Opinión Nacional

Para no hablar más de fraude electoral

HM Enzensberger atribuye al enviado norteamericano en República Dominicana haber despachado esta comunicación al Departamento de

Estado en Washington el 18 de mayo de 1930: «Tengo el honor de ratificarme en mi informe según el cual transcurrió sin disturbios en día de las elecciones. No obstante, reina aquí una cierta inquietud…

La Confederación me comunica que, según recuentos preliminares, fueron depositados 223.851 votos a favor del General Rafael Leonidas Trujillo. Ya que la citada cifra sobrepasa en mucho al número total de electores inscritos, huelga todo ulterior comentario respecto a la honradez de estas elecciones.»

Andrés Oppenheimer reseña haberle preguntado a un taxista en La Habana, aquel ahora lejano año de 1989, que si todos los candidatos eran del partido comunista ¿para qué son las elecciones? Y éste le habría contestado: «¡Esa misma vaina digo yo!»

En Irán las elecciones se resuelven entre el candidato de los clérigos y un clérigo metido a candidato. Para elegir a la Asamblea Nacional hay un índex que excluye como candidatos admisibles incluso a musulmanes si no son fundamentalistas.

Algunos teóricos políticos han advertido el paso de las elecciones competitivas propias de las democracias liberales occidentales, hacia elecciones controladas características de los regímenes despóticos.

Nosotros podemos añadir que pasamos de un régimen de elección a otro de ratificación o convalidación del poder ya establecido.

El defecto es que se siga llamando «elección» a un proceso en que efectivamente no se elige nada ni a nadie, porque ya todo fue decidido en un cenáculo de 10 o 12 iluminados y de lo que se trata es de

demostrar que éstos tienen cierta capacidad de movilización de masas de la que pueda deducirse un consenso mayoritario dentro de la población.

De manera que elecciones amañadas o sistemas de aclamación no son nuevos ni causan sorpresa; quizás el mayor problema sea recuperar el sentido de las elecciones una vez que éste se ha perdido.

¿Por qué las tiranías personalistas, comunistas o teocráticas, siguen haciendo elecciones, aunque el mismo concepto les resulte impropio? Porque desde la superación del derecho divino de los reyes, el poder tiene que buscar alguna base de sustentación y parece haberla encontrado en el mito de la voluntad popular.

Todo caudillo o toda revolución lo son porque el pueblo así lo querría. En estos regímenes se vota no para elegir entre personas o diversos cursos de acción, sino para ratificar o convalidar a una persona ya ungida o un curso de acción ya determinado.

La palabra «elección» se hace superflua, sólo sobrevive la envoltura, el acto formal de votación, pero sin efectividad política propia, solo es la convalidación de lo ya decidido por otro u otros, en alguna otra parte, que nunca se conoce con exactitud.

ENSAYADO SIMULACRO

La palabra «simulacro» tiene una fuerte raigambre de táctica militar, sustantivo de simular, que significa aparentar lo que no se es o no se tiene; al contrario de disimular, que consiste en ocultar lo que se es o lo que se tiene realmente.

Ilustrativamente, el CNE ha denominado «simulacros» a sus ensayos perfectamente coordinados con los llamados poderes públicos, incluyendo milicias y al partido de gobierno, dejando al electorado como parte de la utilería del teatro o simple espectador.

Si usted no sabe con certeza el resultado del simulacro, tampoco sabrá el resultado de la final puesta en escena o, para decirlo con más precisión, eso también es parte del simulacro, como que el gobierno cante victoria y la oposición adopte esa actitud perpleja de quien no conoce el protocolo, pero trata de no hacer algo inconveniente.

Es evidente que el gobierno sí sabe lo que pasó allí, porque ellos lo hicieron, los que no sabemos nada somos los que estamos afuera, oposición incluida, que tenemos que conformarnos con lo que nos digan unos actores nada confiables. En un ambiente de incertidumbre, la voz del árbitro suplanta la voz del pueblo y deviene en suprema ley.

La pregunta es, ¿porqué personas inteligentes y bien informadas, que conocen perfectamente lo que es un sistema electoral y qué no lo es, sin embargo cohonestan un sistema convalidador como si fuera competitivo, incluso contrariando sus íntimas convicciones y lo que confiesan en privado?

La respuesta más común es que «no hay alternativa». No vamos a «coger el monte», ni a promover un golpe de estado y «peor es no votar», por tanto, hay que votar aunque el sistema apeste. A los adecos les gusta decir que «en este charco te tienes que bañar» porque «eso es lo que hay».

Este argumento, si se le puede llamar así, no resuelve el problema de la convalidación del régimen, ni siquiera se lo plantea, por lo que le viene bien la crítica de acomodaticio, oportunista, colaboracionista y de no querer cambiar las cosas, que es lo que se supone debería ser el objetivo de la socialdemocracia y también del socialcristianismo.

