Opinión Nacional

Nullius in verba

Este es el lema, mote o divisa (“motto” en inglés) de la más antigua e influyente sociedad científica del mundo, la Royal Society, fundada en Londres el año de 1660 bajo el patrocinio real de Carlos II, y significa “nada en palabras”, o sea, “no aceptes para ello la palabra de cualquiera” [1] . Define muy bien la razón de ser de la institución, y refleja la actitud de la mayor parte de sus fundadores, lumbreras como Isaac Newton, Christopher Wren y Samuel Pepys, que pusieron en duda el dogma aristotélico prevalente por más de un milenio. La influencia que ha tenido esta sociedad en el desarrollo científico de Inglaterra en primer lugar, y luego del mundo entero, es reconocida internacionalmente, en parte porque ha hecho honor a su divisa.

En otro escrito hemos destacado la sabiduría administrativa de los antiguos romanos cuando optaron como norma de conducta el aforismo res non verba (hechos no palabras). Sin duda la impronta histórica del Imperio Romano, se debió en parte a esta filosofía que formaba parte de su sistema y fue causa del considerable y prolongado éxito de su proyecto político, basado en sólidas acciones, que duró casi trescientos años y dio lugar a un período de paz y progreso sin precedentes (pax romana).

La autoridad de los gobernantes no dependía en ese entonces de su facundia, de sus promesas y de su votos en sucesivas elecciones.

Sin embargo, en plena Edad Media, un monje aguerrido, movido por un celo religioso extraordinario, Pedro el Ermitaño, fue capaz de predicar de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, un sentimiento colectivo de revancha, para rescatar Jerusalén y Tierra Santa de manos de los musulmanes.

Pero los mejores ejemplos de lo que representa la oratoria popular en política son los de los conductores de los movimientos totalitarios del siglo XX, Mussolini y Hitler.

El contenido del discurso de estos líderes carismáticos es la mayor parte de las veces vacío de originalidad y lleno de latiguillos que se repiten incesantemente hasta el cansancio. Su efectividad emocional –puramente emocional y bastante irracional-, en el público oyente está basada en cierto magnetismo personal del líder y está disociado de su verdadero significado y de las ideas que aborda.

Nos refiere el famoso historiador británico, Trevor-Roper en su libro: “Los Últimos Días de Hitler” (un recuento sobre el tema preparado para los servicios de inteligencia británicos a raíz de la rendición de Alemania en la II Guerra Mundial) como el embajador británico en los meses previos a la gran conflagración –interesado como estaba todo el mundo en entender el poder mediático del Fuhrer-, le pidió a la esposa de uno de sus Agregados (que hablaba alemán en forma fluida, pues había vivido en el país de niña) se trasladase a Nuremberg y asistiese a las ceremonias nazis que allí tenían lugar cada año, y a su regreso le informó con gran entusiasmo al jefe de la misión diplomática de la emoción colectiva –raya en el histerismo- de la multitud allí congregada al oír al líder y de sus favorables impresiones sobre el acontecimiento. Después de escucharla atentamente, el embajador, hombre veterano en esas lides, le pidió a su informadora que le escribiese un breve informe con la parte sustantiva del mensaje de los discursos que pronunció Hitler en esa ocasión. La señora se fue a consultar la hemeroteca de la principal biblioteca de Berlín, se leyó con detenimiento cada uno de los discursos, y a los pocos días, muy contrita regresó donde el embajador, para retractarse de su anterior diagnóstico y reconocer que Hitler no había dicho absolutamente nada nuevo o nada de interés, pura palabrería vana; el mismo discurso amenazante lleno de lugares comunes que endilgaba al populacho cada vez que se le presentaba la ocasión, destinado a enardecer a las masas y crear el necesario clima de agresividad para llevarlos como un dócil rebaño a cumplir sus objetivos finales de conquista por las armas y asesinato masivo del pueblo judío (sus chivos expiatorios favoritos por el fracaso alemán de la I Guerra Mundial).

