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Remembranzas del otrora servicio exterior (IV)

La segunda vez que me tocó trabajar en la Gran Manzana, tuve también  buena suerte, pues era Embajador el Dr. Andrés Aguilar Mawdsley, quien supo mantener muy en alto el prestigio del país y el de la Misión Permanente  ante Naciones Unidas.

El Dr. Aguilar fue uno de nuestros más distinguidos juristas y diplomáticos, egresado de la UCV, con  Maestría de la Universidad  Mc Gill en Montreal y profesor en su Alma Mater y en la UCAB de Caracas. A la caída de Pérez Jiménez fue Ministro de Justicia, luego Embajador en Ginebra, en Nueva York y ante la Casa Blanca. Formó parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y fue el primer  venezolano en ser electo Magistrado de la Corte Internacional de Justicia, pero solo pudo cumplir la mitad del mandato, pues  falleció en 1995, curiosamente también el  24 de octubre, Día de las Naciones   Unidas.

Realmente, era muy satisfactorio tener una persona de tal calibre como Jefe de Misión, más aún cuando tampoco regateaba sus conocimientos. Ganó de inmediato prestigio, fue Presidente de la Comisión de Asuntos Políticos y de Seguridad de la Asamblea General y tuvo destacada participación en la Conferencia sobre el Derecho del Mar, cuyo Segundo Período de Sesiones se celebró en 1974, en  el Parque Central de Caracas, cuyas novísimas instalaciones proporcionaron  Salas de Conferencia y alojamiento para delegados de los 115 países participantes.

Cada vez que podía escaparme de mi Comisión, me iba a la del Embajador Aguilar, para observar su desempeño y pude darme cuenta de su  certera intuición, pues se adelantaba y hacía un  receso para consultas informales, al presentir borrasca alrededor de un asunto particular. Este procedimiento le permitió adelantar sin escollos el trabajo de  una de las comisiones más polémicas y confirmó la utilidad del  método, el cual requiere además pericia en el manejo de idiomas, la cual tenía en inglés y francés.

Lo acompañaba en la Plenaria de la Asamblea General, cuando en 1971, tuvo lugar la histórica ocasión del votó definitivo sobre lo que se llamó La Restitución de los Legítimos Derechos de la República Popular China.  La votación fue nominal, es decir que cada país se pronunciaba de manera individual y se registraba cada voto en un tablero a la vista de todos. Se sigue el orden alfabético y se decide por sorteo el país que la comienza; la votación empezó por una letra distante, lo que  nos permitió observar el desarrollo de casi todo el proceso.

Al aproximarse nuestro turno, era  evidente el resultado favorable, a pesar de que se requería dos tercios para aprobar la Resolución, pero nuestras instrucciones eran votar en contra. Me atreví a preguntar al Embajador si no  sería posible al menos abstenerse y me respondió que no había motivos para cambiar el voto, por cuanto nuestra posición de fondo no había variado; respuesta en muchos sentidos  aleccionadora,  además de que el gobierno de la época, era inflexible en materias de esta naturaleza.

Pero resulta que un par de semanas después, visitó nuestra Misión Permanente, el nuevo Embajador de la República Popular China, que iniciaba sus primeros contactos en Naciones Unidas, precisamente por aquellos países que se habían pronunciado en contra.  Luego invitarían a cenar a todos los funcionarios diplomáticos con el Canciller chino, quien salpicaba su conversación con  frecuentes alusiones a Simón Bolívar.

Seguramente, actuaron de manera similar con los otros  países que se habían opuesto; pero su manera de reaccionar, me puso a pensar lo que significa una civilización y un bagaje cultural milenarios, lo que pude observar  más de cerca, al trabajar en Beijing veinte años después.

Otro personaje que se desempeñó como Embajador ante Naciones Unidas en Nueva York, fue el Dr. Marcel Granier Doyeux, uno de nuestros más ilustres médicos y  científicos, conocido  a nivel internacional, sobre todo por su experticia en el área farmacológica y de toxicología.  Su hoja de vida era verdaderamente impresionante, de más de cíen páginas pues incluía sus múltiples publicaciones especializadas, una de las cuales me llamó la atención, pues tenía el sugestivo título de El Umbral del Dolor.

El Dr. Granier hablaba muchos idiomas, pero su experiencia diplomática era limitada y bilateral; fue proyectado al centro del multilateralismo mundial por avatares de la política, cuando un importante dirigente, escribidor sobre la adulancia,  ya de cierta edad pero recién casado, se empeñó en pasar en París una prolongada luna de miel y desplazó a nuestro personaje del Quay D’Orsay hasta la isla de Manhattan.

