Opinión Nacional

Reintrepretando la globalización.

Son muchos y variados los textos en los más diversos campos de las Ciencias Sociales y Políticas que han sido dedicados al estudio y análisis de la globalización. Se trata de textos que, por lo general, tienden a interpretar a la misma como un fenómeno-proceso «atrapa-todo» que, como tal, permite a teóricos, analistas y practicantes de las «ciencias de la sociedad» y del elusivo ámbito de la política explicar el grueso de los acontecimientos globales, bien intra-nacionales o bien trans o internacionales, aludiendo a esa «mano invisible», a esa presunta fuerza ineludible e irrefrenable que hemos aceptado intersubjetivamente denominar «globalización». Se trata pues de un concepto similar en su inmenso e «incuestionable» poder explicativo a las hoy obsoletas nociones de «dependencia» e «imperialismo» que tanto y tan bien sirvieron como forma de «escurrir el bulto» o «correr la arruga» a las élites políticas, económicas e intelectuales del otrora llamado «Tercer Mundo».

Poca duda cabe que la fuerza de este trillado concepto radica precisamente en su ubicuidad. Rasgo discernible en tanto permite a las más diversas élites de este mundo valorativa, institucional y funcionalmente occicéntrico, explicar en forma breve y concisa los sucesos y procesos «intermésticos» de otra manera «incomprensibles» que signan a estos tiempos finimilenares.

La «inevitabilidad» de la globalización: una lectura crítica

Resulta entonces evidente que ese fenómeno-proceso «inexorable e inevitable» que hemos convenido en llamar «globalización» ha devenido en una suerte de fatalidad, en ese «fin de la historia» preconizado por Fukuyama pues parece encarnar la lógica y el destino ineludibles de la actual fase de la historia, frente a la cual «no hay alternativa». En tal sentido, la «libertad» en tanto acción soberana y autónoma luce hoy por hoy cada vez más restringida, en especial al discurso y las prácticas de la liberalización económico-financiera, donde el libre y acelerado movimiento de bienes y servicios y el progresivo desgaste de las fronteras –con su consecuente impacto en la gradual erosión de la autoridad dentro y entre los Estados– han devenido en factores de primer orden de un nuevo arreglo post-estatal situado «más allá de la política» (y por ende post-político) y definido por el giro omni-mercadizante del «balance de poder estado-mercado». Lo curioso, sin embargo, es que en una suerte de profecía auto-cumplida esta noción dominante de la globalización ha motivado prácticas y generado consecuencias que han transformado a la misma en una dinámica estructural autónoma y externa al Estado y por tanto no controlable por éste. Todo lo cual deja a sus impulsores y ejecutores absueltos de toda responsabilidad y obligación de rendir cuentas, a la par que eleva a nivel de «verdad» incuestionable el discurso y la práctica del «fin del Estado» en tanto unidad espacio-temporal decadente y redundante en materia socio-económica y como ente propiciador/redistribuidor de riqueza para el conjunto de la sociedad.

Así las cosas y según la lógica –emergida durante los setenta y devenida en hegemónica durante los ochenta– de la nueva ortodoxia económica y política, la economía ha de ser desnacionalizada, desregulada y liberada (sobre todo de las «cadenas» socio-benefactoras emanadas de la segunda post-guerra) para que la misma se racionalice y se autoequilibre de acuerdo a sus «leyes». A su vez, el Estado debe inexorablemente «adaptarse», desconcentrándose, reduciéndose y asociándose hacia adentro y hacia afuera con actores gubernamentales y no gubernamentales nacionales y foráneos, de modo de hacerse más «productivo y eficiente y convertirse en un ente competitivo» y «mediador» entre las presiones internas e internacionales, aun cuando en el ejercicio ordinario y extraordinario de la «autoridad» se torne cada vez menos proactivo y más reactivo. Con esta ruptura del equilibrio de poder Estado-Mercado, a favor de la dinámica incesante y acelerada de este último, de la «soberana» dictadura del vertiginoso movimiento mundial de bienes, servicios y capitales, arribamos al más circular de los argumentos que justifican la «inevitabilidad» de la globalización: la retirada histórica del Estado de la escena económica y social como expresión de la lógica del capital global, y el capital global como expresión de la lógica de esa deserción histórica del Estado.

