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Reto a la idiosincrasia

Del libro “El hijo de la panadera” –minucioso repaso a la figura de Miranda que nos ofrece Inés Quintero- extraigo un episodio que contrasta con la épica en la que nos curtieron los textos escolares de Historia Patria: el 3 de agosto de 1806, día en que Miranda desembarca en la Vela de Coro para plantar bandera y distribuir su vigorosa proclama independentista, se registra un paisaje inaudito: “La ciudad estaba desierta. Había sido abandonada por sus habitantes”. El augurio del prócer respecto a que “los americanos se unirían masivamente al llamado de la libertad, no ocurrió”. Apenas dos esclavos y una negra acusada de homicidio fueron los que atendieron su llamado a desconocer al “opresivo gobierno bajo el cual gimen ahora”. Lejos de lo que invocaría nuestra tierna imaginación, no hubo “bravo pueblo” dispuesto para bienvenidas, tampoco efusivos empujones por unirse a la cruzada. Recibía así el capitán del “Leander” un anticipo de esa proverbial pasividad, de esa indiferencia que, según algunos estudiosos, la sociedad venezolana ha mostrado frente a las urgencias que la han asediado; rasgo que, de algún modo -junto al humor, la adaptabilidad, la cordialidad, la indisciplina, la viveza o el apego por la imprecisión, entre otros- alimenta ese vistazo al espejo, ese imaginario que forja nuestra singular y “predecible” idiosincrasia.

El historiador Elías Pino Iturrieta ofreció severo balance de “las formas medrosas y aún complacientes o bobaliconas de actuar frente a las autocracias desde el siglo XIX”, que en contraste con voluntades de fuego como la del propio Miranda -la civilidad, siempre dispuesta a dar buena lidia a la barbarie- hacen pensar en una ciudadanía “que no ha sido ejemplo de valentía frente a sus opresores”. Y concluía: “Podemos sorprender con una cabriola olímpica, desde luego, pero eso está por verse”. El paseo por capítulos claves de nuestra historia transcurridos bajo la cuchilla del guzmancismo, el gomecismo o el perezjimenismo; o el ejemplo de blandura de mayorías admitiendo ultrajes como el golpe perpetrado contra Gallegos, ciertamente no dan mucho material para embriagarse con la sospecha de que frente a los desmanes del chavismo se produjesen acciones populares algo más comprometidas. Y no hablamos, claro, de estallidos sin orden ni concierto, de la calle sin política, esa que espoleada por la urgencia es más proclive al caos que a la búsqueda de soluciones de largo plazo. Es justo lo contrario: el salto de la pueril conciencia del “hombre-masa” dependiente del Estado proveedor, a la del ciudadano capaz de gestionar su espacio como miembro de la polis. Esto es, sociedad civil madura y organizada.

De modo que retar cierta manera de ser, un manso temperamento anclado a nuestra propia «lógica de la patología»; ese carácter despreocupado y evasivo que quizás dio motivos para que la ONU juzgase alguna vez al venezolano como uno de los pueblos más felices del mundo, o que dejó catre tendido para que los tiranos se arrellanasen en la idea de que jamás encontrarían real oposición a su esperpéntico voluntarismo, parecía casi imposible: hasta ahora. Tras el 6D se produjo un cisma en nuestro registro de atávicas resignaciones, ante el escepticismo de muchos que preveían que el conformismo del venezolano –y su resistencia al cambio; su dificultad para bregar con el “sacrificio de sus recuerdos”, a decir de John Huxtable Elliot, y evolucionar- nos atornillaría a la tragedia. Por fortuna, una sociedad distinta reclama hoy una nueva relación con el poder.

Basta leer opiniones en redes sociales, oír la participación del público en los medios, ceder al intercambio que se despliega en las colas, reparar en lo que dice la gente en cualquier esquina, palpar la hondura de la protesta diaria: si bien el callejón al cual nos confina el hambre atiza como nada el descontento, no es menos cierto que las candelas de esta nueva ciudadanía -surgida del reconocimiento de su más absoluta orfandad- van más allá de la simple gratificación inmediata. Una psique colectiva amarrada a la eterna espera del padre -la fantasía del salvador que nos asegura que todo va a estar bien– también se ha quebrantado: pues de la realidad aprendimos que nada se resolverá sin nuestro concurso.

Una heroica, tenaz asistencia a la validación de firmas –a pesar de la odisea urdida por el CNE- es otro reto a la tiranía de cierta idiosincrasia. Ese mismo venezolano que “todo lo deja para última hora” no esperó hasta el final de la jornada para demostrar que ya no teme al dolor de asumir el desafío esencial de la supervivencia: la voluntad de cambiar. Allí estuvo la gente, mudada desde sitios remotos, en bastones y sillas de ruedas, hasta en camillas. “Esta desgracia nos está obligando a ser mejores de lo que nunca habíamos sido”, me dice alguien en twitter: y creo igual. He allí la “cabriola olímpica” que el profesor Elías Pino advertía, una que nos premia con nuevos respiros: después de todo, Venezuela ha cambiado tanto, que es justo aspirar a que esta vez sea para lo grandioso.

@Mibelis

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