Solo la desesperación colectiva de un pueblo culto y laborioso como es el pueblo alemán puede explicar el meteórico ascenso al poder de un líder demagogo, populista y sin formación intelectual sólida como Hitler. Recientemente me han hecho llegar el texto de la carta que en ese crucial momento histórico (1933) envió el general Ludendorff a su colega el mariscal Hindenburg (a la sazón presidente de Alemania), con su opinión de lo que representaba el nombramiento de Hitler como Canciller (después de ganar mayoritariamente unas elecciones):

«Al nombrar a Hitler como . . . Canciller de la República, usted ha entregado a nuestra sagrada patria alemana en las manos de uno de los más grandes demagogos de todos los tiempos. Solemnemente puedo hacerle a usted la profecía que este demonio echará a nuestro país en el abismo, y traerá sobre nuestra nación miserias inconmensurables. Las futuras generaciones lo maldecirán a usted en su tumba por lo que ha hecho».

El caso de Perón en la Argentina es similar y repite muchos de los trucos de Mussolini y Hitler, y es en cierta forma inédito, pues al contrario de lo que sucedió en Italia y Alemania que cerraron trágicamente el capítulo de sus dos líderes máximos, después de un tiempo en desgracia, recuperó su cuota de prestigio político y de arrastre popular, fue elegido nuevamente presidente, murió en ejercicio de la primera magistratura y aún después de conocerse el fracaso de su propuesta y de tener anos de enterrado, sus herederos políticos siguen disfrutando de un reconocimiento popular que es difícil de entender y de explicar.

Seguramente los estudiosos del tema tendrán que analizar al menos dos factores que pueden determinar estos fenómenos aluvionales. El primero es la opción mesiánica, totalmente irracional, que puede surgir en un momento dado de intensa y aparente crisis insoluble, debido a un caos reinante e ingobernabilidad manifiesta (los casos de Italia y Alemania en los anos 20 y 30 del siglo XX). El segundo –común a toda la geografia del Tercer Mundo-, es el de la ignorancia de la mayoría de los votantes, capaz de aceptar cualquier mentira e incapaces de dilucidar la falacia de promesas incumplibles y para subsanarlo no tenemos otra terapéutica que la educación. Más y mejor educación cívica.

Mucho me temo que el caso de Venezuela con Chávez será digno de futuro estudio y que habrá que analizar en profundidad la crisis que precedió su súbita aparición en el escenario político nacional, y muy especialmente el nivel de desesperación del pueblo y buscar alguna explicación válida para justificar la solidaridad de sus inmediatos colaboradores, que llegándolo a conocer íntimamente, pudieron apoyarlo y seguirlo, cuando todo apuntaba hacia un colosal fracaso, dado el grado de megalomanía, ignorancia y conducta irregular del líder.

Es mucho mas difícil engañar a un pueblo culto que a un pueblo ignorante. Es mucho mas difícil llevar a una sociedad próspera y estable a tomar decisiones irracionales, que a una sociedad depauperada y desesperada por su frágil situación economica.

Cuando ambos factores se juntan tenemos, tal como en el caso venezolano, una sociedad masivamente pobre e ignorante, decepcionada de un sistema político inoperante y corrupto, es fácil imaginar como un líder carismático, populista, demagogo e ignorante puede –ayudado por un grupito de políticos veteranos inescrupulosos y dispuestos a utilizar esa peligrosa herramienta- proponer un cambio, con el ropaje de “revolución” y apoderarse de todos los poderes mediante el sufragio de esa masa incapaz de darse cuenta de la fragilidad del montaje y su inherente peligrosidad.

Las propuestas de Chávez son sencillamente inviables y su estilo de desgobierno va a dejar heridas profundas que tomarán tiempo en cicatrizar. Ha utilizado toda su pasión en destruir a mansalva instituciones y personas, sin tener la más leve idea de cómo sustituirlas. En tres años ha sido capaz de crear un caos total al antagonizar a todas las instituciones y a todas aquellas individualidades que podían ofrecer un obstáculo a sus propósitos de lograr un Estado nuevo con poderes subalternos y obsecuentes a su sola voluntad y numerosos caprichos.