Visión fatalista versusdislocación del orden Westfaliano

El saldo más palpable de esta resignada y fatalista aceptación de la visión según la cual «o nos globalizamos o perecemos» es una clara disyunción entre la autoridad territorial y funcional del Estado y el actual alcance y multiplicidad de esa inmensa zona de irresponsabilidad no territorial que han venido constituyendo los sistemas de producción, distribución e intercambio y la transnacionalización quasi-instantánea de las transacciones financieras. No es pues de extrañar que tras los embates inclementes y constantes de los discursos y las praxis de la economía global sobre el Estado, y el resultante debilitamiento estado-céntrico de la naturaleza, las funciones públicas y las capacidades simbólicas de dotar/mantener el sentido de identidad y de pertenencia de los grupos humanos, también se esté constatando una movilización sin precedente de seres humanos, pero ahora desprovistos del poder de producir cambios sustantivos y/o sostenibles al haber perdido su capacidad de organización/acción colectiva así como la confianza en las personas e instituciones capaces de canalizarla, es decir al «despolitizarse» y desmembrarse en múltiples individualidades, «movimientos sociales» y «organizaciones no gubernamentales» regidas por los iconos de la «escogencia», la «información», el «acceso», la «instantaneidad», «la virtualidad», y la «libertad» .

En el proceso, los actores subsidiarios de esa dislocación espacio-temporal del orden westfaliano, los conglomerados humanos que han visto mermada su capacidad colectiva de actuar en forma efectiva y sostenida –pese a la complejización y fragmentación de sus aspiraciones e intereses–, han venido sucumbiendo –en mayor o menor proporción– a profundas crisis de gobernabilidad en un contexto perceptual de cambios profundos y complejos, de incesante y honda turbulencia e incertidumbre, de transformaciones y deformaciones en las visiones y concepciones sobre la autoridad y la legitimidad. Sobre todo porque al complejizarse sus demandas y hacerse grupalmente disímiles, contradictorias y mutuamente excluyentes, esos movilizados sectores de la sociedad se han venido topando cada vez más con gobiernos que ya se han sometido o se están sometiendo a los rigores de la reestructuración, desconcentración, y flexibilización de sus facultades y funciones, sin que ello se haya muchas veces traducido –o se esté traduciendo– como lo aseguran sus ardientes defensores, en una acrecida capacidad de acción y respuesta en las esferas de autoridad dejadas bajo su responsabilidad. Es decir que esas sociedades complejizadas y fraccionadas ha encontrado como interlocutores a Gobiernos y dirigentes políticos pasivos o cuando mucho reactivos — aunque esencialmente a sondeos de opinión pública. Gobiernos y dirigentes, cabe aclarar, que parecen haber perdido su función histórica de proponer, negociar y liderar –sobre bases que hoy ameritarían ser más cooperativas– novedosos mecanismos de relación y consulta con los muy diversos sectores de esa diversificada sociedad que coadyuven a recomponer el contrato o pacto fundacional de gobernabilidad, a fin de proveerse del piso político, las alianzas sociales, y los recursos necesarios para satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones.

De allí pues que se hayan venido deteriorando en forma creciente –y ante los ojos de gobernantes y «pseudo-políticos» indolentes, «autistas» o simplemente vaciados de la capacidad de movilizar y gobernar– los indicadores de calidad de vida de importantes contingentes humanos al interior de sus sociedades y desbordado con ello la violencia social –mediante formas más o menos organizadas o anómicas–, hasta afectar a niveles preocupantes la «seguridad humana» de sus poblaciones, es decir, la piedra angular del pacto de gobernabilidad de cualquier sociedad.

