Opinión Nacional

Matarile al estatismo (II)

Los dogmas de un pasado tranquilo no se adaptan ya a la tormenta presente. Nuestra época es aquella en que las dificultades se amontonan, y debemos elevarnos a la altura requerida para dominarlas. Puesto que la situación es nueva, nuestros pensamientos y nuestra acción deben ser nuevos. Salvaremos el país superándonos a nosotros mismos.

 Abraham Lincoln

 

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                        Resulta comprensible no desgañitarse en campaña electoral pregonando la agonía del dogma estatista y las fórmulas aconsejables para asestarle una eutanasia que no admite más retardo. Mas, no nos engañemos, la causa de tal timidez estriba en el temor, cundido por doquier, ante los afilados colmillos de una satrapía corrupta, chantajista y consubstanciada alevosamente con el crimen.

La ilusión de normalidad prevalece, como si de verdad nadáramos entre cundeamores de democracia. Pero se trata de la realidad virtual remachada a troche y moche por las tiranías, la realidad de la mentira impuesta, la realidad falsaria descrita impecablemente por el recientemente fallecido líder de la Revolución de Terciopelo checa, Václav Havel, en su ensayo The power of the powerless (“El poder de los sin poder”). Aunque pareciéramos capitular entre contradicciones, bien podemos, con el pañuelo cabalgando sobre la nariz y con los ojos bien pelaos, participar en tales votaciones y aupar candidaturas afines, sin olvidar nunca que nuestra intención última gravita en socavar, corroer y despescuezar, pacífica y cívicamente, las entrañas de la bichocracia, de una vez por todas, como si fuéramos un cáncer benigno (y valga el oxímoron).

                        Paralelamente, no nos conformamos con batir comicialmente al engendro totalitario y regresar a nuestras casas para empantuflarnos. El norte consiste en el desmontaje cabal del andamiaje estatófilo, calibrando de antemano la dificultad de torcerle el gaznate a un orden de cosas, a una visión del mundo y de la sociedad aposentada entre nosotros desde hace siglos.

                        Dicho accionar ya viene siendo discutido abiertamente, reiteramos, gracias a la inflexión discursiva de ciertas élites, entendidas estas en el buen sentido del término: agrupaciones e individualidades oteando el camino a seguir, fundamentándose en estudios, discusiones y reflexiones de alto coturno. La Historia lo señala tercamente: llega el momento indefectible para las ideas verdaderamente revolucionarias —perdón por utilizar un vocablo francamente devaluado hoy en Venezuela, pero su pertinencia resulta palmaria— de despegarse de la teta epistemológica que las amamanta y trascender al más amplio dominio público. Ese instante es ahora.

                        Cualquier revisión somera de artículos de prensa (como los del profesor Per Kurowski en El Universal, los días jueves), ensayos y declaraciones de la intelligentsia venezolana, constata el desiderátum de dejar atrás el estatismo, recalcando la convicción de que tanto la izquierda como la derecha tradicionales han abrevado de esta pleitesía hacia  el estado para atrincherarse en sus privilegios, corrupciones y amiguismos.

Abundan, asimismo, los récipes para abollarle la jeta al estatismo: venta progresiva y transparente al mejor postor —con reserva accionaria para los trabajadores y cotización pública en bolsa — de entidades confiscadas, corrompidas y degeneradas en hemorragias financieras (las “empresas básicas”, Cantv, Agroisleña, cementeras, importadoras de alimentos, fincas agropecuarias); reducción escalonada de la burocracia, inflada en nóminas oficiales y paralelas, con liquidaciones generosas y rentrenamiento profesional para el personal afectado, buscando su inserción en una legítima productividad; circunscripción del estado a las tareas que sí le competen —verbigracia, salud y educación de calidad para todos, seguridad ciudadana contra el hampa de cualquier ralea, defensa del territorio, preservación del medio ambiente, recaudación fiscal, sistema judicial imparcial y autónomo—, encogiéndose pero optimizándose, haciendo honor a la sabiduría popular: “Zapatero a tus zapatos”; administración responsable y transparente de las finanzas públicas, evitando déficits, consolidando la moneda, preservándonos de la inflación y desmontando gradualmente los controles de precios y de cambios. En resumen, restituirle al estado su irrenunciable carácter de garante de los equilibrios sociales. Transformarlo en el vigilante necesario con el mandato de impedir que el pez grande se coma al chico, sin olvidar jamás la obligatoriedad de descentralizar, descentralizar, descentralizar, colocando las instancias decisorias y de poder al alcance de cualquier venezolano de a pie. 

