Opinión Nacional

Tango maldito

¿Quién no sintió una opresión en el pecho, cuando escuchó un tango a miles de kilómetros de Buenos Aires? ¿Quién no cerró los ojos al escuchar Malena, mientras miraba por la ventana una ciudad ajena? Para Donato, el reencuentro con Buenos Aires, era fundirse en la melodía triste y melancólica que la identifica.

El tango es un círculo, un espacio íntimo y cerrado, en el que se debe pedir permiso para ingresar. Es una conversación, o una forma de conversar. El tango pone palabras al sentimiento que tiene atorado en lo más íntimo de su ser quien lo escucha. Así fluye, así sale, elevado por los acordes que grita, susurra o gime el bandoneón. La letra del tango describe los dolores, los pesares, las añoranzas. Destraba las angustias y las frustraciones. Duele en el pecho como el amor perdido, como la ausencia, como la miseria. Palpita fuerte, como la pasión, como la entrega, como la lucha enardecida por los ideales. Para entrar en ese espacio privado, es necesario compartir la desesperanza … y bailar.

Abrazados, uno cerca del otro, percibiendo el aroma del compañero de desconsuelo, el dos por cuatro los lleva suave, sin prisas, dibujando figuras sobre las baldosas de bailongo. Bailar el tango es mucho más que unir los cuerpos y moverse con el ritmo. Debe haber una comunión de sentimientos, que se graba en la pista con una caminata sincopada, con un gancho con respuesta o con un molinete quebrado. El tango se baila escuchando el cuerpo del otro, rozando las mejillas, mezclando el aliento. La técnica no basta, la expresión del rostro debe transmitir la emoción que canta el fuelle. Por eso, los bailarines, que hasta el último compás son amantes, compañeros, confidentes, o solitarios habitantes de la noche, cierran los ojos para escuchar mejor. Cuando la pieza finaliza, vuelven a ser desconocidos.

-Así es, hermano.- dijo Abelardo, mientras daba la última pitada a su cigarrillo- El tango es un pensamiento triste que se baila. Eso dijo Discépolo, no lo digo yo. Por eso, no es lo mismo que allá, dónde vos estás ahora. Allá, con los gringos, la cosa es diferente. Ellos no lo sienten acá…acá, como nosotros. –se tocaba el pecho y cerraba los ojos cuando lo decía.

– ¡Pero, dejate de joder, ché!.- contestó Donato divertido, quien por la exageración de su amigo, pensó que estaba bromeando.

– ¡No, en serio, chabón! Actualmente, cuando vas a la milonga, le cabeceás a una mina y si no la llevás bien, te mira como diciendo: “¿qué estás haciendo, boludo?”, y no vuelve a bailar con vos. Lo peor es que las otras te ven y no bailan tampoco. Te arruinaste la milonga. Te cagaste la noche.

Se ponía los zapatos de baile, de dos colores, con tacón, especiales para tango, mientras le decía:
– Así que yo te recomiendo que hoy mirés como va la cosa, pero no bailes todavía. Ya sabés lo exigentes que son las argentinas para bailar tango. Todavía tenés un mes para tomar unas clases, antes de que regresés con los gringos.

Donato no quiso contradecir a su amigo, tal vez tenía razón. Su habilidad para el baile se sostenía en un par de meses de clases en una academia de los suburbios Maryland, por lo que cabía la posibilidad de hacer un papelón con una compatriota. Se acomodó en la silla y le pidió al viejo mozo y un vaso de soda. Revisó con la mirada la decoración de la confitería. La Ideal, una de las más tradicionales del centro de Buenos Aires, con piso de baldosas, paredes recubiertas de madera tallada, lámparas de bronce. Todo olía viejo, todo el ambiente gritaba tango.

El arrabal fue la cuna de ese canto procaz y atrevido, que se convirtió en la expresión de los sectores rioplantenses menos favorecidos, y fue trepando socialmente hasta colarse en los salones del viejo continente. El tango…, ah, el tango. Tan porteño, tan fatal, tan amigo. Duele, duele dulcemente, duele tiernamente. El tango, carajo, el tango.

En esos pensamientos estaba cuando la vio llegar. Atravesó la vieja puerta de madera con vitrales. Ella resplandecía sola. Rubia, delgada, ojos claros delicadamente sugerentes, y unas pantorrillas de escultura. Era una visión, casi un fantasma. Donato tuvo que ponerse una servilleta en la boca para que no se derramara la bebida. Era perfecta, el punto exacto entre el pecado y la absolución, la conjunción de la luna y el agua fresca en verano. Remanso y caos al mismo tiempo.

