Opinión Nacional

La Sorbona honra a la Gastronomía

Mi dilecto amigo Pierre Michel Eisemann, ilustre profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad de París (La Sorbona) —que yo considero también como la mía por haber obtenido de ella en el año de 1953 el diploma de Doctor en Derecho a la culminación de mis estudios de posgrado en la especialidad de Derecho Mercantil— coincidió conmigo durante muchos años en el Comité Jurídico de la UNESCO, él como representante de Francia y yo de Venezuela, y ambos hemos sido en alternativas ocasiones Presidentes de dicho órgano estatutario. Las intervenciones del profesor Eisemann en las sesiones de trabajo se caracterizaron siempre por su sabiduría, su claridad y precisión, sin que nunca les faltara por añadidura alguna nota oportuna y risueña de humor.

El profesor Eisemann no es sólo objeto de la justa admiración de sus discípulos por la calidad de sus enseñanzas, sino porque aquéllos aprecian en él su sensibilidad humana y la amabilidad de trato de que hace gala en el desempeño de sus funciones docentes. Otro tanto siento yo, que me he beneficiado de su cordial amistad y de sus siempre prudentes y conciliatorias propuestas, factor éste que permitía a nuestro Comité Jurídico aprobar por consenso la mayoría de las Resoluciones sobre los temas sometidos a su examen por la Agenda de la Conferencia o por decisión de la Asamblea General.

Hace pocos días tuve la grata sorpresa de recibir del profesor Eisemann el magnífico obsequio de un libro intitulado “El Reino de Taillevent”, cuyo autor, Bruno Laurioux, es también Profesor de ese prestigioso instituto universitario, el cual con ésta y otras publicaciones sobre la misma materia, honra a la gastronomía y da una demostración de la importancia que le asigna en el desarrollo cultural de un país.

El nombre de Taillevent me era familiar por cuanto con él distinguía mi difunto amigo Jean-Claude Vrinat el Restaurante de su propiedad en París. Salvo lo que señalaba la breve reseña estampada en la contraportada de los menús de ese célebre centro de refinada gastronomía, no tenía yo mayor información acerca de la relevancia de Guillaume Tirel, verdadero nombre del insigne cocinero y autor de uno de los primeros recetarios que empezó a circular en la Edad Media en Francia y en otros países vecinos. Ahora el libro de Laurioux me permite empezar a conocer lo que significó la presencia de Tirel en la historia de la cocina medioeval francesa.

Bruno Laurioux, además de profesor de literatura medioeval en la Universidad de París, es Director del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, y se ha especializado principalmente en el estudio de la alimentación en su más amplio sentido. Con anterioridad al libro mencionado, había publicado otra obra, “Comer en la Edad Media”, acogida elogiosamente por la crítica de su país y del extranjero.

Sus investigaciones lo han llevado a establecer las importantes vinculaciones de la alimentación con las condiciones naturales, económicas, religiosas y culturales en ese importante período de la historia. Para elaborar “El Reino de Taillevent” —más reciente— no escatimó esfuerzos para hacer una exhaustiva investigación sobre todos los materiales de alguna manera conectados con el tema: recetarios culinarios, cuadernos privados —manuscritos o impresos —, informaciones orales, nada fue omitido para el establecimiento de las conclusiones con que pone fin a su tarea de historiador.

Como siempre hemos afirmado, en la gastronomía se conjugan importantes aportes científicos y artísticos. Lo que para muchos no pasa de ser un frívolo entretenimiento, es para otros una fuente de consideración y de análisis profundo. El espléndido regalo del profesor Eisemann me ha llevado a valorizar de nuevo la gastronomía como arte y ciencia, para cuyo pleno disfrute requerimos del concurso de todos los sentidos. Mientras a la música le basta el oído y a la pintura la vista, aquélla requiere el auxilio: de la vista, para apreciar la presentación del plato; del olfato, para percibir su aroma; del gusto, para distinguir sus sabores; del tacto, para calibrar la textura de los ingredientes y de manteles, servilletas, vajillas, cubiertos, cristales y adornos que conforman la mesa; y por último, pero no menos importante, del oído para poder compartir la charla agradable de todos los comensales.

Cabe igualmente observar la significación que puede tener la gastronomía como instrumento político. El distinguido jurista e historiador José Rafael Lovera nos ha recordado las implicaciones que en tal sentido tenían las opíparas cenas organizadas por el Capitán General Manuel de Guevara Vasconcelos en nuestra época colonial. Tampoco Napoleón, el genial emperador de los franceses, menospreciaba su eficacia cuando, como parte de su estrategia, ordenaba a Talleyrand organizar grandes banquetes a la intención de predominantes personalidades públicas. De sus buenos resultados dejó testimonio la exclamación del sagaz Canciller dirigida a sus chefs: “Señores, ustedes han salvado a la Francia”.

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