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                        Todo esto, bien entendido, es necesario mas no suficiente. Apadrinamos el ataque a la raíz del problema. Y entre nosotros, en Venezuela, ese intríngulis pasa por sopesar sin tabúes el credo de la propiedad del estado sobre el petróleo.

                        “¡Al fin lo confesó este cipayo! ¡Tanto gamelote altisonante para finalmente quitarse el disfraz: es otro neoliberal privatizador! ¡Reconócelo, Juan Bimbota!”, relincharán —si han gozado de paciencia para haber leído hasta aquí— los ñángaras antediluvianos y muchos otros confundidos, a causa de tantos años de estatismo estéril, dentro del campo demócrata.

                        No se trata de privatizar el petróleo. Hablamos de venezolanizarlo, es decir, de transferir su propiedad, efectiva y definitivamente, a todos y cada uno de nosotros, sus legítimos dueños, los venezolanos. Ajá, algunos retrucarán: ya eso fue realizado en 1976, cuando el finado Carlos Andrés Pérez lo nacionalizó. Y ahí preguntamos nosotros: a usted caro lector nacido en esta Tierra de Gracia, ¿le fue adjudicada su acción de Pdvsa? ¿Cobra usted las resultas por la venta de petróleo? ¿Le llegan a usted, a su chácara, sin intermediarios, los dividendos de la explotación del hidrocarburo, después de sacar las cuentas, a la manera de las sociedades mercantiles bien administradas? Como ello no es así, entonces resulta tautológico señalar que lo efectuado no fue la nacionalización sino, más bien, la estatización del oro negro. El estado, para variar, terminó quedándose con el saco y los corronchos, como dicen en el llano. ¡Qué mantequilla!

Y en manos del estado, no de la nación, ha permanecido durante todo este tiempo, administrado según el leal saber y entender de súpersabios enquistados en las esferas del poder que se autoasignan la pericia de saber más que nosotros sobre el manejo de nuestro dinero. Por supuesto, hoy tal atribución es potestad exclusiva y excluyente de un demagogo ignorante y corrompido, cuya única experiencia gerencial previa fue quebrar una cantina en la academia militar.

Visto el desastre y la crisis permanente de Venezuela durante estos últimos decenios —con índices de pobreza incapaces de disminuir, pese a la alharaca de la dictadura, y (ampáranos, Jesucristo) con niveles de corrupción y latrocinio convirtiéndonos en vergüenza del continente y del mundo—, no hay que ser una lumbrera del pensamiento para discernir el fiasco del modelo estatista. It’s a no brainer, dirían los odiados gringos. Debemos amputar el estatismo. ¿Cómo? Despojando al estado, vale decir, decomisándole a nuestros iluminados gobernantes su principal herramienta para sojuzgarnos: la propiedad del petróleo, para traspasarla, sin alcabalas, al patrimonio de los venezolanos. Resultará, entonces, apropiado presionar a nuestros dirigentes para que adopten estas nuevas ideas. Cruzarnos de brazos creyendo que basta y sobra con derrotar electoralmente al narcodemagogo para implantar un nuevo orden de cosas no es suficiente. Recordemos el axioma de Alexis de Tocqueville: “La obediencia deviene en servidumbre desde que el poder, ilegítimo y despreciado, no conserva más principio que el miedo o el conformismo”. Si petróleo nos pertenece, reclamemos lo nuestro, parroquia.

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