Opinión Nacional

La Guerra a Muerte y otras guerras

El pregón terminaba con esta terrible sentencia: «Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables».

La proclama no fue producto de la improvisación. Al analizar el Manifiesto de Cartagena, Elías Pino Iturrieta escribió: «Si se extrae el texto del tabernáculo en que reposa, puede atisbarse el prefacio de la Guerra a Muerte». Caracciolo Parra Pérez anotó otro antecedente: «Antes, un energúmeno, el doctor Antonio Nicolás Briceño, redactó en Cartagena de Indias un atroz Reglamento de enganche: `Para tener derecho a una recompensa o a un grado ­decía el patricio caraqueño­, bastará presentar cierto número de cabezas de isleños canarios; el soldado que presente veinte será hecho abanderado en actividad; treinta valdrán el grado de teniente; cincuenta, el de capitán; etc.».

En el primer Congreso venezolano, el mantuano Briceño, dibujado por Pino Iturrieta en la biografía de Simón Bolívar, figura como «uno de los parlamentarios emblemáticos en el centro de unos debates dignos de rescate debido a su afán por evitar situaciones de peligroso erizamiento; pero ahora, después del fracaso de un proyecto al cual se entregó junto con los de su clase, cambió la palabra por el cuchillo. (…) El diputado de la circunspección ahora utiliza sangre humana en lugar de tinta para informar a su superior». Como presente, le envió a don Manuel del Castillo, dos cabezas mutiladas. De ese grado había sido la metamorfosis del antiguo mantuano civilizado y cauteloso.

Mucha sangre costó la Guerra a Muerte. Mucha sangre entonces, y mucha tinta después. Los historiadores se retratan en los espejos, y no escapan del horror o se refugian en la comprensión. José Gil Fortoul es severo con Bolívar, vislumbra en el gesto la crueldad de los conquistadores del siglo XVI. El merideño Parra Pérez prefiere el equilibrio.

«Los españoles ­alega en Bolívar. Contribución al estudio de sus ideas políticas­ iniciaron la matanza metódica, y, después de la regularización, Morales continuó degollando americanos. En el espíritu de los realistas, se trataba de aniquilar en Tierra Firme al elemento blanco para matar con él las ideas de independencia». Perecieron las ideas y la gente, José Tomás Boves, «bestia épica», fue el epilogo de la Guerra a Muerte.

«Ninguna nación de América sufrió tan espantoso calvario», concluyó Parra Pérez.

Quizás sea pertinente detenerse en la figura de Boves. Bolívar lo vio así: «Boves es la cólera del cielo que fulmina rayos contra la patria… un demonio en carne humana, que sumerge a Venezuela en la sangre, en el luto y la servidumbre». Elías Pino Iturrieta lo perfila de esta manera: «La hegemonía de José Tomás Boves está en su apogeo entonces. De origen asturiano, marino de oficio que después se gana la vida como contrabandista y funda un comercio para detallar sus productos entre los campesinos, cuenta con el fervor de una soldadesca de llaneros a quienes atrae con el señuelo del pillaje. Su consigna favorita consiste en prometer a los pardos las propiedades de los blancos, y su estrategia, permitir una indisciplina que apenas detiene cuando los subalternos sacian sus apetitos en los hacendados o damas de sociedad. Desprecia a los integrantes de la tropa, pues considera que `este pueblo grita lo que le gritan’, pero los convierte en herramientas de estrago debido a las cuales se enseñorea la atrocidad sobre los restos de cohabitación capaces de mantenerse todavía».

De aquellos tiempos de horror, destrucción y muerte han trascurrido dos siglos. A esas páginas de espanto no se regresa por placer. Es preferible cerrar los ojos, no pensar en las temeridades de Bolívar ni en la sangrienta popularidad de Boves. Ni en el brutal evangelio del bárbaro: «Este pueblo grita lo que le gritan». La Guerra a Muerte librada con encono y con rencor por los bandos en pugna dividió a Venezuela y la dejó en cenizas. Pero no bastó, porque otras guerras (sin llegar a sus extremos) oscurecieron la historia del siglo XIX.

¿Con qué ojos podemos ver en la distancia aquella guerra total de 1813-1814? Quizás los venezolanos de 2013 tengamos tantas aprensiones que el momento sea propicio para la comprensión de aquellos trágicos episodios. No obstante, los hechos nos advierten de las dificultades.

Entonces Venezuela era un país dividido. Desde 1999 la revolución bolivariana volvió a dividirnos en patriotas y apátridas, patriotas y traidores, patriotas y oligarcas. Al ocupar el Estado y sus inmensos recursos, los patriotas bolivarianos monopolizaron el petróleo, la administración pública, la justicia, el aparato electoral, la legislación, los privilegios económicos, las fuerzas armadas, los medios oficiales. En una palabra, como si todos los otros venezolanos, evidentemente la mayoría, fuéramos españoles y canarios, y careciéramos de todos los derechos. Somos los desterrados del Estado bolivariano. En suma, una guerra de exterminio que ya tiene quince años, y la dudosa popularidad que la nutre: «Este pueblo grita lo que le gritan».

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