Judicial

La extorsión uniformada, por Javier Ignacio Mayorca

El 6 de agosto, un conductor fue detenido en la esquina Viento, cerca del Nuevo Circo, por una pareja de oficiales de la Policía Nacional Bolivariana. Parecía un chequeo de rutina: “Muéstreme sus documentos”; “Por favor, abra la cava”, “¿Hacia dónde se dirige?”, etc.

La cosa comenzó a ponerse sospechosa cuando los uniformados supieron que el hombre trasladaba alimentos fabricados por una conocida empresa, señalada permanentemente en los discursos gubernamentales, al punto que su principal representante es llamado “pelucón” por el Presidente.

Los policías, uniformados y en sus horas laborales, hicieron caso omiso de la documentación en regla presentada por el profesional del volante. Le ordenaron que los acompañara hasta la estación ubicada en Santa Rosalía.

Allí comenzó la presión. Los funcionarios concluyeron que el hombre iba a desviar los productos, aunque tenían en sus manos las guías de traslado. Luego amenazaron con instruirle un expediente penal por “bachaqueo”, que le iban a “sembrar” pruebas, que lo pondrían a las órdenes del Ministerio Público y que, en fin de cuentas, pasaría ocho años de su existencia tras las rejas.

El hombre era la víctima perfecta en virtud de la sospecha generalizada tendida por los líderes del Ejecutivo contra el propietario de la empresa cuyos productos él distribuía.

Esto, desde luego, tendría un remedio. Las cosas no tendrían por qué pasar a mayores. En Venezuela, con plata de por medio, la justicia da extrañas volteretas. En este caso, el expediente sería abortado con la módica suma de Bs 100.000. El fin de semana apenas comenzaba, y los oficiales claramente querían “resolver” rápido.

De inmediato, el camionero llamó a su jefe, dueño de una flota de vehículos de carga. Al final de la noche, estaba en libertad otra vez.

Casos como éste se reproducen a diario en todo el país. La extorsión se ha convertido en un sistema. Ciertamente, sus fuentes son múltiples: extorsionan las bandas organizadas en Cementerio y los empleados del Sundde que verifican si los comercios venden a precios “justos”; extorsionan por teléfono desde las cárceles y los que se han apoderado de alguna foto comprometedora (“sextorsión”). Pero la más extendida en la actualidad quizá sea la ejercida por funcionarios de los distintos cuerpos de seguridad.

En su Historia de la mafia el investigador John Dickie llega a la conclusión de que la extorsión es el delito que permite a la delincuencia organizada la generación de capital-semilla para extender luego sus actividades a otros delitos. Así fue con la Cosa Nostra en sus primeras etapas, durante la primera mitad del siglo XIX. También en su versión estadounidense con la famosa “mano negra” y, guardando las distancias, con las primeras megabandas que se formaron en Guárico y el sur de Aragua, o la guerrilla y los paras que boletean a sus anchas en la frontera con Colombia.

Cuando la extorsión es ejercida por delincuentes comunes, ocurre de hecho una suplantación de la función primaria del Estado, que es garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Este delito, por lo tanto, tiene un efecto altamente pernicioso. El extorsionado, al pagar, reconoce en forma tácita el poder ejercido en ese sector por quienes lo amenazan.

Pero cuando la extorsión es ejercida por funcionarios que se supone están allí para aplicar las leyes y proteger a la gente el efecto es doblemente nocivo. Por una parte, descalifica a la institución cuyos agentes incurren en esta conducta. A los ojos de la víctima, los policías o militares que extorsionan no son simples “manzanas podridas” sino que cuentan con un aval de la superioridad. En el caso referido, por ejemplo, tiene mucho peso el detalle de que la amenaza fue impartida al conductor mientras estaba en la estación policial.

Por otra parte, cuando ocurren estos casos se reafirma la convicción de que siempre será mejor tratar con los delincuentes. Estos, por lo menos, tienen fama de que cumplen con su palabra. Los policías, en cambio, no garantizan que cumplirán aquello por lo que están cobrando. El día de mañana, ese mismo conductor podrá ser detenido en la misma zona, y probablemente le dirán que quienes lo extorsionaron pertenecían a otro turno, y que por lo tanto ellos también tienen derecho a cobrar.

En la jerga que se implantó en el país a partir de 2010, estas son “desviaciones policiales”. Siempre es posible que haya policías extorsionadores, aún en los países más avanzados, donde los cuerpos de seguridad gozan de amplio respeto. El problema en Venezuela es que la extorsión se ha convertido en un patrón de actuación de los agentes.

Una aclaratoria: para que haya extorsión es necesaria la existencia de una amenaza claramente expresada, del tipo: “Si no me pagas, vas preso”. Hay un delito que se parece mucho a éste, y que también está de moda entre los uniformados, como es la concusión. Ocurre, por ejemplo, cuando el viajero va apurado al aeropuerto de Maiquetía para tomar el vuelo mañanero a EEUU, y lo paran los oficiales de PoliVargas. Ellos saben que la persona anda contra reloj, y por lo tanto no necesitan proferir una amenaza abierta. Cuando ven los dólares o los euros, comienzan una cadena de preguntas y argumentos sobre el posible origen ilícito de la moneda. Luego de media hora en esta situación, y ante la posibilidad de perder el avión, la víctima terminará pagando esta suerte de impuesto sobrevenido en la entrada del terminal aéreo.

Aunque la extorsión se ha sistematizado, parece existir una relación inversamente proporcional entre la posibilidad de ser víctima de este delito por parte de agentes y el tamaño de la institución para la que trabajan. En otras palabras, cuando los policías pertenecen a una entidad de alcance nacional (PoliNacional, Cicpc, GNB, Sebin, etc) es más probable que pidan dinero a cambio de impunidad o libertad. Los policías estatales y especialmente los municipales tienen menos oportunidad de incurrir en extorsión, debido a la existencia de formas de control más cercanas. No sólo se trata de los mecanismos institucionales internos sino también del grado de exposición de los agentes municipales y estatales, que es mayor debido a que solo pueden operar en un ámbito geográfico más limitado que el de los policías nacionales. La “vigilancia ciudadana” termina detectando con cierta rapidez a los funcionarios corruptos municipales o estatales, quienes a menudo son vecinos o conocidos. Y si la jerarquía institucional no los reprime (cosa que también sucede) terminará desprestigiando a todo el cuerpo.

La extorsión, en cualquiera de sus modalidades, es un delito que ocurre en las sombras, en la clandestinidad. Se nutre del miedo de las víctimas. Sus métodos de investigación son complejos. Involucran mecanismos de vigilancia electrónica, dinámica y estática orientados a documentar el momento en el que los extorsionadores se apropian del dinero exigido. Esta suma tiene que ser debidamente marcada antes de la entrega, en un procedimiento autorizado por un juez de control y coordinado por un fiscal, para así establecer una conexión entre lo que la víctima paga y lo que el victimario tiene en sus manos cuando lo detienen.

Debido a esto, y a la noción de que rara vez las detenciones desmantelan completamente las redes criminales, son pocos los casos denunciados de extorsión. Mucho menos cuando el criminal viste uniforme.

 

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