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Palabras nuevas, actitudes viejas

La Fundación del Español Urgente, una entidad patrocinada por la Agencia Efe y el BBVA, tiene varios años escogiendo la palabra del año entre algunos términos que han tenido resonancia por la actualidad informativa y por el interés que generan desde el punto de vista lingüístico.  En el 2015 seleccionaron lógicamente a “refugiado”.  Fueron muchas las horas de noticias y mucho el centimetraje periodístico que la tragedia de las migraciones desde el norte de África y desde el Oriente Próximo hacia Europa —con sus miles de ahogados en el Mediterráneo y los millones retenidos tras alambres de púas en los Balcanes y el centro de Europa— hicieron que se escogiera esa locución. Para el año que acaba de terminar, escogieron «aporofobia», un término relativamente novedoso que alude, sin embargo, a una realidad social arraigada y muy antigua. La palabra fue la invención de una filósofa española, Adela Cortina, para designar esa sensación que sufren algunas personas de miedo, rechazo o aversión a los pobres.  La doctora Cotina, experta en ética, armó el término juntando dos palabras griegas: “áporos” (quien no tiene recursos) y “fobia”, que ya es bien conocida y tiene tiempo incluida en los mataburros.  El vocablo caló tanto entre los profesionales de las ciencias sociales y los periodistas que sus señorías, los académicos de la RAE, decidieron incluirla en la versión digital del DRAE que presentaron recientemente. El neologismo ya es de uso en el idioma inglés, donde lo han traducido como “aporophobia».

Cuando conocí la palabra me dije que aquí lo que sucedía era lo contrario: que lo que propicia el régimen es el odio a los ricos, que por eso los expropia, manda a que los invadan, y los expone frecuentemente al desprecio público mediante cadenas contrariando la Constitución —pero, ¿qué es eso para quienes la violan todos los días?  De ahí que me propuse encontrar el antónimo de la palabra del año y armé “plousiofobia”, juntando el vocablo griego que designa a los adinerados, “ploúsioi”, con la ya consabida “fobia”.

Después, lo medité más profundamente y llegué a una conclusión contraria: no es que los rojos que desmandan en el país sufren de odio a los ricos (que también lo padecen), sino que los mayores aporofóbicos del país —y cuidado si del continente— son ellos precisamente.  Porque solo quien no tiene buena voluntad hacia las masas populares —pero a la que les hace carantoñas porque necesita sus votos— es quien las pone a tener que mendigar las fulanas bolsas CLAP, a pedir limosna en todas las intersecciones, a hurgar entre la basura para poder comer.  El envilecimiento de la moneda es otra muestra de ese odio hacia los pobres; hacen ver que les sube los sueldos y salarios, pero lo que en realidad logran es clavarlos más en el zanjón de la pobreza porque, si se eleva artificialmente la capacidad de demandar bienes, pero se mantiene igual su oferta (o si se disminuye, que es lo que de veras está sucediendo), por una ley de hierro de la economía, ¡los precios van pa’rriba!

No importa cuántas mentiras digan los campeones de la posverdad desde VTV y las demás televisoras oficiales o por los pasquines insulsos que regalan porque nadie los compra; la realidad es que ya se ha llegado a niveles de miseria en muchos segmentos de la comunidad.  Aunque los demagogos son maestros en la distorsión deliberada de la realidad y en la manipulación perversa de las creencias y emociones, ya no pueden ocultar el retroceso social. Es evidente, palmario.  Por un lado, ya es notoria la delgadez de mucha gente; ya el raquitismo de una parte de los niños impide que estos asistan a clases —y si logran ir, no los deja aprender por la falta de nutrientes del cerebro.  Por otro, las escenas en los hospitales, donde los pacientes mueren de mengua, aunque los médicos y enfermeras hacen todo lo posible por salvarlos, pero sus esfuerzos son nugatorios porque se ven condicionados por la falta de fármacos, por los aparatos inservibles, por la sepsis en las instalaciones. A eso, añádase lo de usar camiones como transportes públicos —porque los Yutong solo fueron buenos para recibir jugosas comisiones— lo cual nos pone a la altura del África Subsahariana. Y uno más, porque el espacio no da para tanto: los recientes saqueos a lo largo y ancho del país, por física hambre o por mero vandalismo, indican que se está llegando al llegadero. Pero la nomenklatura, insensible, feliz, nadando en los dineros mal habidos, custodiada por infinidad de espalderos que les mantengan alejados a aquellos a quienes dicen querer tanto. Su leninismo es solo el instrumento para apoderarse impunemente de los bienes del Estado y para lograr la postración de la masa que, por ignara y depauperada ex profeso, debe acudir a ellos para mendigar pitanzas.

Los sectores más sensatos, más ilustrados de la nación —académicos, alto clero, docentes universitarios, comunicadores, opinadores, oficiales institucionalistas en uso de buen retiro—, así como muchos países amigos (de los serios, no los de la comparsa chupa-dólares) han alertado y han ofrecido su concurso para ayudar a que Venezuela pueda salir de la crisis en la cual la ha zambullido una cuerda de rufianes con poco seso pero con exceso de agallas. Lo que se requiere es que la mayoría decente de la población —que entiende que la actuación de la pandilla en el poder actúa en contra de la dignidad de las personas y en contra de la verdadera democracia— venza la apatía, deje los melindres partidarios y actúe de consuno para restituir la Constitución.  Sí se puede.

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