Opinión Nacional

Geografía de la Precariedad

La emergencia invade, otra vez, el ánimo y la tranquilidad de muchos venezolanos. La naturaleza, trastocada en desórdenes climáticos, ha decidido desparramarse en forma de lluvia, poniendo al descubierto la desolación e indolencia que habita la arquitectura de nuestras ciudades, urbanizaciones, barrios y asentamientos urbanos.

Cualquier palabra se queda corta ante la angustia y desesperación que deben vivir, en esta coyuntura de lluvias persistentes y cauces desbordados, los habitantes y moradores de zonas de alto riego, bien sea por su ubicación, las deficiencias de la vivienda, su cercanía a un cerro o quebrada, o probablemente, por todos esos factores conjugados.

El crecimiento demográfico y urbano del país, y especialmente en áreas o zonas “colonizadas” por quienes arriesgan su vida y la de su familia para establecerse o invadir un terreno, por aquello del “derecho a un techo”, levanta no sólo preguntas poco respondidas sobre el débil entramado jurídico del país, sino por los efectos que la mirada complaciente de un Estado incapaz (a veces con justificado interés social, otras con evidente interés político-populista), desde antes y sobre todo ahora, de satisfacer las necesidades de vivienda y crear condiciones para satisfacer las de trabajo y empleo, de la colectividad.

El debate se centra, precisamente, en un rasgo que parece dominar y penetrar todos los intersticios de la vida nacional: la precariedad. La precariedad de la vida, gracias al hampa desbordada; la precariedad de la justicia, gracias a su politización y partidización descarada; la precariedad de la formalidad económica y empresarial, gracias a la informalidad callejera y buhoneril; la precariedad del salario, gracias a la imperturbable inflación y desempleo; la precariedad de los servicios, gracias al burocratismo clientelar e ineficiente; la precariedad de los ranchos y viviendas, gracias al déficit habitacional y la ausencia de planificación urbana y en definitiva, la precariedad institucional del país, que aunque no reciente ni novedosa, parece extenderse el monopolio del poder político-institucional emboinado.

Hay tragedias lamentablemente recurrentes, por lecciones no aprendidas de los errores o carencias que amplificaron sus consecuencias. Vargas, en 1999, más que un recuerdo, es hoy la triste y lamentable evidencia de lo fácil que olvidamos, una vez que las aguas sublevadas vuelven a su cauce.

La solidaridad debe trascender cualquier diferencia, y reflejar la calidad humana y cívica que recorre las venas de los venezolanos. Vendrán tiempos mejores, cielos despejados en los cuales la vida no sea un regalo, o una concesión de la naturaleza. Mientras tanto, aterrizando en nuestra cotidianidad como nación, debemos sortear y descifrar el laberinto que se esconde en la geografía de la precariedad.

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