Opinión Nacional

Günter Grass, poeta alborotador

Aunque inspirado generalmente en la narrativa, o en la ficción implícita de las “memorias”, Günter Grass es uno de los tres exponentes más calificados del innovador intelecto alemán, en el ámbito del pensamiento.
Junto, por ejemplo, y arbitrariamente, a Eugen Drewermann, el teólogo y psicoanalista infortunadamente poco conocido en Sudamérica.
Y Ernst Nolte, el ensayista e historiador especialmente revalorado después de la caída de la Unión Soviética.
El intento exitoso de analizar la teología desde el psicoanálisis (ver en “Funcionarios de Dios”, 1994), le produjo a Drewermann litigios fabulosamente inagotables con la iglesia alemana, hoy predominante en el catolicismo.
La aventura de interpretar la llamada Segunda Guerra Mundial, como una mera “Guerra Civil Europea, 1914-1945″, y la imposibilidad de aproximarse hacia la comprensión del nazismo (y del fascismo), separados de las aberraciones stalinistas, hicieron de Ernst Nolte una lectura clásicamente indispensable. Ya desde “El fascismo en su época”, escrito en 1963.

Günter Grass, poeta alborotadorEs el privilegio centralista que también supo alcanzar Günter Grass, pero desde la ficción. A través de “El tambor de hojalata”, 1959, un texto canónico. Y sobre todo a partir de la indagación entre los bajos fondos de su propia vida. Y de las contradicciones de su nación. En especial con “Es cuento largo”, de 1996, también muy consumido en francés como “Toute une histoire”. O sobre todo con las tardías confesiones de “Pelando la cebolla”, de 2006. Sin recurrir a las obras provocativamente críticas de Grass (hasta de la mitificada “reunificación”), es casi imposible aproximarse a la Alemania actual, verdadero motor de una Europa que exhibe sus excoriaciones estructurales.
Mientras “en occidente” suelen desgastarse para aprehender las claves inquietantes de la China que culturalmente amenaza, se distraen ociosamente en la captación de las transformaciones que transcurren en la Alemania de hoy. Como si se le recriminara, persistentemente, a los alemanes por las culpas del pasado. Las que signaron dos caídas en un siglo, tan totalizadoras como espantosas, y que dejaron la factura de millones de muertos. Pero signaron dos renacimientos, también, perfectamente analizables. Y el último, más que admirable.

Las culpas del pasado

Günter Grass, poeta alborotadorEs el pasado que padeció Nolte, revalorado recién en los 90. Y a través de la generosidad intelectual del ensayista francés François Furet.
En “El ocaso de una ilusión”, Furet se permitió la osadía académica, casi la transgresión de citar a Nolte. Más aún, de polemizar con Nolte.
Las discusiones Furet-Nolte, sólo interrumpidas por la muerte de Furet, derivaron en el texto “Fascismo y comunismo”. Un opus editado por el Fondo de Cultura Económica que aún puede encontrarse en español.

Y es el idéntico pasado que aún sufre Grass. Ya que, en “Pelando la cebolla”, del 2006, Grass sorprendió con la revelación de haber sido un militante adolescente del nazismo. Una “mancha” que logró, inteligentemente, ocultarla. Al extremo de consagrarse y merecer, incluso, en 1999, la cara estampilla del Premio Nobel. El que los indignados, por su nazismo iniciático, después pretendieron arrebatarle. Como si el octogenario imprevisible -Grass- emergiera como un émulo oculto de Knut Hamsun. Es aquel prosista noruego que obtuvo el Nobel, en 1920. Hamsun, máxima gloria literaria de Noruega, algún lustro después también se convirtió en portador nocivo del virus del nazismo. Interlocutor, por si no bastara, de Goebbels.

“La hipocresía del silencio”

Si no se le perdonó (a Grass) el nazismo superado de su adolescencia, por supuesto que nunca iban a perdonarle que, a los 84 años, y con problemas cardiológicos, provocara con un poema crítico de estrategia nuclear de Israel. La que amenaza con extinguir -para Grass- la civilización persa.
El poema, titulado “Lo que hay que decir”, ya produjo invariables polémicas en los diversos países centrales. O los piadosamente llamados emergentes. Pero pasó casi inadvertido en el provincianismo cultural de la Argentina. El país ensimismado con sus estremecedores conflictos personales que importan, tan sólo, en el interior de sus fronteras.

Günter Grass, poeta alborotadorGrass, el poeta alborotador (como llamaba García Hamilton al cuyano Sarmiento).
Amonesta, sobre todo, a Alemania.
Por “entregar a Israel otro submarino cuya especialidad/ es dirigir ojivas aniquiladoras/ hacia donde no se ha probado/ la existencia de una sola bomba”.
O sea -para Grass- hacia Irán.

Escribe Grass “harto de la hipocresía del silencio”.
“Coaccionado” por el temor al “antisemitismo”. Como “se llama la condena”.
La sensible inspiración del octogenario poeta alborotador motivó que fuera declarado, por Israel, “persona no grata”. Y estampillado como antisemita. Y que se le reprochara, otra vez, la adolescencia atravesada durante el nazismo, la ideología que coincidió, desdichadamente, con su biografía. Y motivó que hasta el lúcido francés Bernard Henry-Levy no vacilara en tratarlo de “inmoral”. Por ocuparse de las ojivas de Israel, un “pequeño país democrático”, y no, por ejemplo, de las de Paquistán.

Al cierre de este despacho, Grass revisa su deteriorada cardiología en la Clínica Asklepios, de Hamburgo.

Lejos de sumarse a la contagiosa facilidad de su condena, o a la adhesión a su causa, la dirección del Portal decide transcribir “Lo que hay que decir”. El texto que Günter Grass prefirió, caprichosamente, presentar como un poema. El género, para colmo, más próximo y simultáneamente indomable.

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