Opinión Nacional

Pecados y pecadores

 Esto le ha permitido identificar a lo largo del tiempo en dónde se aloja el mal y a quienes considera malhechores. Con la crítica racional a la religión y la puesta en duda de sus verdades se perdió esa certeza, así como la asimilación entre herejes y pecadores. Diversas sectas y escuelas, cada una con sus aspirantes a profetas, intentaron definir el mal por su cuenta con escaso éxito. A falta del concepto de pecado, las maldades se fueron multiplicando sin que se pudiera decir qué tenían en común.

En la vida pública, o política, la maldad se repartió entre retrógrados y subversivos; en la económica, entre explotadores y comunistas; en la religiosa, entre supersticiosos y ateos; en la vida privada, entre disolutos y homosexuales. Según los imaginarios de cada época, se le endilgaba al enemigo el calificativo correspondiente y esto bastaba para descalificarlo.

En Venezuela y América Latina, ladrón, militarista, homosexual, comunista, gorila, corrupto, narcotraficante y terrorista han sido sucesivamente las expresiones más utilizadas. Tanto, que se ha devaluado su impacto denigratorio y peyorativo y ya no basta con nombrar una sola para descalificar plenamente al adversario. El villano debe acumular varios defectos para que pueda ser apabullado.

Por ello, el oficialismo intenta atribuir todo tipo de cargos al candidato presidencial de la unidad. Comenzó con epítetos infantiles: «majunche», «bobo», «señorito». Después utilizó municiones más gruesas: «lacayo», «mariconsón», «imperialista», «cobarde», más los tradicionales «burgués» y «contrarrevolucionario». De seguir la tendencia, pronto vendrán acusaciones de ladrón, abusador e instigador de la violencia. Y, a medida que el candidato del Gobierno se sienta más débil, es de prever que se le añadan pecados cada vez más horrendos al de la oposición.

Por su parte, los personeros de la unidad, ante la posibilidad de que el candidato enfermo del oficialismo deba ser sustituido, ligan porque quien lo reemplace sea alguien que venga con el mayor número de pecados posibles, para que así sea más fácil derrotarlo. Por lo pronto, entre los sustitutos que se han mencionado todos son adulantes, iletrados y dicen ser comunistas. Casi todos se vanaglorian de haber sido militares y gorilas.

Hay algunos a los cuales es fácil atribuir vínculos con el narcotráfico y el terrorismo. No faltan quienes puedan llamarse corruptos u homosexuales. Pero no ha aparecido todavía el adversario ideal: aquel que reúna todos los vicios mencionados.

De manera que de acuerdo con los vientos que soplan, si hacemos caso a cada una de las partes, las elecciones presidenciales serán una contienda de malo contra malo, para los más piadosos de malo contra peor. El carnaval de insultos se asemeja a una orgía en la cual cada quien se envicia en su sevicia y desea prolongarla y hacerla más profunda. Pareciera que lo que debe dirimirse por medios democráticos y legales fuera a dilucidarse en una competencia de insultos y denuestos. Al punto de que a Henrique Capriles y a Ramón Guillermo Aveledo se les critica por ejercer la virtud cristiana de ofrecer la otra mejilla. Se les reclama no estar a la altura de la orgía. Se les enrostra que no son, como la fiscal general y la presidente del Tribunal Supremo de Justicia, capaces de enlodar reputaciones. Se considera que evitan ver el mundo de pecado y podredumbre en que deben moverse.

En resumen, se les echa en cara que no son como Chávez, quien mantiene la habilidad de insultar aun en la agonía. Les imputan que les falta el deseo de pelear.

Retornando al lenguaje de la Iglesia Católica, los abanderados de la unidad serían pecadores por omisión. Carecerían de la obstinación necesaria para mantenerse en la trifulca. En una pelea deletérea que puede condenarnos al abismo. En la cual los pecados y los pecadores sean los protagonistas.

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