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Oso vs. águila: juego peligroso

Durante varios siglos, Rusia ha vivido en frecuente tensión geopolítica con potencias del Occidente. Como país de territorio inmenso y grandes recursos naturales, Rusia ha podido desarrollar un considerable poder estratégico, pero tradicionalmente se siente frustrada por su falta de fácil acceso a los mares y océanos libres de hielo, que le permitirían una amplia comunicación con el mundo entero. Como gente con sensación de estar “encerrados”, los gobernantes rusos –zaristas, soviéticos o post-soviéticos- reaccionan fuertemente contra toda tentativa real o imaginaria de perpetuar ese “encierro” mediante cercos estratégicos. En ese contexto, sus principales adversarios geopolíticos han sido las potencias occidentales dueñas de los mares abiertos y reacias a compartirlos con las flotas de un nuevo competidor. La Gran Bretaña fue la principal interesada en restringir la libre salida marítima de los rusos, y a partir de 1945 ese papel fue asumido por Estados Unidos, sucesora de Inglaterra en el dominio sobre los mares y los territorios allende los mismo

La salidas al mar que Rusia siempre ha buscado (o que defiende en caso de poseerlas) son principalmente las de Crimea y Ucrania al Mar Negro; la de Turquía (Dardanelos) del Mar Negro al Mediterráneo; de Irán al Golfo Pérsico y Océano Índico, y de Kaliningrado al Báltico y Mar del Norte. En la actual coyuntura se habla igualmente de una salida al Mediterráneo a través de Siria. Más al este, se ha ido desarrollando, desde el siglo XIX en adelante, el “gran juego” estratégico anglo-ruso por la futura hegemonía sobre Afganistán y el subcontinente índico.

Estos viejos conflictos ruso-occidentales, entre los cuales la Guerra de Crimea (1853-1856) fue el más sangriento, no han sido superados enteramente. Las condiciones y motivaciones geoestratégicas fundamentales han resistido a los cambios tecnológicos, económicos y socioculturales. Las viejas reacciones nacionalistas de parte y otra todavía se manifiestan.

A pesar de ello, parecía haber una real esperanza de que los presidentes de Estados Unidos y Rusia acordasen una acción desde la cúspide del poder para coordinar sus grandes objetivos nacionales y trabajar juntos por la solución o el alivio de los tremendos peligros ecológicos, económicos y políticos que el mundo enfrenta. Pero esta esperanza falló. Por un lado Obama no logró contrarrestar la agitación anti-rusa de neoconservadores e intervencionistas liberales. Por el otro, Putin ha dado muestras de arrogancia desafiante que causaron el fracaso del último intento de conciliación de los dos presidentes en la sede de la ONU. Después de ello, no parece haber remedio a una nueva realidad bipolar en el Medio Oriente. A partir del momento en que la acción aérea rusa se dirigió contra los “moderados” apoyados por Estados Unidos, más bien que contra el Estado Islámico yihadista, se ha desvanecido, o reducido al mínimo, la esperanza de una futura cooperación de las potencias para derrotar juntas al neofascismo islamista y pacificar el Medio Oriente con eficaz ayuda a su desarrollo.

Queda por ver si Rusia tendrá la fuerza necesaria para afianzar en torno al espacio sirio una sólida zona de influencia basada en el apoyo de Irán y del régimen de Al-Asad, que Estados Unidos se vería obligada a respetar. Parece probable que lo logrará, ya que Europa occidental difícilmente apoyaría a Washington en una eventual política de represalias duras, que podrían tener consecuencias bélicas incalculables, ya que todavía existen los arsenales termonucleares de la guerra fría. En todo caso, la comunidad mundial debe actuar en el sentido de propiciar, pese a todo, la reanudación de un diálogo de altura entre las potencias del este y del oeste.

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