Opinión Nacional

Venezuela 1830-2005

En una mirada de conjunto a la historia política de Venezuela desde 1830 hasta hoy podríamos comprobar, –si no como una constante histórica, al menos como un fenómeno altamente recurrente– el ejercicio de la presidencia de la república por «hombres fuertes», auto convencidos de ser portadores de una suerte de «misión providencial» para salvar a la patria en un momento de aprieto y, de de trecho en trecho, el pueblo puso en ellos sus esperanzas para superar momentos difíciles en la vida colectiva de la nación. Todos esos gobernantes «salvadores» no han querido ver los elementos positivos o los balances favorables del tiempo inmediatamente precedente y han pretendido que con ellos comenzaba «una nueva historia». Como bien señaló en una ocasión don Mario Briceño Iragorry, «Venezuela ha renacido tantas veces como regímenes personalistas ha soportado».
Llegados al poder por las vías de hecho (o, a veces, con apariencias de vías de derecho) todos esos «refundadores» recurrieron al hecho de apuntalar sus ejecutorias con constituciones fabricadas ad hoc, en función de sus personales intereses, para construir un «soporte legal» a lo que no se puede llamar de otra manera que «una autocracia». En otras palabras, aproximadamente el 80% del tiempo republicano, (1830-2005), en Venezuela ha dominado lo que yo llamaría el «mesianismo constituyente», es decir la presencia de caudillos o de líderes que se han creído destinados para «salvar a la patria», en un momento de crisis compenetrados con la convicción personal –rayana con la megalomanía– de que… «antes de mí era el caos… ahora yo encarno la revolución.»
Tal vez la excepción a esta circunstancia sea Juan Vicente Gómez pues, si bien él y los «doctores positivistas» que apuntalaron ideológicamente su régimen, estaban convencidos de que «antes de Gómez era el caos», nadie pretendió justificar la dictadura como una «revolución» ni una «nueva historia» sino más bien como la «rehabilitación» de un país, harto ya de «revoluciones», que sólo aspiraba a que se satisficieran las necesidades que anhelaba el sentimiento colectivo, sin distinción de clases: «Unión, Paz y Trabajo».

Para justificar legalmente este simplismo ideológico, los congresistas le fabricaron a Gómez siete constituciones. Así, este autócrata resulta ser, en toda nuestra historia, la máxima expresión del mesianismo constituyente del que venimos hablando, pues en ningún otro gobierno, hasta hoy, se ha visto tal servilismo para «legitimar» las decisiones personales de «Jefe único».

Lo cierto es que todos hegemones que pretendieron disimular su egocentrismo haciendo que el autoritarismo por ellos crearon quedase –según la cursi expresión de Guzmán Blanco– «revestido con el manto de la constitución y de las leyes». La concepción caudillista o personalista del gobierno se tradujo en constituciones, «fabricadas» a prisa –por parlamentos serviles– a la medida de las ambiciones e intereses personales de «el salvador» de turno y de la camarilla que le adula, que le sirve y se enriquece.

Un elemento común en la historia de estos «salvadores» es que todos, tarde o temprano (salvo Gómez), sufrieron el exilio y murieron en el olvido, es decir, fracasaron estruendosamente en su propósito de perpetuar su memoria como reales benefactores de la patria.

El trinomio «Hegemones, constituyentes y fracasos» comenzó en 1830. Páez fue el primer hegemón y «salvador» de la república contra las supuestas «ambiciones monárquicas del dictador Bolívar». Pero se debe reconocer que su hegemonía fue más de prestigio que de imposición forzosa. Siendo el caudillo más prestigioso del momento, no implantó un gobierno caudillista sino una autocracia disimulada dentro de un ambiente de formalidad constitucional y de libre deliberación republicana, por lo menos hasta 1846. Pero también su intento de «salvar a la patria» mediante la dictadura durante la guerra federal en 1861, le valdría el tener que morir en exilio.

Después el caso se repite a nuestro juicio (con mayor o menor fuerza y con matices, según los personajes), en los siguientes momentos históricos: José Tadeo Monagas (1848-1858), Julián Castro (1858-1859), Juan Crisóstomo Falcón (1863-68), Antonio Guzmán Blanco (1870-1888), Joaquín Crespo (1892-1898), Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1908-1935). Esas autocracias ocupan aproximadamente 85 años de los 105 trascurridos desde 1830 lasta la muerte de Gómez en 1935.

