Opinión Nacional

¿Está en riesgo el Estado de Derecho..?

Cuando en teoría se habla de Estado de Derecho, se hace especial referencia a la denominación comúnmente utilizada en el campo del Derecho Constitucional para definir (y calificar) que el Estado, superior organización estructural de la sociedad, debe existir, desarrollarse y perfeccionarse con estricto apego a la Ley, tomando como elemento cardinal la Constitución Nacional, suprema fuente normativa del ordenamiento jurídico.

El concepto de Estado de Derecho es significativo de un largo proceso histórico cuya consagración básica se halla en el origen de la concepción constitucional del Estado, en específico desde que fuera sancionada la primera Constitución Política del mundo, la de los EE. UU., en 1787; aunque fueron numerosos los elementos antecedentes –en el plano de la evolución histórica de la humanidad- caracterizados por el entendimiento de que la Ley y el Derecho deben constituir la primordial guía que debe regir la organización social.

La ordenación, disposición y existencia del Estado de Derecho fue la resultante de la ardua lucha librada contra el despotismo en que degeneró el absolutismo monárquico en Europa. Por entonces, el Estado estaba personificado en el rey (único titular de la soberanía, según la concepción en boga); el monarca era el soberano; el poder político estaba concentrado en la persona del monarca; todas las funciones esenciales del poder estaban sus manos; era al mismo tiempo legislador, juez y ejecutor de la ley; no estaba sujeto a ninguna otra potestad y, por tanto, no estaba obligado a rendir cuentas de su gestión de gobierno.

La concepción absolutista, fue objeto de grandes críticas y objeciones por parte de los espíritus más progresistas y desde diversos enfoques doctrinarios e ideológicos, esencialmente de sectores avanzados en su afán por la conquista de nuevas y mejores formas de existencia. Del mismo modo, la posición contra el criterio concentrador-exclusivista del despotismo, generó arduas luchas en el combate por la conquista de la libertad, el establecimiento (fortalecimiento) de la democracia, el respeto a la ley y, por consiguiente, la consolidación un auténtico Estado de Derecho.

Justamente, como resultado de las críticas a la concepción absolutista, surgió la tesis de que el Poder Constituyente tiene un solo titular, el pueblo: la comunidad jurídicamente organizada. Se basa esta concepción en el hecho de que la sociedad está integrada por los hombres y las instituciones que ellos crean en beneficio de la colectividad. El Estado, por consiguiente, en lo atinente a su organización, y en lo que concierne a su estructura y funcionamiento, responde a una ordenación regida por el mandato de la ley y consubstanciada con el Derecho, siendo éste el conjunto de normas jurídicas que regulan la conducta del hombre en su vida de relación social. Por tanto, no se concibe lógicamente una pauta ordenadora distinta de la que emana del Derecho que indique o determine la forma o procedimiento para establecer la organización social: es de la propia comunidad social de donde debe surgir el sistema por el que se prescribe la forma de organización del Estado; es del propio pueblo el que debe tomar la decisión en torno al sistema de organización jurídico-política de la sociedad; y, cuando se precisa esta esencial y trascendente actitud del pueblo, se entiende que la Ley (y, por consiguiente, el Derecho), debe constituir la única guía en pos de ese fundamental objetivo. Entonces, no hay cabida -en ese propósito- para los caprichos de un solo hombre o los dictados e intereses de uno solo de los sectores sociales, religiosos o políticos; pretender o apoyar lo contrario es dar paso al autoritarismo, la tiranía y el imperio inmisericorde del despotismo o cualquiera de las modalidades del totalitarismo.

Pero…, ¿Las consideraciones de orden teórico se consubstancian con la realidad nacional…? En el contexto del análisis socio-político nacional no pueden soslayarse ciertos e inquietantes interrogantes: ¿existe entre nosotros un verdadero Estado de Derecho…? ¿El gobierno y las instituciones públicas actúan –real y efectivamente- de acuerdo con la Constitución y las leyes…? ¿El pueblo, siente cabalmente que son respetados los más elementales Derechos y garantías constitucionales..? ¿Existe entre nosotros una diáfana separación de los poderes? ¿Acaso se hace demagogia con las necesidades más sentidas de los sectores menos desfavorecidos..?

En cierta medida podría pensarse que es lógico dudar acerca de la real existencia entre nosotros de un verdadero Estado de Derecho (y de Justicia). Bien, sabemos que nuestro país está organizado en la forma de una República Democrática. Tenemos un ordenamiento jurídico (una Constitución y un contenido normativo de leyes que –según sus textos- rigen la estructura y el funcionamiento del Estado). Hemos aprendido, desde las históricas jornadas del 23 de enero de 1958 hasta ahora, que –también entre nosotros- solo el pueblo es titular de la soberanía y la única fuente del poder político.

