Opinión Nacional

Peripecias de unos cráneos robados y unos insólitos pigmeos

Eran más de las tres de la mañana. En el más absoluto silencio Carbonell y Méndez terminaron de recoger el campamento que había montado hacía más de tres semanas. Autorizados por Juan Vicente Gómez, cacique de la comunidad de Kunana la Expedición a la Sierra de Perijá de la Sociedad de Ciencias La Salle había logrado sus objetivos y ahora era el momento de regresar. El día antes, el grueso de la expedición había salido cargada con las muestras botánicas, los pájaros y pequeños mamíferos que habían logrado cazar y que el hermano Ángel, diestro taxidermista, había disecado. Arriba en el cerro solo quedaron el profesor Cruxent, el Hno. Ginés, Luis Carbonell, José Luis Méndez y Miguel Schön, empeñados en regresar a la cueva funeraria que habían encontrado en las cercanías del poblado motilón. Con extremado sigilo para no despertar a los indígenas que dormían en paz sin sospechar los nefandos propósitos de los expedicionarios, este pequeño grupo de aventureros se dirigió a la cueva sagrada que guardaba los restos momificados según los ritos funerarios de esta etnia.

Previamente Miguel Schön les había dicho que al fallecer un indígena sus deudos envuelven el cuerpo en mantas o en esteras, cruzándole los brazos sobre el pecho y doblándole las piernas de modo que las rodillas queden debajo del mentón, los pies estirados siguiendo la dirección de la tibia y el pie izquierdo colocado sobre el derecho. Para mantener al cadáver en esta posición lo amarran fuertemente con cabuyas o lianas. “Una vez en esta forma, el cuerpo se cuelga de la rama de un árbol sobre una hoguera que debe estar permanentemente encendida durante la primera semana para secar el cuerpo. Alrededor de un mes permanece el cadáver en su sepulcro aéreo, así el calor seco de la hoguera y el aire favorecen la desecación del cadáver y si esta ocurre lo suficientemente rápido, el cuerpo se seca o momifica manteniendo intactos los minúsculos detalles de su anatomía. Cuando el cadáver está suficiente seco un grupo de indios ajenos a la familia lo busca y lo llevan al cementerio o Shormu, una caverna o gruta situada en un terreno escarpado”

Vanos habían sido los esfuerzos de Ginés y Cruxent para convencer a Juan Vicente Gómez que les permitiera por lo menos visitar la cueva; ni el ofrecimiento de machetes, linternas y hasta otra escopeta con municiones logró que el cacique aceptara regalarles unos cráneos antiguos. Eran otros tiempos y otras maneras de actuar. Lo que era permitido en esa época ahora sería condenado, no se debe juzgar a estos expedicionarios con los parámetros actuales. Dicho esto continúo la historia tal como me la relató su protagonista.

Ante la rotunda negativa del cacique los expedicionarios decidieron antes de abandonar el lugar, ir a la cueva y “robarse” las momias y los cráneos. Por eso el sigilo de salir en la madrugada, por eso la cautela. Lograron llegar a la cueva sin ser descubiertos y en unos sacos de fique cargaron con algunas momias completas y con muchas calaveras. Muy satisfechos por la “cosecha” que habían logrado, salieron rumbo al río Tukuko por otra ruta más larga pero menos empinada que por la que habían subido, felices de haber logrado la hazaña de robar estos cráneos que serían estudiados en el Museo de Ciencias Naturales de Caracas. En esos años era normal profanar tumbas, aunque algunas veces los profanadores de tumbas sufrían las maldiciones de los difuntos, todos recordaban el caso de la tumba de Tutankamón y la maldición del faraón que le causó la muerte a Howard Carter y a Lord Carnavon.

Haciendo chistes y riéndose bajaban a buen paso por el cerro cuando fueron emboscados por un grupo de motilones bravos que andaban de cacería. Para escapar de la flechas que caían a su alrededor tuvieron que salir corriendo monte abajo. Carbonell iba muy cargado con dos sacos de fique llenos y en la carrera que llevaba, los huesos y los cráneos chocaban entre si dentro del saco haciendo un ruido de ultratumba que le enfriaba el guarapo.

Muchos años después cuando Carbonell me relato esta aventura, le pregunté si todavía temía que le cayera la supuesta maldición motilona, a lo que me contestó “que no tenía temor porque le habían dejado a los motilones no solamente machetes sino otra buena escopeta de caza con bastante munición que él estaba seguro la había tomado el Natubay al que le salvó la mujer de morir en un parto complicado”.

–Y ¿los pigmeos? le pregunté.

–Vainas de Cruxent, me contestó, –eran indiecitos desnutridos.

Las fotografías pertenecen a:

SOCIEDAD DE CIENCIAS NATURALES LA SALLE. 1953. La Región de Perijá y sus habitantes. Publicaciones de la Universidad del Zulia. Maracaibo.

 

 

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