Opinión Nacional

No acostumbrarse al horror

Durante la carnicería final que precedió la liberación de Argelia, la gente entraba al cine saltando sin mucho miramiento sobre cadáveres tirados en el suelo. Es el lado espantable de los hábitos. Minimizando la conciencia moral para soportar lo insoportable, los humanos nos resignamos a convivir con horrores, aberraciones y dictadores. Bolívar previno a la humanidad contra tales acostumbramientos y las patológicas empatías víctima-verdugo que crean: «Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía».

¿Será acaso la Mesa de Unidad la más ilustre víctima de esa  paralizante y secreta fascinación por el déspota? Avanza raudo el implante  de un comunismo real, y nada; Túnez, Egipto y Yemen envían clamorosos  avances de lo que 52% de los venezolanos desearía reproducir acá, y allí  no hay quien lea la señal; a Chávez se le ha exacerbado la verborrea, les  habló ¬encima¬ por más de siete horas en la Asamblea, y la MUD  mutis por el foro. De seguir con tan circunspectos equilibrismos,  otros actores terminarán por remplazarla.

Muchas empatías  patológicas se resuelven el día en que la víctima, en un sobresalto de  conciencia, se zafa de su íncubo y denuncia al victimario.

La  actual aceleración hacia la dictadura puede inducir más fatalismo o  desencadenar el sobresalto curativo; procede, pues, suscitar un proceso  masivo de desacostumbramiento al horror, dar libre salida a aquel  «pensamiento negativo» que mueve la historia, teorizado por Adorno y otros  bajo el lema «lo que es debe ser negado». El día en que Venezuela amanezca  desalienada y convencida de que esta destrucción capilar del país a mano  de dinosaurios políticos es definitivamente un horror, ese mismo día  hallará la fórmula para acabar con la pesadilla.

¿Cómo nos hemos  podido acostumbrar a que un militar, dilapidando 1 billón de dólares y  violando la Constitución, nos imponga un régimen que fracasó en 46 países  y causó 100 millones de muertos, o a sus cotidianos vituperios e  incitaciones al odio, a su «gas del bueno» para todo el que se mueva, sus  avisos de que «habrá guerra» si la oposición gana, su «defensores  de carroña» al estudiantado democrático, su cambio de reglas electorales a  cada elección para ganar siempre; su concepción del progreso condensada en  su slogan: «A mí me gusta un rancho, pero bien hecho», más el de su  presidenta del TSJ: «El conuco es la forma más perfecta de producción»,  más las deposiciones de su Asamblea de que los supermercados (inventados  por las civilizaciones semitas hace 4.000 años) son «la expresión del  capitalismo opresor»? ¿Cómo nos hemos acostumbrado a tanto horror  en un país que a estas alturas ha podido ser la Suecia de Latinoamérica? 

Algunos hábitos masoquistas han calado hondo, como la resignación a que  Chávez, el capataz mediático, nos gobierne por telenovela y nos adoctrine  en cadena; más de 2.000 abusos de posición dominante en 12 años, con  violación de emisora ajena, privación de libertades individuales y  creación de estado de peligro por dejar al país entero desconectado del  flujo normal de informaciones hasta por 8 horas. ¿Qué sucedería, Dios no  quiera, si una de sus alocuciones impidiese informar tempestivamente a la  población de algún desastre natural o humano en curso?

El más grave hábito  concierne, obviamente, a la inseguridad, nuestra conversión en país más  violento de la Tierra. Chávez la «descubre» muy tarde y pía ¬desde su  nivel cero de credibilidad¬ que «es responsabilidad de todos». Él  terminará juzgado por no-prestación de ayuda a la sociedad en peligro. 

Esos muertos son casi todos del cerro, allí donde Chávez debería  desplegar a sus milicianos como lo hizo Lula para que baje el número de  madres que lloran al hijo asesinado. No lo ha hecho porque el cerro,  reservorio de su imagen de Robin Hood, le provee la mayoría de sus votos y  sus milicias armadas. ¡El horror puro!

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