Sabemos que nuestra democracia, desde entonces, ha tenido sus altos y bajos; que el país ha venido transitando por un camino en el que no han estado ausentes los obstáculos, yerros y grandes fallas por parte de los gobernantes. Sabemos que en ese contexto negativo tuvo gran responsabilidad la desviada dirigencia de los principales partidos políticos; en gran medida –se afirma- muy pronto los jefes partidistas cayeron en actitudes electoralistas y pragmáticas; se olvidaron de la verdadera esencia de sus doctrinas y mensajes. Como consecuencia de ello, los grandes problemas nacionales, en especial los vinculados con la necesidad de alcanzar mejores condiciones de vida, sobre todo en los sectores más pobres de la población, fueron aumentando en sus proporciones hasta motivar justo descontento en la población. Todo ese conjunto de elementos fue configurando una aguda crisis en la estructura político-social y económica del país.

Empero, pese a los desafíos que ya entonces amenazaban la existencia del Estado de Derecho, sobre todo ante la desconfianza sentida por buena parte de la población ante los desafueros que se observaban en el manejo de la conducción pública, muy bien se pudo advertir cómo la fuerza de la ley se imponía ante la razón de la fuerza.

Ahí, está –por apenas citar un ejemplo (quizá el más significativo de todos)-, lo que pasó durante la segunda gestión de Carlos Andrés Pérez: un presidente electo por el pueblo, con un partido poderoso que lo apoyaba en el seno del Congreso, con notable influencia en la conformación de los poderes públicos (eso sí., sin llegar a tener u ostentar el control absoluto de los mismos), fue denunciado por un Fiscal independiente y autónomo, procesado por un Tribunal Supremo luego del visto bueno del Senado en donde el partido del presidente era mayoría. Todo ello estaba consagrado en la Constitución. Se aplicó la Constitución y la Ley; al presidente se le enjuició, se le destituyó del cargo, se designó un interino para que continuara en el ejercicio del mandato popular, se le permitió su defensa en un debido proceso y fue condenado luego de haberse probado un manejo irregular en los dineros de la llama partida secreta, manejo que según se supo apenas fue por una pequeña suma de dinero. ¿Y qué pasó..? Se probaron las instituciones. La democracia salió fortalecida. El pueblo fue testigo de ese proceso a favor de la democracia y su perfectibilidad.

Luego, sabemos también que la clase política que por entonces dirigía la nación había caído en serios desafueros, arbitrariedades y abusos en el manejo de la cosa pública. Justamente la actitud asumida por el presidente Pérez fue un ejemplo de tal situación. Además, el país acusó entonces notable aumento de los desajustes sociales: desempleo, inseguridad ciudadana, corrupción administrativa, desatención de los servicios públicos esenciales, carencia de voluntad política para poner en práctica los nuevos planes concebidos y orientados hacia la reforma la estructura del Estado y ponerlo a tono con las exigencias sociales.

Pero, también sabemos que el pueblo, en ejercicio de su poder soberano, decidió confiar los destinos del país en otras manos: creyó en un planteamiento político distinto; hizo cabal ejercicio de su fe democrática; creyó en una perspectiva de cambio, pese a que análisis no carentes de seriedad exponían voces de alerta ante lo se avizoraba como un nuevo engaño y evidente muestra del populismo salvaje… En todo caso, funcionó el Estado de Derecho. Un Consejo Electoral imparcial (y, por tanto, tampoco afecto al entonces sector de la oposición) organizó, vigiló y llevó a cabo un proceso electoral limpio, por lo que proclamó el triunfo de quien justamente reunió los requisitos legales para alzarse con el poder en virtud de la voluntad popular.

Muy pronto se advirtió el signo de la improvisación y la ineptitud, así como otra experiencia reveladora de la incoherencia entre el pensamiento y la acción política. Pero, esta vez con características de acuciante gravedad: aun contando con un sólido respaldo electoral y los más cuantiosos recursos de la renta petrolera en toda la historia del país, los grandes desajustes sociales empeoraron, pese a los esfuerzos demagógicos para ocultarlos o minimizarlos. Y qué hablar del despilfarro en el manejo de los dineros públicos, la persecución a la disidencia, los atropellos a los Derechos Humanos, la tendencia marcada hacia la concentración del poder político, la renovada y reforzada corrupción administrativa, incremento del desempleo; notoria y agravada ineficacia en la atención de los servicios públicos; aumento descarado de la inseguridad; acoso y hostigamiento a instituciones de notable peso social y espíritu crítico como la Iglesia, las universidades y los sindicatos mayoritarios; el resurgimiento del culto a la personalidad y advenimiento de una Nueva Clase de privilegiados en el disfrute de los recursos públicos en detrimento de los más necesitados, por apenas citar los signos que concitan mayor inquietud respecto de la situación real del país.

