Opinión Nacional

La esperanza sin baches

Aproveché unos días de asueto navideño para viajar. Como algunos de ustedes saben, soy una amante de Venezuela y nada mejor que acariciar a mi país y renovar nuestros votos. Decidimos conocer una ruta de la que me habían hablado mucho. Así, el combo familiar se enrumbó desde Caracas a Sanare, tierra de Zaragozas, en el estado Lara.

La primera escala la hicimos en San Felipe, capital de Yaracuy. Estaba limpia y acogedora esta ciudad. Una noche para descansar en la posada Granja Momentos y comer bollos pelones (son como bollitos, pero rellenos de guiso). Esta posada, que forma parte del circuito de excelencia, es una hermosa casa convertida en hospedaje por sus dueños. Queda al pie de una montaña que me recuerda mi adorado Guaraira-Repano (Ávila).

Como iba de conductora, pensé que estaría muy agotada la mañana siguiente, pero amanecí como una uva, de forma que seguimos hacia Barquisimeto. Desde entonces la sorpresa grata -que empezó a presentarse varios kilómetros después de Morón, Carabobo-, se hizo costumbre.

Fuimos recorriendo ese tramo de la autopista centroccidental Rafael Caldera (rebautizada Cimarrón Andresote) de la manera más sabrosa, aunque huyéndole a ratos a varios locos del volante que manejan grandes chutos y no respetan normas. La vía estaba muy limpia, casi sin ningún «cráter», con jardineras bien cortadas y con seguridad. Pasamos por las entradas de algunos poblados que sólo conocía en el mapa: Chivacoa, Urachiche, Yaritagua. Entramos a Barquisimeto. Aunque la tentación de comer chivo era grande, seguimos hacia nuestro destino. Almorzamos en Quíbor y, tras un breve reposo, retomamos la ruta por una empinada carretera. Cada curva de ascenso nos acercaba a ese pedacito de Edén que son las tierras altas larenses.

Cuando llegamos a la posada Casa Campo, ubicada en la vía a Yacambú, el regocijo fue mayor. Nos atendió una chica, cuyo nombre lamento no haber apuntado, que era pura energía y alegría. A mí me encantó su acento.
Aunque les parezca una locura, creo que una debilidad de los medios audiovisuales caraqueños (públicos y privados) es la ausencia de los tonos que se escuchan en distintas partes de Venezuela. A esa falta de variación le atribuyo el desconocimiento que tenemos los «capitalinos» sobre las regiones venezolanas.

En Sanare vi trillar café y escuché algunas historias sobre la delincuencia que azota la zona. Atracadores emboscan a los agricultores para despojarlos de las ganancias de la venta del grano. Conocimos a David, el joven mesero de la posada, a quien sometimos a un «interrogatorio» que amablemente respondió. Él fue quien nos dateó sobre dónde comprar cocuy de penca. Lo hicimos en Rosa Miel, local de la señora Elvirana Rojas, pura buena vibra ella.

A nuestro regreso, nos detuvimos en Tintorero para ver la producción artesanal de tejidos, comprar hamacas y otras piezas. Luego, en la ciudad de los crepúsculos, seguí la sugerencia del guaro Louis y fuimos a La Flor de Venezuela: la espectacular estructura de Fruto Vivas que nos representó en Hannover, Alemania. Otra noche de escala de San Felipe y el retorno a Caracas.

Y miren que para llegar al paraíso, que someramente describí, afrontamos la vergüenza nacional que es la Autopista Regional del Centro, la prolongación Puerto Cabello-Morón y el primer tramo de la autopista centrooccidental, donde las troneras no sólo rompen vehículos sino que arrancan vidas; soportamos la falta de señalizaciones y toleramos la sarta de desquiciados que son más peligrosos que mono con hojilla mientras conducen. Pero luego de superar esos obstáculos, el cielo empezó a abrirse y pudimos palpar el rostro amable de la Venezuela que continuamente nos reconforta.

Mientras en Caracas unos diputados, muchos de los cuales de bromita fueron reelectos, se recocijaban afinando el abuso de poder, aprobando una catajarra de leyes inconsultas, el país que nos acogió: diverso, pujante y cuya gente nos dio una lección de esperanza que no se hunde en cualquier bache.

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