Opinión Nacional

Nosotros los Fascistas

Primero fue el miedo como instrumento de guerra psicológica. No será una política innovadora, pero funciona; ahora pasaron a la ansiedad. Ya Alexis de Tocqueville la identificaba como un problema político que se resolvía por vías políticas. La ansiedad se vuelve un arma que esgrime una mayoría circunstancial a cargo de la administración del Estado, transformando el ejercicio democrático del poder en una práctica de la tiranía. La ansiedad a la cual estaban sujetos los ciudadanos del autor de La democracia en América no estaba relacionada con eventos concretos o específicos: era más bien una atmósfera y no tanto la amenaza concreta de la violencia contra un ciudadano en particular o contra su propiedad. Los ataques son lo suficientemente aleatorios y aislados como para acabar con la sensación de paz. La destrucción de los referentes de una vida pacífica, ordenada, ajustada al Estado de Derecho, reduce la posibilidad de una normativa, de una hoja de ruta o norte común para el país. El miedo ya no es entonces únicamente el arma preferida utilizada por el Estado como respuesta a la disidencia: se transforma en el clima permanente de la vida social. Muchos, como bien lo señalaba Eric Fromm en su ya clásico Miedo a la libertad, prefieren la opresión política ante la incertidumbre de la libertad. Prefiero callar antes de atreverme a pensar y a obrar políticamente en consecuencia con mis ideas. No me vuelvo chavista, pero tampoco participo en los actos de la oposición. El limbo político resguardado por los canes del silencio, por la auto-censura y los calmantes con receta médica.

Una llamada telefónica, una amenaza velada o un comentario basta para crear pánico y sembrar niveles de ansiedad que difícilmente tolera el común de la gente. La parálisis política invade el cuerpo social, se instala en su centro nervioso, corroe la voluntad y la enferma de un mal grotesco, un foco infeccioso ante el cual sólo cabe soñar con la guerra del fin del mundo y los pasaportes. Pero inscribirse en un partido político jamás; ayudar a organizar la disidencia, mostrar y discutir las aberraciones de una clase política que se llama a sí misma boliburguesía, nunca. El terror como plato cotidiano. Quizás, siguiendo los pasos a Tocqueville, sea necesario rescatar los valores de la izquierda, de un auténtica democracia social inspirada en sed de justicia y no tanto de venganza. Nuestros radicales invisibles, arropados con sus cobijas psicológicas contra el frío del silencio, deberán hacer las paces con la revolución. Al menos con los valores que la inspiraron y que fueron traicionados por corruptos y violentos. El reconocimiento de un país envuelto en pobreza, desesperanza e ignorancia, será la clave para minimizar los efectos de la ansiedad que ha logrado distribuir de manera tan efectiva el régimen de Hugo Chávez. Los violentos de espíritu, cuya sed de venganza jamás será saciada, terminarán consumidos por la frustración perpetua de no poder acabar con la disidencia y ver como, al contrario, ella se reproduce en sus propios hogares. Los demás, si escapan a la furia, si llegan a decirle no a sus demonios, podrán transitar el camino de vuelta a Venezuela, el único país.

La socialdemocracia fue capaz de apartar el resentimiento del cambio: purgó el odio y supo crear el sueño de una sociedad pluriclasista, capaz de dialogar entre sí. Nosotros los fascistas, catalogados como tales por una casta militar por el hecho de no aceptar su devocionario y negarnos a hacernos los locos frente a sus desvaríos ante los dólares y la historia, seguiremos en paz con nuestras ideas, sin traicionarlas. Y triunfaremos. Escríbanlo sobre piedra.

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