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La belleza sin pelos en la lengua

Hay cosas en la vida que estan sobrevaluadas como la belleza. Tengo una amiga que se fajó a estudiar, tiene no se cuántos posgrados y un doctorado en London School of Economics, la pobre gana un sueldo pírrico que apenas le alcanza para sobrevivir. En cambio, una colega contemporánea suya, estudiante con puntuación de 10 en línea, que de milagro obtuvo el título universitario, gana un sueldazo. Mientras que la primera es bajita, poco agraciada y con el pelo malo, la otra está requete buena.

De sostén, soy talla 32-A. En proporción a la medida del busto, mi cadera no se ajusta al canon ideal de belleza. Mientras yo pienso que “debería” tener menos centímetros de abajo, el resto percibe todo lo contrario. Gente con la cual no tengo ni pizca de confianza me dice: “chica, qué raro que tú no te has operado los senos”. Lo que más me ofende es el énfasis intrusivo de ése “TÚ” confianzudo. Aquí hablar de tetas operadas es tan común como preguntar el Pin.

Ser cirujano plástico, médico estético, nutricionista o entrenador son carreras tan hot como ser chef o DJ, con la diferencia que al espetar la profesión ante un extraño, ello confiere automaticamente, una cercanía entrañable. El desconocido de inmediato se siente de la estrechez y consciente o inconscientemente, pide una consulta gratis ¿cómo hago yo para…?, ¿qué me aconsejas que debería …?.

En una reveladora entrevista que dio la actríz, Daniela Alvarado, en el programa “Sábado por la Noche” que transmite Globovisión, dijo con voz resquebrajada, que cuando se quitó sopotocientos kilos, sufrió muchísimo. Para poder mantener la esbeltez casi muere de inanición. En esa etapa famélica decidió tirar la toalla. Decretó que será de por vida una rellenita felíz. Danielita, es la excepción de la regla porque todas las “protas” de telenovela con pinta de playmate dan la hora, aunque en su curriculum no figure en un solo acto teatral del colegio.

Hay que ser insensible o estar pelandini para resistir las técnicas persuasivas o disuasivas –según sea el caso- del colorista de turno que en la peluquería ofrece el servicio de hacerte unas mechitas o unos reflejitos. En su defecto, aplicarte el alisado japonés, el brillo de seda o un tratamiento de queratina igualito al de Beyoncé. Por cierto, nunca he entendido, por qué en los pasaportes venezolanos se insiste en colocar como datos de identidad de mis congéneres “color de pelo”, eso aquí no tiene sentido.

Hablando de pelos -porque decir «cabello» es decimonónico- depilarse con láser axilas, piernas y el bigote, incluido allá abajo (el nombre técnico es tricólisi) es una necesidad incluida en la cesta básica. La manida frase que le escuchamos a nuestros padres decir: «Donde hay pelos hay felicidad», es tan obsoleta como la pantaleta bombacha.

Manicure y pedicure al menos cada quincena se han convertido hillo tempore en ritual cotidiano. El estilo francés con el bordecito blanco es old fashion. Lo chic es usar barnis de colores fosforescentes o estridentes. Se dibuja de todo sobre las uñas de gel, cuyo uso prolongado en el tiempo debe afectar los pulmones porque la pega es altamente tóxica. Admiro a esas mujeres de largas uñas que marcan con destreza olímpica el teclado.

Dolor, sacrificio, tiempo y ahorro son las cuotas que hay que pagar para ser bellas. Sobre la juventud, otro tema que obsesiona, hablaremos más adelante.

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