La segunda respuesta de los que sí quieren cambiar las cosas la podemos bautizar como «el factor Baduel». Se basa en la creencia de que a la hora de la verdad, si se levanta una ola política impactante, aparecerá un militar que le torcerá el brazo al comandante en jefe e impondrá la «voluntad popular», para evitar lo único a que los militares le temen, tener que disparar un tiro.

Si bien la ilustración de este argumento se encuentra en el referéndum constitucional de 2007, tiene el leve defecto de que Baduel ahora está preso y no se ve en el horizonte ningún militar que quiera emular su suerte, es decir, salir llamando a la población a votar porque él va a garantizar el resultado.

La última respuesta oscila desde la cándida ingenuidad de los que dicen que el sistema es lo que no es, es decir, imparcial, transparente y confiable, que aquí jamás hubo ningún fraude y todos los resultados han sido tal cual ocurrieron, aunque el CNE desde el 2004 ni entrega resultados finales y cada vez que alguien se los pide le dan, como se dice, con las tablas en la cabeza; hasta el más abyecto cinismo de los que saben cómo es la cosa pero son lo suficientemente desvergonzados como para sacar su propio provecho del tremedal.

No nos detengamos en los maestros de la paradoja, que primero admiten que esta es una dictadura militar corrupta, asociada al terrorismo y al narcotráfico, vicaria del crimen organizado transnacional, mentirosa, inescrupulosa y ruin; pero, no obstante, hace elecciones limpias.

La primera y principal condición para esta credulidad increíble es olvidar que ese régimen es quien organiza y paga las elecciones que, según ellos, servirán para defenestrarlo.

De manera que lo único que nos queda en medio de la oscuridad pública es lo que aconsejaron los filósofos desde el principio de los tiempos: retirarse a cultivar el propio jardín, guardar una prudente distancia de los asuntos políticos y confiar en que no se cumpla la profecía de Lenin que condenaba a quienes no se meten en política a que la política termine metiéndose con ellos.

DERECHOS CONDICIONADOS

La opción de decir «boto tierrita y no juego más» ya ha tenido una condena anticipada de parte de todos los leninistas, que consiste en decir que quien no vota después no se puede quejar, ni siquiera tendría derecho a hablar.

Lo curioso de esta condena no es lo difundida que está ni que nadie la cuestione a pesar de que no tiene el menor asidero constitucional, legal, ni de sentido común; sino el hecho de que sea sostenida por ilustres voceros de la oposición más que por los esbirros del gobierno.

La verdad sea dicha, votar es un derecho constitucional no una obligación penalizada, tanto menos con la sanción de privación de todos los demás derechos.

Por ejemplo, los derechos humanos son universales, inalienables e imprescriptibles, incluyendo el de libertad de conciencia, a expresar las propias opiniones y resistir a la opresión. Ninguno de ellos lleva la coletilla «a menos que usted no haya votado».

Todos los demás derechos que reconoce la constitución son independientes del ejercicio de la participación política, incluso el derecho mismo de participar políticamente. Por tanto cabe preguntarse, ¿por qué ese interés tan desesperado en forzar a la gente a participar en algo que en su conciencia es una gran falsedad, un fraude institucional?

Precisamente porque se han invertido los términos. Antes, cuando el voto servía para elegir e influir en la dirección política del Estado, los ciudadanos tenían interés en votar y los dueños del poder se valían de cualquier subterfugio para impedírselos, como ocurrió con las mujeres y grupos minoritarios en las democracias occidentales.

Pero en un régimen convalidatorio los interesados en que la gente vote son los dueños del poder, porque en eso basan la legitimidad del ejercicio de un poder arbitrario; mientras que el ciudadano entiende que el sistema está controlado y solo produce los resultados que el régimen quiere, por lo que será él quien recurrirá a subterfugios para eludir la presión social, burocrática o policial para que convalide la tiranía.

Las experiencias totalitarias que en el mundo han sido muestran que sólo muy pocas personas resisten al mal radical, con todas las consecuencias que ello les acarrea; pero por alguna extraña razón esas pocas personas son inquietantes para unos regímenes aparentemente todopoderosos, por no decir que se convierten en un incordio que tortura hasta lo insoportable la conciencia de su entorno familiar y social.

No hace falta mucha perspicacia para advertir que en Venezuela se estableció uno de estos regímenes. No hay en el ambiente político y espiritual nada que favorezca al liberalismo, la diversidad y al pluralismo, sino muy por el contrario, sólo se exalta la unidad, la unanimidad y el fanatismo.

El país seguirá su curso hacia el estado comunal que es un eufemismo por «comunista» y sólo muy pocos podrán decir: «Todos lo hacen; pero yo no». ¿Quién se atreverá a cumplir la máxima: «No seguirás a la multitud para hacer el mal»?

La esperanza es que todo gran movimiento comienza con un individuo solo.

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