Opinión Nacional

No hay dios sino Alá

La primera vez que tuve ocasión de estudiar al Islam fue con Gioconda Espina. Ella era Profesora en la Escuela de Letras en la UCV, recién egresada de una maestría en México, y dictaba una electiva que nos permitió conocer la naturaleza política del Shiísmo duodecimano, actualmente en el poder, como en aquel entonces, en Irán. La primera palabra significativa que pronunció en aquel curso fue Ummah, el término que usaban los primeros musulmanes para referirse a la comunidad establecida por el Profeta en Medina. Hoy recuerdo con cariño a la profesora, con quien no faltaron discusiones duras, como suele suceder en un ambiente democrático, abierto a la polémica, al llegar a mis manos un libro de Reza Aslan, un joven especialista en el Medio Oriente de origen iraní. El título del volumen es No god but God. The Origins, Evolution, and Future of Islam (Random House, NY, 2006), y versa sobre el origen, la evolución y el futuro del Islam. Representa una introducción académica, pero muy bien escrita, sobre la religión que practican casi dos mil millones de personas. En aquel entonces leímos a Maxime Rodinson y Montgomery Watt; y por supuesto, al Corán. Ya Gioconda nos dirá que seguimos leyendo libros de vaqueros, pero lo confieso, el texto me atrapó.

Con la excepción de individuos muy bien contados, escribe Aslan, ningún judío, cristiano o musulmán, que viviera al momento de la institucionalización de su religión, consideraría su forma de pensar o de vivir anclada en experiencias de tipo personal. Su religión definía su identidad social y su manera de entender la política. La relación con Dios, codificada en modelos de ortodoxia en cuanto a la interpretación de los mitos y los rituales, establecía la ciudadanía. La pertenencia a la Ummah configuraba una conciencia social, mucho más importante que cualquier capricho o inquietud individual. Así, la limosna o zakat era una obligación, nunca un acto de caridad, más bien la forma de manifestar nuestro sentido de responsabilidad hacia los que no tienen nada. La fe, en este particular, no se reduce a oraciones en solitario: implica más bien manifestaciones concretas a los necesitados. Pero también, al sancionar la Ummah un modelo de Estado, transformó la palabra de Dios en una religión de la espada. El Ayatollah Khomeini invocó esta pertenencia a valores comunes para cohesionar su país y rechazar el proyecto del Sha Reza Pahlavi, una imposición cultural plagada de inflación, una militarización innecesaria y la corrupción, pero sobre todo por la pérdida de la unidad religiosa en Irán.

El Corán puede ser considerado como el supremo acto árabe y algunos lo consideran el único “milagro” practicado por el Profeta Mahoma. El sentido de lo milagroso puede alterarse de acuerdo a las épocas: Moisés tuvo que apelar a la magia para probar sus credenciales como profeta, transformando su vara en serpiente. Jesús, en cambio, vivió una época donde la medicina y el exorcismo eran más importantes y sus curaciones milagrosas testimoniaron su divinidad. Mahoma apeló a la palabra, al lenguaje y nunca realizó actos mágicos ni practicó curaciones milagrosas. Sostuvo ser tan sólo un mensajero y ese mensaje fue el único milagro que supo dar. El Corán, al codificar el dialecto de la región del Hiyaz, creo la lengua árabe y es la fuente de su gramática. Cumplió a nivel lingüístico la misma función que Homero tuvo con el griego o Chaucer con el inglés. Y si el Corán es la palabra de Dios, no tiene sentido leerlo en traducción. Llevarlo a otro idioma transforma la experiencia directa de la divinidad en una interpretación, necesariamente adulterada por otro lenguaje. Sus palabras, al provenir del Único, poseen un poder conocido como baraka.

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