Opinión Nacional

La procacidad como obstáculo

En el principio fue una palabra. Era la palabra «mierda». La utilizó el Presidente ya desaparecido, el 3 de diciembre de 2007, en una rueda de prensa, para descalificar el triunfo de la opción opositora en el referéndum consultivo para reformar la Constitución.

Ante el estupor de los corresponsales extranjeros, dijo exactamente: «¡Esa es una victoria de mierda!». Lo dijo a conciencia de hacerlo frente a la televisión en vivo y en horario infantil. Pero estaba iracundo y no lo pudo evitar. Desde entonces la pasión por la procacidad institucionalizada no ha abandonado al gobierno rojo.

En realidad, la vocación por el habla de inspiración intestinal había comenzado años atrás cuando José Vicente Rangel, por entonces ministro de la Defensa, pidió que dijeran en la televisión: «Que la gente de los cerros está bajando, ¡porque eso los caga!». Se refería a cómo intimidar a las clases medias caraqueñas con las agresiones físicas que contra ellas podrían cometer grupos violentos si la élite roja así lo ordenaba.

Pero el momento clímax del uso oficial de la palabra oscura como instrumento de descalificación a los adversarios políticos ocurre cuando Mario Silva, un señor a quien se le atribuye la creación de la TeleLetrina, insultó en vivo, en su programa en un canal oficial, a Migue Henrique Otero -director del diario El Nacional- y a su madre, María Teresa Castillo -una destacada promotora cultural venezolana, varias veces condecorada por Fidel Castro- recurriendo al término «hijo de puta». Mirando desafiantemente a la cámara, Silva dice: «…Eres el hijo de la grandísima puta, Miguel Henrique Otero».

Lo más perverso ocurre después. Otero emprende una demanda por difamación e injuria pero la jueza, Dinorah González, considera que la agraviada es la madre, María Teresa Castillo, y sólo ella puede tomar acciones, absuelve a Mario Silva y sentencia que el uso de «hijo de puta» no es injuriante sino un ejercicio de libertad de expresión.

Ahora, en mayo de 2013, hemos llegado al tiempo de los «coñazos». Una palabra que, aunque forma parte del habla popular, tiene en Venezuela connotaciones vulgares, razón por la cual maestros, sacerdotes, políticos y otras autoridades se cuidan de no usarla en público. Y, sin embargo, por estos días, a propósito de la golpiza que un grupo de diputados oficialistas les propinó a varios de sus colegas de la Mesa de la Unidad Democrática, la palabra ha florecido en los labios de ministros y diputados rojos.

La ministra de Prisiones, una figura polémica que parece formada en una de ellas, declaró a la prensa días después de los hechos: «La oposición se merecía esos coñazos». Y Michael Reyes Argote, el voluminoso diputado suplente que, como gorila loco, atacó brutalmente a puñetazos al diputado Julio Borges y le produjo graves lesiones en el rostro, declaró al seminario 6to Poder (5-12 de abril de 2013): «Si tengo que caerles a coñazos, lo vuelvo a hacer». De este modo el diputado ofrece no sólo una confesión de culpa sino que ratifica y defiende, sin pudor alguno, la agresión física como método para resolver las diferencias en un lugar, el Parlamento, concebido como el escenario privilegiado del diálogo en democracia.

Y esa, la propuesta de agresión física al adversario, ha sido otra línea del habla roja. Ya son una referencia nacional aquellas frases del tipo «les vamos a freír la cabeza en aceite hirviente», «les vamos a entrar a batazos» o «los vamos a volver polvo cósmico» con las que Hugo Chávez en distintos momentos dibujaba los resultados de una campaña electoral. Del mismo tenor que aquella con la que recientemente Nicolás Maduro alertó sobre lo que podría ocurrir si incitan a los pobres a atacar las urbanizaciones clases media y alta: «No quedaría piedra sobre piedra».

La lengua y el habla no son inocentes. El habla ruda es convocatoria a la confrontación violenta. El habla dialogante y respetuosa, a la construcción de puentes. Tras la tradición procaz y agresora del habla roja se ha ocultado la aspiración profunda, consciente o no, de impedir la existencia misma de la oposición. De hacerla polvo. Y, como correlato, el sueño de construcción del partido único al que siempre han aspirado los modelos políticos de inspiración totalitaria.

Pero en un lugar donde, luego de catorce años de gobierno, la mitad de la población adversa el proyecto oficial, el partido único es impensable -salvo recurriendo a un genocidio- y la convocatoria al diálogo una obligación. La unidad democrática tiene que mantener con valiente cuidado el camino de la no-violencia y el lenguaje abierto, y para ello debe acorralar las excepciones violentas que sobreviven en su seno.

Y el gobierno, como pareciera estar comenzando a ocurrir en la Asamblea Nacional, debe asumir acuerdos de convivencia. Y entre esos acuerdos debe incluirse el tenor de las palabras. Por aquello de que: «En el principio era el verbo».

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