El Embajador Granier no sabía de Naciones Unidas, pero consultaba e indagaba todo lo que podía, fiel reflejo de su espíritu científico. Recuerdo que recién llegado me preguntó si sería apropiado que en su conversación inicial con el Secretario General le hablara en alemán, pues para la época era Kurt Waldheim, de nacionalidad austríaca. Se me ocurrió decirle que no me parecía, pues no era idioma oficial de Naciones Unidas, que esta primera entrevista era protocolar y el alto cargo desdibujaba la nacionalidad de su interlocutor, pero al despedirse quizás podría  dirigirle algunas frases en alemán. Le pareció bien, así lo hizo, a Waldheim le agradó el gesto y el Embajador empezó a tener cierta confianza en mi criterio.

Al no saber delegaba, pero escuchaba primero atentamente  la propuesta sobre un determinado asunto y si su intuición no prendía  alarmas daba luz verde; en caso contrario preguntaba más a fondo las razones, hasta que su lógica quedaba satisfecha. Como Represente Permanente tuvo sus altibajos, pero como persona, siempre recordaremos al Dr. Granier como  un gran caballero, más bien tímido, pero amable, bondadoso y todo un sabio,  que nunca buscó estar en donde estuvo.

Hubo otro Embajador en Nueva York, sobre el cual quisiera decir un par de cosas, pues fue hábil e  ingenioso y se le recuerda en Naciones Unidas,  particularmente por un par de actuaciones de distinto tenor.

A nadie se le había ocurrido ofrecer una recepción en honor del Cuerpo de Vigilantes de Naciones Unidas, cuyos miembros provienen de diferentes estados miembros de la Organización; demás está decir que pasó a ser uno de sus embajadores favoritos.

Aunque en los esquemas de diplomacia multilateral es frecuente recurrir a consultas informales, para allanar el camino al tratar el asunto de manera oficial; tampoco nadie  había tratado de darles mayor amplitud para potenciar su eficacia.

Pues bien, a principios de los noventa, cuando le tocó a nuestro país presidir el Consejo de Seguridad, el Embajador, con su sagacidad característica, echo mano de este recurso, pero amplio sus alcances, para que pudieran ser  escuchados oficiosamente por el órgano más importante e influyente de Naciones Unidas en materia de paz y seguridad, figuras como Nelson Mandela, Yasser Arafat, el Secretario General de Amnistía Internacional o incluso representantes de la oposición de distintos países.

Estas consultas, a pesar de que pueden ser polémicas, se vienen realizando cada vez con mayor frecuencia, pues ahora se efectúan conforme a un cierto ritual, para enfatizar su carácter oficioso y facilitar su aplicación. Por supuesto, no constituyen una actividad del Consejo de Seguridad, cada miembro decide si participa, aunque el convocante, quien además las preside, invita por escrito a los otros catorce e informa quienes van a intervenir. La Misión Permanente del invitante convoca a la consulta,  no la Secretaría de la ONU, que solo proporciona servicios de interpretación y ni siquiera  se anuncian en el Diario de las Naciones Unidas.

La perspicacia de un político y diplomático venezolano, a quien tengo veinte años que no veo y ahora está en el exilio, visualizó este procedimiento que se conoce mundialmente como  Fórmula Arria. Nadie podría descartar su aplicación en nuestro caso, sobre todo si continúan agravándose las crisis de toda índole, la intransigencia del régimen sigue asfixiando todo vestigio de  democracia y multiplicando sus querellas con miembros significativos  de la comunidad internacional.

Para concluir con una panorámica de la situación, basta contrastar tres personajes, también embajadores en Naciones Unidas, pero  en la época chavistoide: el  chafarote responsable de la represión en el estado andino, cuya capital lo vio nacer; el pendenciero, que ha sido el mascarón de proa más fugaz que ha pasado por la Casa Amarillista; y el tipo que degeneró la petrolera estatal y se encargó de hacer desaparecer una colosal fortuna patrimonio de todos los venezolanos.

Aparte de la fama ecuménica por sus desaguisados, el régimen chavistoide pasará a la historia de la ONU porque alguien  detectó un olor a azufre en el Podio de la Asamblea General (que también ha podido ser perfectamente un efluvio personal) y por su constante aparición en la lista de deudores morosos, pues ha logrado colocar al país con las reservas petroleras más grandes del mundo, junto con la media docena de países más depauperados del planeta.

No han tenido empacho alguno en exhibir tamaña incuria, frente a los otros 192 Estados Miembros de la ONU, los Observadores Permanentes, un centenar de Organizaciones Gubernamentales y toda la constelación de organismos internacionales que conforman el Sistema de Naciones Unidas.

Todo hecho en revolución, todo hecho en socialismo.

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