Opinión Nacional

Parsis que fueron persas

La Puerta de la India está a la orilla del mar, en Bombay. Es un monumento emblemático que vio partir al último virrey británico en 1947. En los alrededores, nada ha cambiado desde entonces. Los pescadores continúan echando las redes frente a uno de los hoteles más imponentes del mundo, diría yo. Desde allí Octavio Paz escribió algunos de los últimos poemas de su fructífera estancia de seis años en el sub-continente. A lado de la “Gateway of India” se encuentra el muelle donde parten las lanchas de turistas rumbo a la cercana isla de Elephanta, que alberga grutas donde podemos encontrar uno de los ejemplos de arte más grandioso del periodo Gupta y una de las más altas muestras de arte relacionadas con lo sagrado. Es además uno de los centros de peregrinación, morada de Siva y de Parvati, más respetados por los hindúes. Cuesta trabajo entender que estos recintos son a la vez museo y lugar de culto vivo y es extraordinario observar la reverencia con que se dirigen a ellos los creyentes. Paz escribió uno de sus más breves y bellos poemas de despedida de ese país, a partir de una última visita a Elephanta, que marcó el fin de un ciclo de vivencias fundamentales, y que se había iniciado precisamente allí, durante su primer estancia en India como diplomático en nuestra Embajada de Delhi, en 1951. Paz cuenta todo esto con elegancia y profundidad en su “Vislumbres de la India”, un texto que no pretende ser enciclopédico pero que contribuye de manera rigurosa a situarnos en el estudio de una civilización que tenemos que tomar más en cuenta, por el influjo de sus raíces ancestrales y por su futuro promisorio. No hay que olvidar que la India sobrepasa ya los mil millones de habitantes y que su diversidad histórica, proyectada en una sola nación de más de mil seiscientos idiomas y dialectos (diez y siete lenguas oficiales, contemporáneas en su constitución), le otorga características culturales prácticamente únicas en el mundo.

Pero volvamos al hotel “Taj Mahal”, así se llama esa mole de estilo europeo y asiático a la vez, que se ha convertido en un edificio emblemático de una realidad urbana donde se conjuga lo palaciego de la estación Vistoria de tren, con el caos de predios sin ningún estilo, provocado por una brutal especulación inmobiliaria. Bombay es una de las ciudades con el metro cuadrado de terreno más caro del mundo, tan caro como en Tokio, París o Londres. Tanto la larga mención y otras referencias del hotel “Taj Mahal”, como esta cuestión del precio del piso, tienen estrecha relación con el motivo principal de este texto, hablar de un grupo de seres humanos que llegaron al norte de la India provenientes del actual Irán hace varios cientos de años.

Malabar Hill es el nombre de una colina que se asoma a las playas de Bombay, rebautizada, como muchas ciudades de la India, con uno de sus supuestos nombres originales: Mumbai; aunque hay voces que se levantan contra el supuesto origen lingüístico vernáculo y recuerdan que los primeros expedicionarios portugueses le habrían llamado la bahía buena: Bom Bahía, y de allí a “Bombay” sólo hay un paso. Pero discusiones nacionalistas aparte, Bombay es una ciudad de prodigios, de contrastes, de bullicio humano equiparable al de Calcuta y concretamente en Malabar Hill se encuentra uno de esos lugares que marcan a la capital del estado de Maharastra, frente al mar arábico: las Torres del Silencio. Este nombre poético encierra un misterio que sólo se revela en sus proporciones sagradas a los que profesan la religión de Zoroastro, a los parsis, al pueblo que en el Siglo VIII salió huyendo de la invasión musulmana a la Persia Antigua. Hoy en día son muy pocos los herederos de un culto que respeta a rajatabla los cuatro elementos principales de la naturaleza (considerados sólo cuatro en la antigüedad) como identidades divinas: el aire, el fuego, el agua y la tierra. Y es precisamente ese respeto que les obliga a no “ensuciar”, con sus restos mortales, ni una pira, ni una tumba, ni pueden ser abandonados en mares o ríos.

Las Torres del Silencio son el sitio del adiós definitivo de una comunidad que se calcula en poco más de cien mil personas. Allí se exponen desnudos los cadáveres; son estructuras abiertas al acceso de aves de rapiña que se alimentan de los restos humanos. La razón de esta práctica radica, principalmente, en la concepción sagrada de los elementos terrestres que no deben contaminarse con despojos. Visto desde una atalaya occidental, esta práctica suscita no sólo sorpresa, sino rechazo. Pero nuestra actitud debe ser lo más abierta y tolerante posible, cuando nos deparamos con hábitos cotidianos milenarios, que en su marco cultural son tan normales y corrientes como nuestras costumbres.

Al concepto de pureza que podría deducirse de esta peculiaridad con que enfrentan los parsis el destino final de sus muertos, se suma el hecho simbólico, nada deleznable, de que un cuerpo muerto puede al menos alimentar a un ser vivo que tiene el aire como elemento fundamental. A los ajenos a la religión de Zoroastro nos está vedado asomarnos siquiera a uno de estos sitios. En una de mis frecuentes estancias en Bombay, me aproximé hasta las Torres del Silencio de Malabar Hill. La mayoría de los vecinos eran de la propia comunidad parsi y con su presencia (y altos muros) impedían que la curiosidad ajena invadiera sus prácticas rituales. El lugar es muy bello. Está rodeado de enormes y cuidados jardines en los que destacan las estructuras cónicas. Las Torres del Silencio están forradas de telas de alambre. La intención es que las aves no logren salir de ese lugar portando miembros de los cuerpos que consumen. Los edificios vecinos a las torres están cada día más próximos y son más altos. Desde ellos se puede apreciar lo que pasa. Los olores llegan a las casas con la brisa de la bahía. Pequeños restos han sido encontrados por la calle y sobre los autos. Los zopilotes son más escasos y las quejas de la comunidad comienzan a representar un problema. Las autoridades religiosas son intransigentes y hay poco margen para cambiar estos hábitos funerarios.

Pero el problema mayor de los parsis, con todo, no es encontrar la fórmula que preserve los complejos dictados de su religión para deshacerse de sus muertos, sino, paradójicamente, la sobrevivencia de su pueblo. Cada vez son más caros los costos de los departamentos y el sistema de dotes no resiste a la criminal oferta de los bienes raíces. El resultado es que cada vez hay menos matrimonios entre los parsis o comienzan a diversificarse, con la consecuente pérdida de sus valores. Los parsis han sido y son un pueblo ilustrado y algunos de ellos se cuentan entre los miembros de la próspera comunidad empresarial. En sus filas hay grandes intelectuales y artistas. Algunos han trascendido las fronteras como Zubin Metha o Fredy Mercury, y el dueño de la cadena de hoteles “Taj Mahal”, el señor Tata, construye carros y camiones y computadoras. El mensaje de Zoroastro no por minoritario es menos importante que los cuerpos teológicos de las grandes religiones. En el cuerpo escrito de su doctrina hay altas dosis de belleza  literaria y filosófica. La UNESCO tendría que tomar cartas en el asunto, en relación a la amenaza que existe de la extinción de su pueblo; así como preserva sitios que designa monumentos de la humanidad, podría contribuir a preservar grupos humanos que están en peligro de desaparecer en el mundo o de perder sus raíces fundacionales. Los parsis cargan en su propio nombre el esplendor de una de las más trascendentes civilizaciones de la humanidad. Acerquémonos a ellos con respeto.

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