Opinión Nacional

Historia mínima

Ciertos consejos valen un imperio. El crítico de cine de El País de España, Carlos Boyero, mandó en días pasados a todos los jugadores del Mundial de Sudáfrica a revisar la saga de El Padrino, de Francis Ford Coppola.

Razón no le falta. Nada más la primera parte, la más inesperada y salvaje, la menos elaborada intelectualmente, es una metáfora locuaz sobre los problemas estratégicos en tiempos de crisis.

Dos académicos norteamericanos, John C. Hulsman y A. Wess Mitchell, analizaron la escena clave de esa película, cuando los mafiosos le disparan a Don Corleone mientras compra naranjas, y por ende le declaran la guerra a la familia. Tres de los hijos, Tom, Sonny y Michael, deben decidir cómo enfrentar esa crisis.

Tom, como abogado, quiere negociar. Sonny, impulsivo, persigue la guerra total. Michael, el más joven de la familia, resulta el más práctico de los tres. «Los hombres no se pueden dar el lujo de ser descuidados», alega.

Michael entiende que la familia debe adaptarse a los cambios para sobrevivir. A veces hay que ser muy duro y en otros momentos hay que negociar. Lo suyo no es una estrategia final, sino una táctica. Lo que Hulsman y Wess Mitchell llaman una receta de «palos y zanahorias».

¿Qué tiene que ver todo esto con el fútbol? Analicemos una historia del pasado, el Maracanazo de 1950. El primer mundial que se jugó después de la Segunda Guerra Mundial, en Río de Janeiro.

Los anfitriones botaron la casa por la ventana. En total, 464.650 toneladas de cemento; 1.275 metros cúbicos de arena; 3.933 metros cúbicos de piedra; 10.597 toneladas de hierro; 55.250 metros cúbicos de madera. Y un ejército de obreros que removió 50.000 metros cúbicos de tierra.

Brasil debía empatar y se llevaba la copa. La cuesta de Uruguay era más empinada: debían ganar. Nadie ofrecía nada por los uruguayos: en los vestuarios comentaban que con llegar a la final ya estaban servidos. «Traten de no comerse seis goles».

Pero nadie contaba con el negro jefe de los charrúas, Obdulio Varela, un mulato pobre y asmático que había nacido en Curva de Industrias (Montevideo, 1917). Hijo de padres separados, trabajó en lo que pudo (lustrabotas, vendedor ambulante), mientras achicaba la rabia que le producía el hambre pegándole a una pelota.

Si Hulsman y Wess Mitchell lo hubieran conocido, no se les habría escapado el detalle de la personalidad: Varela nunca perdía los nervios. Y no le importaba pensar de manera diferente de los demás.

Creía en sus ideas.

Cierta vez un compañero recibió una patada feroz y el árbitro pitó una falta menor.

El negro se acercó y le dijo: «Señor juez, si alguno de mis futbolistas llega a dar una patada como la que aquel señor acaba de dar, le ruego que lo expulse, porque en mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha».

Siempre se negó a llevar publicidad en la camiseta y en una ocasión los directivos del club ­después de una temporada exitosa­ quisieron darle 250 pesos de premios a los jugadores y 500 a él. Allí se plantó: «Si jugué bien, todos merecemos 500. Si ellos merecieron 250, yo también».

El negro Varela entendió el desafío que tenía por delante el 16 de julio de 1950, cuando 198.000 fanáticos compraron entradas para ver la final. En el pasillo hacia la cancha recomendó: «No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada».

Aunque la onceava de Brasil metió el primer gol en el minuto 2 del segundo tiempo, como un augurio de goleada, Varela agarró la pelota y se la puso bajo el brazo. Paró el juego y discutió con el árbitro inglés un largo rato sobre un fuera de juego. Le quitó el calor al partido y desestabilizó al enemigo.

Cuando comenzó el juego de nuevo, Varela gritó: «Síganme». En el minuto 17 Schiaffino empató el juego. Y cuando faltaban 10 minutos para terminar, Ghiggia marcó el 2 a 1, a favor de los uruguayos. Lo que siguió fue el fin del mundo. Literalmente. Los brasileños nunca más volvieron a usar la camiseta blanca que llevaron en ese juego.

Este año se cumplen 60 años del Maracanazo. Cosa curiosa: Varela nunca se perdonó haberle aguado la fiesta a los brasileños. Tampoco tuvo miedo de llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias.

¿Existirá algún jugador en este Mundial capaz de imitarlo? Habría que ver.

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