Opinión Nacional

Ni un milímetro

Han transcurrido catorce años desde que Hugo Chávez ganó las elecciones. Las ganó, si mal no recuerdo con un 57 por ciento de los votos. Desde el año 2004, y luego de los baches de los primeros años, el gobierno conducido por Chávez gastó cientos de miles de millones de dólares en conquistar el favor popular; avanzó en el control de las instituciones hasta lograr el dominio total de ellas; construyó un imponente sistema de medios de comunicación ante el cual los medios que se oponen al Gobierno lucen como islotes asediados; desarrolló un complejo de métodos intimidatorios de gran refinamiento y eficacia; elaboró un discurso histórico e ideológico a su medida, repetido hasta la saciedad, todos los días, de modo idéntico, por todos los voceros oficialistas; construyó uno de los sistemas electorales más desiguales del planeta; que montó una tupida red de control, de chequeo, de acarreo, de toda esa población que de una u otra manera depende económicamente del Gobierno o que está a la espera del cumplimiento de alguna de sus ofertas, y que anotan sus nombres y sus datos en esos «registros» donde se anotan miles de personas… ¿Pare de contar? Aún no: todo ello respaldado por la omnipresencia, hasta en lo más recóndito de todos los espacios geográficos y domésticos de este país, de una figura con un poder de comunicación política fuera de lo común.

Catorce años después, decíamos, Hugo Chávez gana las elecciones con un 55 por ciento de los votos. En unas elecciones donde no gravitó la sombra de ningún gran acontecimiento negativo que cambiara el curso de las aguas en contra del Gobierno, y que más bien tuvieron lugar bajo el aura de lo que se anunciaba por parte del oficialismo como la curso recuperación de la salud del Presidente. Era importante para el oficialismo que el triunfo fuese los más amplio posible, si en los círculos relevantes se sabía, o se sospechaba, que el tema de la salud no estaba tan bien como se quería hacer creer. Era importante que el margen de victoria revelase un dominio creciente del favor de la población, de modo de tener un amplio colchón de ventaja cuando llegara el momento de los desenlaces negativos y el Gobierno se viera enfrentado a unas nuevas elecciones, sin la presencia física de su conductor fundamental.

Así, pues, después de todo lo dicho, casi medio país vota el siete de octubre por un cambio de presidente, y dé rumbo para el país. Hay algo muy tenaz allí, que se resiste a aceptar el rumbo algo con una tendencia sólida a ser cada vez mayor. Algunos lo llaman la cultura democrática acumulada a lo largo de nuestra historia y en especial de los años que arrancan desde 1958. Ese factor con seguridad que está ahí. Posiblemente hay otros, que las comunicaciones del mundo interconectado ponen de manifiesto de forma inocultable. Por ejemplo, el dinamismo de un mundo abierto que avanza a pasos agigantados a nuestro lado y en nuestras propias narices, mientras el país se cierra, los horizontes colectivos e individuales se estrechan y oscurecen, y el país se dirige hacia el barranco de un pobre país petrolero estancado al que el oficialismo le quiere hacer creer, ridículamente, que es el ombligo del mundo.

No, medio país no acepta esa mentira y ese futuro. Y posiblemente mucho más temprano que tarde sea más de medio el país el que rechaza tal proyecto. Se acabaron las posibilidades de duración que un liderazgo como el de Chávez proporcionaba a un proyecto tan equivocado como el suyo. Tal conjetura es ya un lugar común nacional, que está a la espera de los hechos que dejarán al desnudo para casi todos el error profundo, la incompetencia abismal, la corrupción asombrosa, de un proyecto y de un gobierno que, después de todo lo que ha hecho para lograrlo, no ha logrado aumentar ni un milímetro, la base de su apoyo popular.

En ese marco de estancamiento, en los actuales momentos el Gobierno es visiblemente víctima de un ataque de furia, como lo revelan su lenguaje y sus acciones. Lo atribuyo al ataque de inseguridad del que debe ser presa en estos momentos. Siempre se ha pensado que una campaña electoral que transcurre bajo el aura del dirigente fallecido debía proporcionar un contexto bastante tranquilizante para quien, como Maduro, había sido designado explícitamente como sucesor, y beneficiario entonces, de ese legado de respaldo popular. A juzgar por la lentitud y las iracundias de Maduro, se diría que este candidato no tiene mucha confianza en su propia capacidad de efectivamente servir de recipiente para esa catarata.

 

 

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