Necesidad de una visión alternativa: humanizar a la globalización

En tal sentido parece imperativo diseñar una contrapropuesta teórico-práctica de acción/reacción que nos permita «humanizar a la globalización», es decir depojarnos de las prisiones perceptuales y conceptuales que nos llevan a reificarla y a otorgarle un carácter «externo», automático y «natural» de modo de repensarla como lo que realmente es: un cúmulo de actos realizados por y para seres humanos, cuyas consecuencias negativas pueden ser por tanto –y con el concurso de las intermediaciones apropiadas– evitadas, aminoradas, o modificadas. Después de todo, es de esperar que si interpretamos los fenómenos y procesos dominantes del mundo que nos rodea como producto de «manos invisibles», de fuerzas incontrolables, no podamos ver las «manos visibles» ya sean institucionales o humanas que mueven, manipulan y/o transforman los hilos de poder e influencia a escala planetaria. Es asimismo comprensible que en virtud de esos filtros cognitivos, terminemos por sentirnos incapaces de presentar respuestas originales que aprovechen y, de ser necesario, debatan e incluso desafíen creativamente la matriz valorativa e institucional para el continuo ejercicio de la hegemonía geopolítica y geoeconómica sobre la que se ha venido conformando el orden mundial postinternacional (globalizante-localizante, integrativo-fragmentativo) que emergiera perceptualmente como tal tras el fin de la bipolaridad político-estratégica. Pues es ese fatalismo perceptual-conceptual lo que nos está impidiendo ejercer un mayor control sobre nuestros destinos, y promover o respaldar los pactos y (re)ajustes necesarios para recuperar la gobernabilidad integral de nuestras sociedades.

En otras palabras, de lo que se trata es de deslastranos del fatalismo omnimercadizante y del antipoliticismo radical asociado a éste, de modo de recuperar el sentido ductor de la política, de reconstituir los espacios públicos de representación y participación a fin de (re)construir los consensos mínimos necesarios para, por ejemplo, concertar alianzas, e instrumentar estrategias multilaterales hacia adentro y hacia afuera del Estado no sólo económicas sino también políticas, que nos permitan corregir esas aberrantes asimetrías –por injustas y anormales– que cruzan en lo interno y en lo transnacional al mundo contemporáneo. Fórmulas multilaterales que posibiliten a los estructuralmente menos poderosos afrontar y, eventualmente, erradicar o aminorar amenazas comunes, y problemáticas socioeconómicas y políticas también compartidas que pudieran causar rupturas de armonía en las esferas de autoridad domésticas, regionales y mundiales.

En caso contrario, los Estados/gobiernos de nuestra región y de otras regiones del mundo seguirán perdiendo su papel ordenador, simbólico y funcional, y siendo relegados a la más abyecta pasividad y reactividad frente a esos «mandarines económicos» o intereses privados con gran infleuncia pública que controlan o participan desde diversas jurisdicciones de las redes geoeconómicas del poder mundial y son a fin de cuentas los «jerárquicamente» responsables de los descalabros financieros, y del caos en las bolsas de valores del mundo. Recuérdese que son ellos los individuos y grupos que respiran con una mezcla de satisfacción y alivio cuando afanosamente los gobernantes de los países del G-7 y las autoridades monetarias internacionales se reúnen para buscar soluciones a la «irrefrenable» e «incontrolable» globalización financiera. Y lo hacen, porque esos mandarines de la economía mundial parecen saber que los gobernantes de las más relevantes «democracias de mercado» del planeta se hallan perceptual y conceptualmente inhabilitados para buscar responsabilidades más allá de las «malas prácticas» de las élites gubernamentales y/o tecnocráticas de los mercados emergentes (aunque sin duda las hay), de modo de reubicar sus orígenes en las premisas, los discursos y las prácticas hiper-liberales u opuestas a toda forma de control, regulación o vigilancia gubernamental de esos jerarcas de la globalización comercial-financiera. Porque son, en efecto, las actividades de esos «ciudadanos corporativos» liberal-individualistas con sus aventuras empresariales reales o «virtuales», las que requieren ser urgentemente restringidas y reguladas mediante políticas gubernamentales doméstica y/o multilateralmente acordadas que impidan el ejercicio sin reglas, sin contrapesos normativos e institucionales intra e internacionales (y por tanto conducente a la anarquía y al desorden) de la libertad económica.

*Coordinadora de Investigaciones Área de Relaciones Internacionales y Globales CEAP-FACES, UCV
[email protected]

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