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Retazos viajeros: Kenia (I)

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), es el centro de coordinación de las Naciones Unidas para el tratamiento integrado de ambos temas. Fue establecida en 1964, ha tenido varios Secretarios Generales, entre ellos el distinguido venezolano Manuel Pérez Guerrero de 1969 al 74 y ha celebrado catorce reuniones de Alto Nivel, la última el año pasado en Nairobi, al igual que la cuarta en 1976, a la cual voy a referirme más adelante, pues me tocó formar parte de la Delegación de Venezuela.

Pero ya había tenido oportunidad de conocer la Capital unos años antes y me había hospedado en un hotel con mucho sabor africano, el  Stanley, como el famoso periodista galés, explorador del África Central en la segunda mitad del siglo XIX. El hotel queda en las afueras, frente a la Universidad de Nairobi y era muy amplio, con  edificaciones de un solo piso y gran patio, en cuyo centro se podía admirar un gigantesco baobab; pero lo que más me gustó fue el comedor, decorado con cabezas de animales,  pieles de cebra, escudos y lanzas tribales.  Era la primera vez que disfrutaba de un espacio con tales ornatos y me llamó  tanto la atención que me hice el propósito de adquirir una piel de cebra, lo cual era legal en ese entonces.

Para la época solo había en Kenya, por lo que a Latinoamérica respecta, un Consulado de Colombia y la Embajada de Brasil, presencia motivada por ser todos importantes productores de café.

La Señora Cónsul era muy amable y campechana, no tenía ninguna experiencia, pero el nombre de Colombia tuvo repercusiones favorables, pues estaba casada con un médico sanitarista, que ayudó mucho con su especialidad a la población y autoridades locales. Tenían un par de hijos, el menor de los cuales ya adolescente, era muy despierto y hablaba swahili, por lo que le pedí me ayudara a comprar la piel de cebra, aceptó de buen grado y nos pusimos de acuerdo para ir el sábado siguiente  a uno de los mercados locales. El muchacho regateó que es un contento y logré comprar una de buen tamaño y sin  heridas, la cual embalaron para llevármela a nuestro apartamento en Nueva York; pero ninguno supo juzgar si estaba bien curada y al año se pudrió,  hubo que botarla y en mis viajes posteriores a Nairobi ya estaba prohibido comerciar pieles de animales, a menos que se dispusiera de un permiso especial y se pagarán precios exorbitantes.

Por su parte, el Embajador brasileño era todo un veterano de Itamaratí, cumplía su última misión diplomática;  la residencia era   una bella construcción colonial en medio de un bosque, bien decorada al estilo local y nos  invitó a cenar desplegando  gran boato: manteles de lino, vajilla de Limoges, cubiertos de plata, copas de baccarat, obsequio impecable y un sinfín de sirvientes bien entrenados, de uniforme blanco y fez rojo. Comentaba  que como tenía un buen equipo en la Embajada, trataba de disfrutar al máximo de su último destino diplomático, antes de pasar a peor vida  cuando próximamente se  retirara a  su lar nativo.

En la época de la UNCTAD IV, la preparación para reuniones importantes como ésta duraba varias semanas, se desmenuzaban los temas, se identificaban los de mayor importancia para el país, se preparaban las distintas intervenciones y se analizaba hasta la composición institucional de la Delegación, que  entonces incorporaba representantes parlamentarios, dirigentes empresariales y líderes sindicales, elegidos cada uno por su propio sector, que corría también con sus gastos.

Recuerdo que para la UNCTAD IV, contamos con la participación del Diputado Luis Esteban Rey, uno de los parlamentarios más versados en política internacional que  hayamos tenido jamás en  el Congreso Nacional y con un dirigente sindical zuliano, que se hizo famoso pues era la primera vez que viajaba al exterior, se vino por Londres, se gastó todos los viáticos, hubo que hacer una colecta en Nairobi para  costear su estada y cuando llegó lo primero que hizo fue preguntar, con inconfundible acento maracucho,  dónde vendían el diario Panorama.

Kenya y su capital, son quizás el país y ciudad africanos que me ha tocado visitar mayor número de veces. Nairobi, hace cuarenta años era una ciudad limpia, agradable, llena de buganvilias moradas (nosotros las llamamos trinitarias) y su gente era amable y cordial,  aficionada a la cerveza, que consumían en grandes cantidades a pico de botella, a pesar de que el clima refrescaba por las noches, pues la ciudad está ubicada en una meseta, a unos 1800 metros sobre el nivel del mar.

El aeropuerto  enlaza con  la ciudad, mediante una autopista de 15 kilómetros, amplia, con la isla llena de flores y en esos tiempos bien mantenida, lo que dio lugar a la primera frase que espetara de memoria en  swahili, para refrenar los ímpetus del conductor del taxi  Mercedes Benz, quien cedió a la tentación de desarrollar grandes velocidades o quizás era el único tramo vial que se prestaba para ello.

El swahili es el idioma local, que tiene la ventaja, para los que hablamos español,  que se pronuncia como se escribe; una de las pocas frases que sabía y entonces  utilicé con toda propiedad fue: despacio por favor, que me atreví a balbucear en su lengua: pole pole tafahdali.

A la gente le agrada nuestro acento,  bastante diferente al de los ingleses y establece de inmediato una corriente de simpatía. Recuerdo que en  mi infancia en Tovar, cuando leía cuentos de Tarzán, su vocabulario incluía palabras que después descubrí que eran swahilis, como Jambo, Hola, y bwana, Señor. Actualmente también aparece el idioma en películas como el Rey León y la famosa frase de Simba, Hakuna Matata, tiene varias acepciones entre ellas “no hay problema”, pero en el clásico de Disney bien pudieran significar “vive y sé feliz”.

En Nairobi había al menos tres  o cuatro sitios en que se comía bien, uno de ellos era un restaurant situado en la principal arteria comercial y se llamaba El Toro Rojo.  Había buena langosta que traían diariamente desde Mombasa, principal puerto del país en el océano Índico, también había buena carne, pero las ensaladas eran de vegetales frescos, cuyo consumo no era recomendable, a menos que se mandaran expresamente a hervir.

Una de las especialidades de la casa era el Café Irlandés, preparado frente a la mesa con particular esmero, para que sus capas quedaran bien diferenciadas. Pues bien, esta especialidad fue la causa de que nunca volviéramos al sitio, pues una vez estaba oficiando la ceremonia de preparación un aprendiz, bajo la atenta mirada del Maitre, pero el muchacho se puso nervioso, cometió un error y  se le mezclaron las distintas capas, lo que bastó para que el tipo lo abofeteara delante de todos. Al reclamarle,  sacó a relucir su altivez de kikuyu (quizás el muchacho pertenecía a una tribu que consideraba inferior), se negó a  rectificar su actitud y hasta ahí llegó nuestro disfrute de la buena mesa de El Toro Rojo. (FIN PARTE I)

 

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