Opinión Nacional

Ética, política y sociedad solidaria

En el campo de los estudios relacionados con las motivaciones, naturaleza y proyección de los asuntos públicos, siempre es tema de especial significación el análisis de las relaciones entre la ética y la política. En este sentido, para muchos aún surge el interrogante si en la política debe estar ausente toda consideración de tipo ético o, por el contrario, lo moral y lo ético deben ser elementos consubstanciales del quehacer político.

Una sencilla noción conceptual nos recuerda que ética proviene de ethos (vocablo griego que hace referencia a carácter, modo de ser); y que en la lengua del Lacio, fue traducida por mos-moris (moral o costumbre). Si nos atenemos a la explicación que nos aporta el filósofo José Luís López Aranguren: “La ética o moral, según su nombre… debe ocuparse fundamentalmente del carácter, modo adquirido de ser o inclinación natural ad agendum (a obrar); y puesto que este carácter…se adquiere por el hábito, también de los hábitos debe tratar la ética” . En torno a este punto, el no menos estudioso de las ciencias sociales, Feliciano Blázquez, apunta que los términos ética y moral, al ser considerados como sustantivos significan el saber específico que versa sobre “lo bueno” y “lo malo”, sobre “lo justo” o “lo injusto”; pero como adjetivos “…denotan una cualidad o dimensión de la realidad humana”. Todo lo cual tiene que ver (o se refiere) con la conducta o comportamiento de los hombres en su vida de relación social. Para el caso que nos ocupa en este comentario, la ética se refiere al comportamiento humano en el ámbito de la dirección política.

En relación con el punto enunciado, es clásico recordar al célebre secretario florentino Nicolás Maquiavelo, quien en sus días propuso que toda acción de signo político no podía ser considerada sino como un instrumento para garantizar la fortaleza del sistema de dominación, del poder político en sí, su seguridad interna y, por derivación, su permanencia. Lo político sólo debe existir para sustentar y justificar la detentación y la conservación del poder. El único objetivo o meta del actuar político es el poder por el poder mismo. Según esta prédica, la ética es contraria y ajena al quehacer político. Las acciones políticas, por tanto, tienen por norte lograr esa meta mediante hechos y decisiones que se basan en elementos signados por un raciocinio en el que la ética es el elemento más inadecuado e impropio. La tesis de Maquiavelo, desde entonces hasta nuestros días, ha hallado no pocos seguidores. Ha sido el fundamento de toda una escuela en la política. Recordemos, su planteamiento sucinto y lapidario: “el fin justifica los medios…” . Para lograr el objetivo político, desde ese punto de vista, no cabe ningún tipo de consideración ética o moral. Por consiguiente: silenciar la verdad, recurrir al crimen, concebir y utilizar cualquier estratagema -sea la que sea, de cualquier índole-, mentir, asesinar, violentar y desconocer los derechos de los demás, disponer de los dineros públicos con talante de pródigo, sembrar el odio y la desintegración aun entre los mismos connacionales, “dividir para vencer..” , etc. es perfectamente válido. Para esta posición, el derecho, la ley y la administración de justicia sólo sirven en la medida en que pueden ser utilizados y manipulados en función del poder, para “justificar” su detentación en beneficio de un solo hombre, partido o sector social. Incluso, en no pocas circunstancias, los seguidores de esta corriente no sienten vergüenza alguna al “aparentar” un empeño de redención social y, por ello, no vacilan en escudarse en el justo descontento del pueblo para sentar sus reales, hacerse del poder y lucrarse de él en claro engaño y detrimento de aquellos que creyeron a pie juntillas en sus “prédicas salvadoras” . De ahí que no sea extraño que los cultores de la autocracia, la tiranía y el totalitarismo, de todos los signos y tiempos, hayan encontrado en la tesis maquiavélica el mejor de los “fundamentos” para su intervención en la política y, por derivación, el ejercicio del poder; sobre todo, para “justificar” su concentración en una sola mano o sector en menoscabo del pluralismo, la democracia y la libertad.