La vio bailar con el alma en un hilo. Se deslizaba con soltura, y su rostro trasmitía todo el sentir porteño. Con cada acorde vibraba en los brazos de su compañero, y no perdió ni una tanda, ni una sola pieza. Evidentemente frecuentaba esa milonga, hablaba con los asistentes con confianza, pero se notaba, de parte de los caballeros, un respeto casi sagrado. Se inclinaban para saludarla, y la conducían por la pista con delicadeza.

Donato supo que no podía regresar a Maryland sin bailar con ella, sin sentirla en los brazos, dejándose llevar por sus pasos. Se lo comentó a Abelardo, quien frunció el entrecejo y juntó los dedos de su mano en el más típico de los gestos de desconcierto de los lugareños.

¿Tás loco, vos? ¡No podés bailar con ella, se nota que la mina sabe!. Te va mandar a la mierda. Te vas a quemar.– Se preocupaba sinceramente por el prestigio de su amigo.- Mejor seguí con tus clases. Las argentinas no son fáciles, ché.

Donato supo que los argumentos de su amigo eran razonables. Él quería ganarse a esa mujer. Y si no bailaba bien, no podría. Al día siguiente se inscribió en una academia, y pidió el mejor profesor que tuvieran. Era un hombre, y se entregó totalmente para aprender. Solicitó clases intensivas, tres horas por la mañana y dos por la tarde. Caminata, molinete, ocho, cruce y bolea, taconeo y firulete. Practicó con D´Arienzo, con De Angelis, con Troilo, con Mores, con todas las orquestas. Aprendió todos los ritmos, vals, tango, milonga. Practicó todos los estilos: salón y canyengue. No dejó nada por ejercitar. Escuchaba a su profesor, Florencio, quien luego de conocer la motivación de Donato para bailar tango, le contó todos los secretos de la danza. Donato absorbía cada letra, cada movimiento, cada torsión, con la sola esperanza de que la rubia argentina se dejara llevar toda una tanda.

Los dos pechos viriles se tocaban compartiendo calor y humedad, con las bocas cercanas, respirando el mismo aire. Dibujando figuras en la pista, con elegancia y creatividad. Donato se entregó y logró avances sorprendentes. Y el sábado en la mañana, después de la última clase, Florencio abrazó a su pupilo y le deseó suerte en su conquista.

¡Qué suerte tiene esa bruja, chabón! – le dijo mientras pellizcaba con malicia la nalga de Donato. – Lástima que te gusten las minas. Seríamos felices juntos.

Donato agradeció el cumplido con cierta incomodidad, pero no se molestó. Antes de salir por la puerta le regaló un movimiento de trasero, que su profesor agradeció con un grito ridículo de loca. Luego se empilchó bien, y se fue a la milonga de La Ideal. En una bolsa plástica llevaba los tamangos milongueros de dos colores. Durante toda la semana había estado averiguando qué días iba la rubia. Se sentó a una mesa, estaba ansioso. La rubia entró sola, y como si el sol hubiera salido en plena noche, de pronto todo se iluminó y se avivó el ambiente.

Ella no notó el acecho de la mirada de su admirador, y bailó un par de tandas con frecuentadores de la confitería. Pero la tercera tanda era suya. Donato le cabeceó, como era la costumbre; ella aceptó y se acercó con decisión, viendo a los ojos de él. Ambos respiraron profundo y sin hablar marcaron en el piso lo que la música iba dictando. Donato la condujo con seguridad, sujetando su cintura breve, acercándola a su cuerpo, conectado al suyo por la música y por la pasión. Era una tanda de D´Arienzo. Entre tema y tema él la miraba devotamente. Esa carita tan perfecta, tan argentina. Ella sonreía con cierta timidez. Primero sonó El Entrerriano, luego El Choclo, La Cumparsita, para acabar con Canaro en París. Fue cuando por primera vez se hablaron.

– Gracias, – dijo Donato – bailás muy bien. Me encantó bailar con vos. Me llamo Donato, vivo en Maryland.

– Thank you, Donato. My name is Susan. I´ m from Chicago. Nice to meet you.

Mañana busco a Florencio, pensó Donato decepcionado, ¿qué más me queda?

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