Así mismo: ¿qué ocurre cuando –de modo gradual o progresivo- se atenta contra la vigencia del Estado de Derecho..? ¿Serán signos de esa anomalía: la intervención interesada en el normal curso de la administración de justicia, la obstaculización del debido proceso en los casos de disidencia de opinión; la manipulación de los procesos eleccionarios en detrimento de la concurrencia y participación igualitarias; o el empleo de “legisladores” a sueldo y el manejo arbitrario de la Constitución y normas legales en contra del genuino sentido de la ley…? O, bien: ¿Se justifica utilizar los recursos del Estado (en ejercicio de la función pública, aún cuando haya sido efecto de la voluntad popular, para satisfacer a los dictados de una parcialidad política…? ¿Es plausible –y acorde con la Constitución y la ley- poner el contexto de las instituciones del Estado como apéndice de una propuesta ideológica, máxime cuando ésta está desfasada, anacrónica e irrealizable, es decir, no adecuada a las exigencias de los nuevos tiempos..?

Entonces, ¿en qué medida encontramos realizado el paradigma del Estado de Derecho? ¿Acaso nunca ha existido efectivamente entre nosotros..? Algunos todavía arguyen que estos pueblos aún no están capacitados para vivir en democracia y que la Constitución y las leyes son “letra muerta” y que sólo sirven para “aparentar” la existencia de un Estado democrático. Acaso ello podría significar que ¿Aún están presentes los partidarios del gendarme necesario..?
A pesar de que algunos analistas opinan –no sin ciertas razones- que de un tiempo a esta parte nuestra democracia viene siendo vulnerada desde diversos ángulos y que, por consiguiente- peligra la existencia del Estado de Derecho, nos vacilamos en solidarizarnos con quienes plantean que los más contundentes instrumentos para detener el creciente signo de deterioro que al respecto se advierte y, con ello, poner fin a los desmanes y malaventuras emprendidos contra el pluralismo y civilismo, están –precisamente- en el espíritu, propósito y razón de la Constitución Nacional. Se podría decir, en consecuencia: si en la propia Carta Fundamental está el remedio para el gran problema, luego entonces, la crisis del Estado de Derecho es transitoria. Aún no se ha perdido… apenas está en riesgo..!
El espíritu de la ley está en correspondencia directa con el sentir del pueblo. Por ello, la reacción popular tiene –necesariamente- que seguir el cauce que le depara su propia conciencia ante el reto que significa la pérdida gradual del régimen de libertades. En ese trance, se cuenta con un recurso de primordial significación: la voluntad del pueblo En otra ocasión escribimos que ante el ejercicio pleno del poder soberano del pueblo, “…no hay instancia política, legislación o gubernamental alguna que pueda suprimir o suplantar la soberanía popular, ella es la única fuente de toda autoridad. Y el supremo poder soberano cuyo titular indiscutible es el pueblo, está consagrado y reconocido en el vigente texto constitucional. Ahora, otra cosa es que el aparato gubernamental trate de ignorar, desconocer y violentar la soberanía popular, incluso echando mano de los recursos, de diversa naturaleza, de que se dispone en la detentación del poder político”.

En tales circunstancias, con toda evidencia, el pueblo tiene el derecho y deber de expresarse con firmeza y convicción: es un hecho cierto que la mayoría no aplaude la serie de desafueros que nos acosan a la hora actual. Ante el intento por controlar –por cualquier medio- todas las instancias del poder, en provecho de un esquema político exclusivista y excluyente, no es inteligente cruzarse de brazos y asumir una actitud apática y conformista. Es menester participar activa y cívicamente con la fuerza de la ley en la mano, para evitar que el Estado de Derecho colapse. Porque si ello llega a ocurrir, esto es, si ante la gravedad que puede caracterizar una circunstancia adversa, de mayor proporción en el escenario del desastre cívico, al genuino sentir de la mayoría no queda otro camino (igualmente previsto en la Carta Magna) sino hacer efectiva la desobediencia civil legitimada con el justo y lógico propósito de hacer factible el restablecimiento del orden jurídico infringido y, por consiguiente, salvaguardar la democracia.

A la par, el sentimiento nacional también cuenta con una acendrada tradición patriótica y civilista: en la forja de ese paradigma jurídico-político, Bolívar pensó, escribió y trabajó incansablemente por la instauración del Estado de Derecho en las tierras hispanoamericanas por él liberadas. El Libertador siempre abogó por el respeto a la ley; tuvo como principio de su acción política, que para hacer patria y lograr la justicia social, siempre patrocinó y defendió la idea de dirigir el gobierno en cabal armonía y apego a la norma jurídica. Luego, ante las nuevas circunstancias: ¿Estaremos dispuestos a arrodillarnos ante la férula de los sátrapas de nuevo cuño, quienes en funciones de poder, se convierten en arteros enemigos de la genuina esencia de la ley..? ¿Será posible seguir el ejemplo histórico de nuestro verdadero máximo dirigente cívico…? ¿O, por el contrario, seguiremos utilizando su nombre y mensaje para justificar cualquier disparate…?

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