Tal es la lamentable situación que vivimos y muy difícil será reconstruir un país tan vulnerado por una mente dislocada, desordenada y mal aconsejada, que nunca ha debido llegar a la posición que ocupa.

Parte del fracaso de Chávez puede atribuirse a su falta de buen juicio y sentido común al escoger a sus colaboradores para formar Gobierno. Aquellos políticos que se rodean de los mejores cerebros disponibles en el medio donde actúan tienen alguna posibilidad de llegar a ser verdaderos estadistas; quienes se rodean de mediocres, pensando que ello garantiza su lealtad, se exponen a obtener el mismo tipo de resultado mediocre de sus acciones.

Los asesores políticos de Chávez han debido advertirle que era imposible mantener semi-oculta a la crítica de los medios de comunicación y a la opinión pública en general, los objetivos finales autoritarios y despóticos de su pretendida “revolución democrática y pacífica”. Sencillamente porque ningún pueblo aceptará jamás el totalitarismo stalinoide de Fidel Castro, a menos que le sea impuesto por la fuerza, y si fue posible en Cuba hace más de cuatro décadas, es porque jamás se le ha permitido a su pueblo expresarse libremente en elecciones honestas. Esa fallida experiencia, del híbrido comunista con democracia, ya se vivió en America Latina con Allende en Chile y conocemos su costoso e innecesario precio.

Aún dándole el beneficio de la duda y suponiendo que Chávez, aunque profundamente confundido, fuese genuino y honesto en su deseo de mejorar las condiciones materiales de nuestro pueblo, su proyecto estaba destinado a fracasar desde el primer día, y aunque es posible pensar que dada su ignorancia y falta de experiencia política y su desordenado sistema de gobernar, pensase, aupado por su corte de aduladores que podía salirse con la suya, es impensable que algunos hombres y mujeres más formados de su entorno hayan aceptado embarcarse en ese descabellado proyecto que tan tristes históricas consecuencias va a tener para el país. La historia va a juzgarlos con la severidad que merecen, como aventureros mercenarios, capaces de voltear la cara ante la evidencia de todos los vicios que anteriormente habían denunciado, para disfrutar, mientras durase, de una cuota del poder por tanto tiempo ansiado.

Ese despertar de la pesadilla del fracasado proyecto chavista va a dejar un país extenuado y con una tremendo “raton” o resaca, después de esa borrachera de tres años de esa verborrea incontenible, destemplada, agresiva y grosera de parte de un presidente, algo completamente nuevo en nuestra historia.

Ojalá, esos tres años hayan sido una experiencia negativa suficiente para inmunizar al cuerpo social de Venezuela, de esa terrible enfermedad que es el populismo y la demagogia llevados a sus límites extremos, y algo que es casi tan grave, el magisterio de la más rampante vulgaridad. Es una pesadilla que ha hecho descender en forma brutal y despiadada los niveles de autoestima de los compatriotas.

El intento sostenido de sobornar a diestra y siniestra para obtener aquiescencia y apoyo a su proyecto político ha terminado por corromper instituciones y personas por igual.

Confío en que hayamos aprendido bien la lección y sigamos el sabio consejo de “nullius in verba”, que nos obligará en lo sucesivo a sopesar muy bien la experiencia como administrador (especie de director de orquesta) de quienes aspiren a la primera magistratura. Que juzguemos de su potencial por lo que han hecho y no por la ilusoria retórica de su discurso. De allí que nos interesará más observar la trayectoria de los gobernadores (con su acción ejecutiva) que la de los legisladores (con sus debates parlamentarios). Es hora de que nos grabemos esa lección tan dolorosamente aprendida.

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[1] MEDAWAR, P.B.: The Limits of Science. Harper & Row, Publishers. New York, 1984.
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