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Vergüenza y sentido del ridículo

El año pasado publiqué un libro sobre la separación de poderes. Allí expuse que, según el barón de Montesquieu, todo hombre que llega al poder tiene una natural tendencia a abusar y que para evitar el abuso se requiere de un armazón institucional mediante la cual el poder se divide, con base en las funciones del Estado, en tres poderes. Si el o los titulares de uno de los poderes incurriesen en el abuso, los que dirigen los otros poderes se encargarían de detenerlos. El poder detiene al poder. Ese es el título de mi libro.

Para que este andamiaje funcione, se requiere de poderes autónomos e independientes. A lo largo de unas quinientas páginas traté de demostrar, lo que no resultó nada difícil, que Hugo Chávez, y luego Nicolás Maduro, concentraron en sus manos la totalidad del poder, lograron someter al Parlamento, a los tribunales, al Poder Ciudadano y al Poder Electoral y acabaron con la separación de poderes. Para alcanzar ese resultado, violaron abiertamente todas las previsiones constitucionales relativas a la nominación de sus integrantes y a sus facultades autónomas, y colocaron en la directiva de cada uno a personajes dóciles, obsecuentes y, salvo contadísimas excepciones, muy mediocres.

La solución de los grandes problemas del Estado venezolano, según dije en el libro, se inicia por la designación de unos poderes públicos autónomos e independientes que puedan, de ser el caso, detener al poder.

Sigo pensando igual, pero en fecha reciente leí un artículo de Axel Capriles, intitulado “Asunto de vergüenza”, en el cual se señala que no basta con barreras institucionales para impedir la arbitrariedad. Hay de por medio un problema de cultura, una exigencia de valores. Dice Capriles: “La vergüenza es una emoción fundamental para la regulación de la función pública. En la tradición griega, la reacción natural ante alguien desvergonzado, la consecuencia de los actos que la vergüenza debía haber evitado, era la némesis, un correlato de rabia, horror y desprecio que producía la indignación justiciera. La pérdida de cara, de honor, obligaba al desvergonzado a salir de la palestra pública.

“Esta función de la vergüenza es fundamental para el funcionamiento del orden social. No solo el poder debe controlar al poder. Toda sociedad necesita un conjunto de valores y actitudes internalizadas, una estructura que contenga la desmesura y estipule los tipos de comportamiento que pueden ser admirados y los que deben ser despreciados”.

Hace ya muchos años, en España, tuve ocasión de conversar con don Joaquín Ruiz Jiménez, titular de la recién creada Defensoría del Pueblo, que tiene por función proteger los derechos de los españoles. El defensor del pueblo español no ejerce competencias ejecutivas y sus decisiones no tienen carácter vinculante. La función es fundamentalmente persuasiva, con peso en la opinión pública y, eventualmente, con consecuencias jurídicas, si los otros poderes deciden aceptar sus recomendaciones. Le expresé al viejo jurista mis dudas en relación con la efectividad en la tarea que le fue encomendada y él me contestó: “Mi meta es que el funcionario que incurra en falta, se ruborice”.

Pues bien, lo que la realidad venezolana y el escrito de Axel Capriles nos enseñan es que nuestros gobernantes no se ruborizan. Han perdido, si es que alguna vez la tuvieron, la vergüenza y el país ya no tiene la fuerza para exigirla. Bien lo dice Axel: “Los más altos dignatarios y representantes de la nación, el presidente de la República, sus ministros, los diputados y aspirantes a dirigir y regular el marco institucional del país, pueden decir la más bochornosa sandez y no pasa nada. La más enervante gansada puede alcanzar los titulares de los medios de comunicación social y lo máximo que suscita es algún chiste o burla en Twitter u otros medios de Internet. La falta de rubor se extendió como epidemia moral en una sociedad permisiva que perdonó todas las lamentables actuaciones de un inmoderado showman cuyo delirio de grandeza lo llevó a trastocar la mediocridad en heroísmo revolucionario. La más deplorable declamación, la más patética actuación, el más agobiante lugar común, en Venezuela se convierten en acto original y glorioso si provienen del poder”.

Para concluir me permito sugerir la existencia de otro freno, inexistente en Venezuela en lo que al ejercicio del poder se refiere y que tampoco tiene que ver con la estructura institucional: el sentido del ridículo. Si nuestros gobernantes tuvieran una mínima percepción del papel ridículo que desempeñan ante el mundo y ante la historia, tal vez frenarían un poquito los desmanes y los abusos.

La desvergüenza, la ridiculez, la mentira reiterada y la cursilería se han convertido en las características más resaltantes de la llamada revolución bolivariana.

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