En cambio, cuando se entiende que la ética constituye uno de los soportes fundamentales de la acción política, justamente en función del hombre como centro y meta esencial del quehacer político, nos hallamos frente a una posición claramente definida a favor del progreso humano en su integridad. Se habla entonces de una ética de la convicción en la que, por naturaleza, definición y consecuencias, se pone de relieve el carácter trascendente de lo humano. Se trata de actuar con base en principios superiores que atienden al óptimo objetivo de buscar la perfectibilidad de la sociedad en todos sus órdenes y aspectos. Para esta posición, se tiene que en la política está presente un substratum ético de primer orden, necesario e imprescindible para la promoción y logro del fin primordial del Estado, el Bien Común. Desde esta perspectiva de la praxis política, se advierte la concepción de la ética social, consubstancial con el quehacer político en función de la plena realización de todos y cada uno de los seres humanos sin distinción o discriminación de ninguna naturaleza. En este sentido, la ética es elemento ineludible para que el actuar político constituya instrumento esencial para el logro de la Justicia Social y, por consiguiente, soporte de la defensa y protección de la dignidad de la persona humana en su integridad.

Ya bien entrada la segunda mitad del siglo pasado, el gran pensador francés Jacques Maritain -en su obra Principios de una Política Humanista– dejó sentado que a Maquiavelo se debía “….no sólo la conciencia de la inmoralidad empleada por ciertos hombres políticos, sino el pretendido empeño para enseñarnos que esa inmoralidad es la verdadera ley de la política” . El aporte de Maquiavelo, concretamente en lo que atañe a su “especial y privativa valoración de la política”, en el sentido de desarticularla de toda consideración genuinamente espiritualista (particularmente al ubicarla lejos de cualquier ángulo proveniente del mensaje evangélico del cristianismo o, al menos, en contraposición con su legado a favor de la perfectibilidad humana integral), marcó -digamos- una “diferencia” entre dos concepciones del actuar político: por una parte, la signada por el empeño de luchar por el poder sólo con el único propósito de satisfacer la ambición individual, exclusivista y sectaria de los propulsores de la autocracia y el autoritarismo; y por la otra, el planteamiento que considera la política (y con el ella el poder y el Estado), como el más idóneo instrumento para lograr la perfectibilidad de la sociedad civil y el progreso humano en sentido amplio. Con toda evidencia, se advierte que la política entendida desde esta última perspectiva es antinómica o contraria al uso de la violencia, la represión y la mentira; la persecución a la disidencia de opinión; a la conculcación de las libertades públicas y el atropello a la propiedad; al crimen y la manipulación del poder e instituciones públicas en función de apetitos circunstanciales de una determinada bandería o sector político.

Cuando se emplea la política en función del egoísmo con toda evidencia se advierte que estamos en presencia de un avieso empeño para dominar los pueblos, con sentido sectario y exclusivista; es situarse en abierta contradicción al legítimo sentir de las genuinas mayorías populares, es decir, significa un atentado a la democracia en su exacta y cabal acepción; implica colocarse a espaldas del pluralismo, de un efectivo Estado democrático y social de Derecho y de justicia. En efecto, un sistema o régimen con estos rasgos característicos, no responde a los principios esenciales de la ética; podríamos decir que se trata de actos contradictorios e inversos al sentido de un comportamiento justo y socialmente aceptable en función del progreso humano en su integridad.

La ética constituye elemento de primer orden en la urgente tarea de ordenar el quehacer político en función de la Justicia Social y el Bien Común. No es ilusorio, ni mucho menos alejado de la realidad, actuar en política para superar las trabas y rémoras que conspiran contra el bienestar de la humanidad; es consubstancial con la ética en el quehacer político, luchar de modo efectivo para acabar con todo género de desajustes sociales y, por consiguiente, construir una sociedad solidaria: es éticamente responsable trabajar con denuedo para cerrar el paso a quienes consideran la primacía del Estado sobre la persona humana, a quienes agitan sus esquemas de explotación socio-económica y dominación política sectaria en contra de los Derechos Humanos; y a quienes denigran de la trascendental misión del hombre en aras de superar sus carencias y alcanzar nuevas y más justas condiciones de existencia.

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