Opinión Nacional

La tragedia de un mortal

Enceguecido y totalmente alienado de la realidad, avanza el teniente coronel en las tinieblas de sus fantasías. Los molinos de viento crujen de dolor ante su avanzada. Las ovaciones, que nacen de su necesidad de oír lo que lo adormece, retumban cual las sirenas que mecieron a un Ulises desarmado. Ya nada para su vertiginosa carrera y se remonta, cada vez más, como Ícaro sediento de fuego redentor, a las alturas del no retorno, a la inmolación celestial o al mundo de los milenarios e inalcanzables dioses de la mitología griega.

Los mantos de laureles se acumulan bajo sus pies, las trompetas de la gloria resuenan a ritmo marcial y los chirridos de las cuadrigas romanas arrullan su imparable avanzar.

Nunca antes los dioses fueron tan de carne y hueso ni tan de vísceras y fluidos terrenales como hoy. No, esta vez, aunque aturdidos por la inesperada revelación, podemos nosotros, los mortales, palpar en vida la realidad de los muertos.

Un hombre así existe y no existe al mismo tiempo, es como un péndulo eterno que oscila entre la sombra y la luz.

Las tragedias de Shakespeare cobran vida en estas representaciones espontáneas sobre las locuras del poder, sobre las locuras de las identidades quebradas y sobre las profundas dudas que nos impone el “ser o no ser”.

Desde el palco, el pueblo, la audiencia de esta tragicomedia, espera la caída del telón, el repentino desenlace, el final de la fantasía para volver a la cotidianidad y el pragmatismo de un simple y sano discurrir.

Quien se pierda esta obra literaria en vida, se perderá la lección que tantas veces nos proporciona el arte con sus comedias y tragedias (bien pensadas ficciones que nos ayudan a deslastrarnos de las insanas exageraciones de la fantasía).

Ya pronto oiremos las fanfarrias finales del Apocalipsis que insinúa Cervantes, las de “el inmortal” de Borges, las del “nuevo mundo” de Huxley y las de “la tormenta” de Shakespeare.

El rey de Sabaneta (cosa que el mismo cree está a punto de lograr) pronto podrá quizás sólo distraer a futuras audiencias populares, ya que no existen tantos personajes en la historia universal de todas las artes que nos logren hacer tanto reír, tanto llorar, tanto sufrir y sobre todo tanto de hacernos conscientes de nuestra humilde condición de simples mortales en este maravilloso mundo de tierra y sal.

Mientras dure la puesta en escena, disfruten del pan y circo que desde esta bizarra función nos ofrece el auto elegido.

Y hagan esto (el disfrutarlo), sin perder conciencia de que en dicha puesta en escena, escogida por él mismo, el único personaje inconsciente de cómo todo ha de terminar, es el propio primer actor.

Nosotros, los que hemos leído algo sobre las tragedias del poder, ya conocemos el infausto final.

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