Desde la atalaya en la que miro la historia, veo a Gómez como el último de los caudillos decimonónicos, rurales todos ellos, con la sola excepción de Guzmán Blanco. Pero el «salvacionismo» personalista que aquéllos representaron, no desapareció después de su muerte, ya que –tras la transición López Contreras-Medina Angarita (1935-1948)– apareció otro «salvador»: Rómulo Betancourt, quien fue el líder indiscutido de la consigna política clave que explica el éxito de su partido AD en su oposición contra un pretendido «medinismo», que en realidad no existía: «voto universal, directo y secreto «, para acabar con « esta autocracia con atuendo liberal».
Tras el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945, que aún no ha logrado salvarse de la censura de los historiadores, en el trienio 1945-48 se substituyó el personalismo caudillista con una «hegemonía partidista» en la que, aún bajo la presidencia de Rómulo Gallegos, Betancourt siguió siendo considerado por la mayoría de la opinión pública, como «el poder detrás del trono «. Por eso «los militares jóvenes», –ya no el caudillo con nombre y apellido–, sino la clase profesional representada en la ocasión por Marcos Pérez Jiménez, exigieron su salida del país en 1948 y, tras la negativa de del presidente Gallegos, dieron el golpe de Estado el 24 de noviembre de 1948 y abolieron la constitución «adeca» de 1947. Vino así la dictadura militar en su modalidad de autocracia personalista con Pérez Jiménez (1952-58) a cuya caída siguieron los ya famosos «40 años» que según el nuevo hegemón actual fueron el «pandemónium” que precedió a su sedicente gobierno revolucionario.

En el transcurso de las hegemonías las señaladas, hubo cortos intervalos en los cuales se quiso desterrar el personalismo, darle a la nación instituciones estables y eficientes para constituir definitivamente un Estado en forma, y lograr una nacionalidad integrada con perfiles determinantes y distintivos. Pero también en estos casos algunos espejismos extraviaron a los dirigentes políticos en sus deseos de «corregir los errores del pasado inmediato», pues simplificaron extremadamente el problema reduciéndolo a una consigna política básica que, tomada como panacea, debería plasmarse en una «nueva constitución».

Históricamente puede comprobarse que en las épocas de crisis política –que han sido muchas– el deseo de cambio se ha traducido, casi automáticamente, en la consigna: «una nueva constitución que recoja el sentimiento mayoritario del pueblo soberano», pero los Congresos o Asambleas Constituyentes, según, las épocas, han tenido su núcleo vivificador en un «espejismo»:
«Nada de unión con los reinosos [los neogranadinos]; jefe del gobierno el General [Páez] y abajo Don Simón [Bolívar]» (1830); «ampliación de los derechos individuales de acuerdo a los principios del liberalismo» (1858); «la federación no es que remediará los males de la república, es que los hará imposibles» (1864); «regeneración de la patria, civilización y progreso» (1874, 1881), «nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos» (1901, 1904); «rehabilitación nacional» (1909, 1914, 1922, 1925, 1928, 1929, 1931); «libertad dentro de la legalidad», «calma y cordura» (1936); «participación popular, voto universal directo y secreto» (1947); «nuevo ideal nacional» (1953); «salvar y reimplantar la democracia» (1961) y, ahora, «refundar la República desde sus cimientos de acuerdo con la doctrina bolivariana» (1999).

Esta última consigna es una frase meramente efectista y, peor aún, es un disparate antihistórico. Los «cimientos de la república» están en la historia y son irreversibles. Fueron echados por «la generación de la independencia» en el proceso fundacional (1810-1811) sobre la base del complejo cultural indo-hispano-africano que se fue sedimentando en el fenómeno del intenso mestizaje que se generó con la «llegada de los barcos de Colón» (que afortunadamente no se hundieron, para disgusto de nuestro actual Presidente 500 años después). En esas circunstancias inmodificables históricamente –pues la historia no se puede desandar para iniciar una nueva– se fundó la república bajo la forma de «Confederación Americana de Venezuela en el Continente Meridional». Pero, cuando fundadores se dieron a la tarea de redactar nuestra inicial constitución republicana, extraviaron lamentablemente el rumbo engañados por el primer espejismo: «el ejemplo vivo de los Estados Unidos de Norteamérica».

Tras la disolución de Colombia en 1830, con palabras distintas y bajo consignas coyunturales diferentes, la idea «refundar la República» se ha repetido en nuestra historia tantas veces como una «revolución», un golpe de Estado exitoso, una victoria electoral contundente o un «mesías» personalista han pretendido pasar el arado por el legado histórico para iniciar una nueva siembra. Contrariamente a Luis XV con su frase «después de mi el diluvio», los numerosos «salvadores» que ha tenido Venezuela a lo largo de su historia parece que han pensado: «antes de mí el pandemónium». Hoy, más que nunca, ese disparate histórico parece repetirse.

De cambio en cambio, de ensayo en ensayo, ya llevamos veintiséis constituciones. La de 1961 tenía el récord de continuidad por haberse mantenido treinta y ocho años. Pero en 1999, sin habernos explicado suficientemente por qué era mala y cuáles eran las «instituciones caducas» que ella mantenía, el nuevo «mesías» la llamó despectivamente «la moribunda», y comenzó a irrespetarla desde el día mismo de su toma de posesión. Como si fueran la constitución y las leyes de la república –y no los hombres que ejercieron por turnos el gobierno– las culpables del descalabro republicano y de la crisis multiforme que entonces nos afectaba y que hasta hoy no ha hecho más que agravarse.

