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Sarkozy y la casta

El caso Sarkozy no es un acontecimiento estrictamente francés. No solo porque la corrupción sea una enfermedad muy extendida por el mundo. Los escándalos de Nicolás Sarkozy son el último eco de la berlusconización de Europa. Silvio Berlusconi creó un modelo político en Italia basado en la idea de que, en nombre del dinero, todo está justificado; en la normalización y legalización de los privilegios de los que tienen más; en el desprecio a las instituciones del Estado; y en el intento del control de la sociedad por la vía del monopolio audiovisual. Todo ello aliñado, como no podía ser de otra manera, con el exhibicionismo hortera del que cree que todo le está permitido, que tanto ha contribuido a fomentar la noción de casta hoy demasiado en boga.

Nicolás Sarkozy llevó a la política francesa todos y cada uno de los principios del berlusconismo. Rompió el aura de la función presidencial convirtiendo, como cualquier adolescente en Facebook, su vida privada en un espectáculo. Prometió cada día una revolución a los francesas y se fue sin haber impulsado una sola reforma de calado. Hizo de las televisiones de sus amigos su brazo ideológico. Denigró el sistema institucional pero no hizo nada por cambiarlo. No dudó en cruzar las líneas rojas de la cultura republicana, cuando ante el ascenso de Marine Le Pen, asumió sin pestañear la agenda de la extrema derecha, y lanzó toda la rabia xenófoba sobre los gitanos.

La derecha española le jaleaba y Zapatero hizo buenas migas con él. En cualquier caso, esta entrega de la política al servicio del dinero, esta banalización de la cosa pública y esta pretensión de sustituirla por un espectáculo próximo a los programas de televisión basura se extendió como cultura política en Europa de la mano de Berlusconi y encontró en Sarkozy un privilegiado intérprete, impulsado por las plataformas sobre las que montaba sus zapatos.

Sarkozy abrió la presidencia francesa a los voyeurs de todo el país, y se encontró que las miradas penetraron mucho más allá de lo que él tenía previsto. En tiempos de Internet, de los teléfonos móviles y las escuchas masivas, el poder se ha hecho a la vez más poderoso y más vulnerable. Puesto que todo estaba permitido en beneficio del dinero y del líder carismático, tejió una red de complicidades económicas y de intrigas palaciegas que ahora han llegado a la calle. Rompió tabús y ha resultado que estaba desnudo. Su reacción ha sido la confirmación de la hipótesis: berlusconismo puro.

Como el cavaliere ha salido a matar contra la justicia y las instituciones que en un día no tan lejano gobernó. Y ha construido el relato de una gran conspiración contra él. Tiempos difíciles para esta estrategia después de todo lo que ha revelado la crisis a los ojos de los ciudadanos. El prejuicio de inocencia está a la baja ante personajes tan dados a presentarse por encima de los demás mortales.

Sarkozy está liquidado a los ojos de las élites parisinas, pero el temor reverencial que le tienen algunos por los modos de hacer de sus años de gobierno, la obsequiosidad de los periodistas que le entrevistaron al salir de comisaría, que era insultante, hace que no se le dé todavía por muerto: la Francia profunda es muy distinta del mundillo parisino y no hay que descartar que su demagogia cuaje con un discurso contra éstas élites que tanto cultivó y tanto le jalearon en su día.

Sarkozy no es un extraño. La impunidad en el ejercicio del poder no es exclusiva suya, y la tendencia a negar la evidencia en vez de asumir responsabilidades, como correspondería a quien debería poner el interés general por delante del personal, está muy extendida. Los ecos de Bárcenas suenan cada día en la puerta de la casa de Rajoy.

La corrupción afecta directamente a la acción política. Las políticas se adecuan a ella y a sus consecuencias. Sarkozy no tardó ni un minuto en forzar la resolución de las Naciones Unidas sobre Libia, cuando Gadafi amenazó con contar lo que sabía de él. La crítica de las instituciones del Estado para reforzar el control sobre estas es un clásico. Rajoy tiene algún ministro encargado a tiempo completo de esta tarea: el control de la justicia.

La exhibición impúdica del poder de las élites y la cínica estrategia de presentarse como valedor del pueblo frente a ellas, cuando las cosas van mal, conducen a un mismo punto: desplazar el eje de la política de la oposición derecha/izquierda a la oposición élites/pueblo. El discurso de la casta tiene en el berlusconismo, en el sarkozysmo y en el desdén de los dirigentes de otros países por la corrupción, su fuente de razón. Y cuando esto ocurre, cuando la política se convierte en un enfrentamiento entre unas élites impúdicas y una ciudadanía irritada, los riesgos son muy grandes. La historia nos demuestra, por lo menos en España, que en estos casos el dinero y los militares siempre acaban inclinándose por el mismo bando.

(ElPaís.com)

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