- es uno que Hugo Chávez no deja de promocionar.

¿Quién no le ha visto, en efecto, dedicar horas y horas a explicarnos cómo millones y millones de dólares, por obra y gracia de la revolución, se transforman en maravillas que sólo pueden ver los «iniciados», ya que, para el mundo restante, ese país permanece oculto. Y a él, el supremo maestro, el guía infalible, ese país lo engolosina. Y por eso las cifras y las ensoñaciones. ¡Qué bello es el país de Hugo Chávez, si sólo uno cierra los ojos y deja que la imaginación se embriague y se dedique a volar!

Confieso que soy de los que, por unos minutos me meto en el personaje y casi que vibro y siento con las maravillas de ese país. Si a un país lo creasen las palabras, los adjetivos, los ritmos y las melodías del habla, esto sería un deleite nunca visto. Por unos instantes logro captar admirablemente la gran propuesta metodológica de Max Weber: la verstehen, la «comprensión» que, por empatía uno puede lograr de un personaje, o de una acción histórica. En efecto, me meto en el personaje Hugo Chávez y vuelo con él, como Peter Pan, hacia la tierra de «nunca jamás».

Cuando estoy en ese país, allí no hay ruidos molestos, ni amenazantes motorizados por las reales autopistas del país que Chávez aborrece… y evita. Allí no hay historia, puesto que la historia, para no perturbar, apenas está comenzando. ¡Si es que sólo tiene catorce añitos! Antes de mí nada, parece decir el gran protagonista, de modo que después de mí… ¡el diluvio! ¿Qué tal?, un revolucionario a lo Luis XV, con corte versallesca y todo. Lindo, verdad.

Lo malo es que, como ese país no se crea con deseos ni verborragia continua, la realidad impone que el sueño desemboque en pesadilla. Y entonces aparece el otro país, el país en el que vive y actúa, m’an que le pese, nuestro glorioso personaje. Y lo más fascinante del caso es que este país es… ¡un contrapaís!

Veamos con atención. Cuando nos ponemos ante un espejo y éste nos muestra la propia imagen, al escudriñarla caemos en cuenta que mi lado derecho, de repente es ¡de izquierda! Y viceversa. A lo mejor es por eso que el letrero «ambulancia» en la trompa delantera de estos vehículos, siempre está como al revés, y precisamos de un espejo para poderlos poner como debe ser.

Así, como nunca se menciona la delincuencia en el país de Chávez, entonces ella se hace presente y actúa por doquier en el país donde Chávez es prisionero -y nosotros con él. De igual modo, si en el país de Chávez todo es luz y armonía, entonces consecuencialmente en el «otro» campean los apagones; y si en uno el agua brota a raudales, en el «otro» sequías e inundaciones se turnarán; y así uno puede ir contraponiendo rasgos de variado tipo que seguro aparecerá, regio, su contrario.

En el país de Chávez, bello y hermoso, ya no cabe tanta gente y por eso se devuelven al país que no quisieran tener ni donde quisieran vivir. Y por eso las protestas crecen y se afianzan. Pareciera como si ese país, oscuro y altisonante, estuviese empeñado en no dar tregua al país feliz. Y ya la contraposición no puede obviarse.

Pero lo peor es que el soñador ya no puede sostener una utopía a la que la realidad desmiente sin cesar. Y quienes la padecen, también. Y por lo demás, esa ilusa imagen de un país que no aparece en la geografía real, para hacerse realidad algún día, requeriría, en su realizador, de una fuerza y un vigor que no parecería que un enfermo sería el llamado a lograrlo, puesto que la magnitud de la tarea exige una salud de hierro y no ilusiones vanas.

 

 

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