Históricamente, las crisis políticas no se han debido tanto a las constituciones, sino los hombres de carne y hueso que nos han gobernado: la falta de virtudes republicanas en los altos funcionarios públicos, la falsa idea, muy generalizada por cierto en nuestro medio, de que el ejercicio del poder es un «beneficio» para quienes lo detentan y no lo que debe ser realmente: un «oficio» para el que se necesita estar calificado, el cual debe ejercerse en armonía con un espíritu ético que tienda, cuando menos, al despliegue de los ideales políticos de paz, justicia y bienestar, mediante instituciones eficientes en el cumplimiento de los servicios públicos.

José Tadeo Monagas sentenció cínicamente, tras la disolución tumultuaria de la cámara de representantes el 24 se enero de 1848, que «la constitución sirve para todo» y, aunque teórica y éticamente esta posición es inaceptable, un ligero repaso de nuestra historia política, parece convencernos de que la mayoría de nuestros gobernantes han compartido esa aberrante «convicción» y otros han demostrado que no es el gobierno el que tiene que adaptarse a la constitución sino a la inversa (como conspicuo ejemplo ya señalamos que sólo bajo la dictadura Castro-Gómez, Venezuela tuvo nueve Constituciones, aunque es evidente que hubo ausencia total de constitucionalidad).

En los inicios del gobierno personalista de Chávez figuraron en el tren de gobierno hombres (Luis Miquilena, José Vicente Rangel, Guillermo García Ponce…) que contribuyeron a elaborar y sancionaron eufóricos la única Constitución venezolana que no había sido una simple reforma de textos anteriores. Fue un texto completamente nuevo y original de principio a fin que, además, logró un alto grado de consenso pues durante más de dos años se estuvo consultando el parecer de todos los sectores sociales y de eminentes juristas y maestros de doctrina política, y luego fue libremente discutida en el Congreso Nacional, por lo cual puede afirmarse que, ningún otro texto constitucional venezolano ha sido tan cuidadosamente elaborado como el de 1961.

Cuando esa ley fundamental fue abolida inconstitucionalmente en 1999 –pues no se siguieron las normas que ella establecía para una reforma general que eran obligantes– en ciertos aspectos más bien estábamos en deuda con ella, pues contenía una serie de valores de un generoso idealismo y algunas disposiciones que correspondían a un modelo político que no se había, ni se ha realizado, todavía. Esas disposiciones podrían haberse tomado como un programa de acciones concretas para que la generación presente se propusiera como meta que esos principios y valores dejaran de ser mera declaratoria y se hicieran realidad.

Unas cuantas reformas puntuales para ponerla al día o compensar eventuales deficiencias hubieran sido suficientes para que el nuevo gobierno hubiera podido ser, al fin, el «buen gobierno» que desde hace tiempo añoramos los venezolanos. La nueva constitución «para refundar la república desde sus cimientos» fue, no sólo un nuevo espejismo, sino –lo que es más grave– la cortina de humo que se utilizó para ocultar el propósito de implantar un nuevo «personalismo mesiánico» que ya ha degenerado en un peligroso híbrido: un «pretorianismo populista» (y ahora, además, «socialista») que ha combinado hábilmente el trinomio «ceresolista»: «fuerza armada, masa popular y líder carismático».

Transcurridos seis años de haberse iniciado este gobierno, por lo que se evidencia en el devenir de la vida política de la nación, ya puede decirse que se ha instalado una nueva hegemonía personalista y autoritaria que ha desterrado el Estado de derecho y lo ha sustituido por la arbitrariedad expresada en un discurso incoherente, estridente y engañoso que, a fuerza de repetición abusiva de imágenes meramente virtuales y de deformar nuestras historia (base de la conciencia nacional), pretende hacer creer que estamos viviendo una «revolución bonita» y haciendo una «nueva historia de Venezuela». El actor principal del sainete –hábil histrión– recita repetitivamente el mismo discurso («variaciones sobre un mismo tema»), en diferentes cuadros escénicos de mera utilería y emplea el lenguaje sólo como una herramienta para la provocación y la propaganda, mientras permanece completamente sordo ante las opiniones en contrario o la disidencia.

Por eso ya no abrigo dudas de en Venezuela se está cumpliendo, una vez más, con las variables históricas de la actual circunstancia, el mismo ciclo: «Hegemón, constituyente y fracaso». Fracaso de la institucionalidad democrática que hemos venido buscando desde 1830 –se entiende– porque el hegemón de turno y su constitución, han logrado –hasta ahora– consolidar el pretorianismo que ahoga nuestra democracia.

(*): Historiador-Profesor universitario

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