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En Bogotá, una prostituta venezolana llora a su país

Por: Kienyke

Mientras que en Caracas, las marchas contra el gobierno de Nicolás Maduro piden su renuncia, muy cerca de la avenida Caracas, en el Centro de Bogotá (Colombia), Sharid, paisana de los manifestantes, no marcha, baila y el trasfondo de su actividad, dice ella, es el mismo de los marchantes: la crisis socioeconómica en la que está sumida el país.

Sharid tiene grandes ojos color caramelo, adornados por pestañas postizas, que intensifican la belleza de su mirada. Tiene labios delgados y finos, están tan bien delineados y pintados de labial color rojo intenso, que parecen un corazón cada vez que los une en forma de beso, para coquetearles a los hombres que se atraviesan en la ruta de su mirada. Un jean azul, roto, forra sus piernas gruesas y deja al descubierto un trasero grande que, según ella, es natural.

Es una mujer de 23 años y realmente no se llama Sharid. Fue el sobrenombre que se puso, hace 4, cuando eligió la prostitución como opción para ganarse la vida. Actualmente trabaja en el barrio Santa Fe, en el centro de Bogotá, a donde llegó hace nueve meses, en agosto de 2016. Es una de las prostitutas venezolanas que huyó del país para refugiarse laboralmente en Colombia, porque como lo dice ella, tomándose una cerveza fría, “allá (aquí) las cosas están jodidas”.

Se gana buen dinero

Son las 6 de la tarde. Aunque afuera del establecimiento está lloviznado con fuerza y el frío bogotano hela los huesos, dentro del lugar hace calor, con el que las casi 20 jóvenes que trabajan allí se sienten cómodas al andar con poca ropa o desnudas, como lo está Cristal, otra venezolana que en el momento de esta entrevista, le baila sensualmente, en la mesa vecina, a tres hombres que visten corbata y que acompañan el momento con una botella de Whisky que va por la mitad.

“Aquí se gana buen dinero”, dice Sharid sin dejar de ver los movimientos de Cristal, de quien dice está en Colombia hace más de un año y que llegó, al igual que ella, buscando un mejor futuro. “Santa Fe está lleno de chamas, como nos dicen a nosotras; en casi todos los locales hay mujeres de Venezuela, además a los hombres les gustamos», aclara con cierto tono prepotente.

“Se mueve rico, ¿verdad?», pregunta la joven, sin dejar de mirar a su compatriota, que está haciendo movimientos circulares de cadera, de espaldas, a uno de los hombres de corbata, mientras que sus amigos lo incitan para que la manosee.

Con la segunda cerveza en la mano Sahrid empieza a interesarse un poco más en quién le hace preguntas, y sus respuestas dejan de ser monosílabos acompañados de rebuscadas palabras, que expresa más por cortesía que por gusto.

“Mira, chico, quien tenga dos dedos en la frente no se queda en Venezuela. El pedazo de presidente que tenemos tiene jodido el país. No hay trabajo y si lo hay no se gana nada y lo poco que se gana no alcanza para nada… vuelvo y te repito: estamos jodidos”. Sahrid dice esto con un acento venezolano, muy marcado, como queriendo reafirmar de dónde es; lo dice también con notoria tristeza, pero después de un sorbo de cerveza aclara que no le gusta hablar de política y que además es un tema del que no conoce.

Ella no sabe de política internacional, tampoco sabe mucho de capitalismo, de socialismo o de cualquier otro sistema político, y aunque tampoco sabe de políticas administrativas o económicas, sí sabe que lo que se ganaba en Barquisimeto por entregarle su cuerpo a un hombre, casi 20 mil bolívares, solo le alcanzaba para unos tres kilos de arroz.

“Hacer colas para comprar un rollo de papel higiénico o un kilo de harina para las arepas, es vergonzoso. Mucha gente vive con hambre. Es triste lo que allá está pasando. Yo necesito hacer dinero aquí y si las cosas no mejoran, traer a mi hermanita, que tiene 8 años y a mi mamá. Se quedaron esperando a que a mí me vaya bien”, dice Sharid, ya no con tristeza, sino con desilusión.

Recuerda que tomó la decisión de irse de Venezuela, después de haber sido golpeada por un par de colegas. El origen de la pelea fue un hombre. “Un carajo con dinero que era cliente regular de una catirita llamada Lucena. Esa noche el tipo estaba con ella pero no sé en qué momento la dejó sola y me dijo que subiera con él a una pieza. Después de que bajamos él se fue y ella se me vino encima porque yo le quité el cliente, que hasta lindo sí estaba”, dice mientras se ríe.

Cuando salió de Barquisimeto, con una maleta llena de poca ropa, llegó fácil e ilegalmente a Cúcuta (Colombia) y empezó a trabajar en burdeles de la capital fronteriza. No fueron días fáciles. Las prostitutas colombianas no estaban contentas con su presencia y con la de las otras venezolanas. Conoció una compatriota, que le dijo que viajaría a Bogotá, donde sabía que pagaban mejor.

Al día siguiente, tres venezolanas, entre ellas Sharid, estaban en el Barrio Santa Fe, zona de tolerancia de Bogotá. Solo les bastó hablar cinco minutos con uno de los hombres que trabajan en las porterías de los establecimientos para estar estrechando la mano con el administrador del lugar más famoso del sector, donde solo trabajó por un par de meses, ya que un operativo judicial las obligó buscar otros espacios de trabajo.

Desde hace cuatro meses está trabajando en el lugar donde se habló con ella. Cobra 40.000 o 50.000 pesos (entre 139.000 y 174.000 bolívares) por cada relación sexual, pero en promedio gana realmente unos 25.000 (Bs. 87.000) por cada vez que su cuerpo es poseído por un hombre diferente. Trabaja de ocho a diez horas diarias y las ganancias que le deja el oficio son unos 200.000 pesos (Bs. 696.000) diarios y al final del mes se ha ganado más o menos 3 millones de pesos (casi 10 millones y medio de bolívares).

“Toca aprovechar la belleza que Dios me dio y hacer plata con ella”, dice mientras pasa las manos por su abdomen plano, acción que acompaña con una mirada coqueta y pícara. “La verdad ahorro poco. Le envío dinero a mi madre y a mi hermana para que no pasen hambre ni muchas ni necesidades allá en Venezuela”.

Aunque en los últimos meses las venezolanas que ejercen la prostitución se han sentido perseguidas por las autoridades de migración y muchas de ellas han sido expulsadas del país por no tener documentos en regla, el día que se realizó esta charla, la Corte Constitucional emitió una orden, dirigida a Migración Colombia y a la Defensoría del Pueblo, para que se protegieran los derechos laborales de estas mujeres, ya que su oficio no es ilegal en Colombia. El alto tribunal le exigió a estas entidades ayudar en el proceso de visados de trabajo y demás documentos que les permita trabajar de manera legal en el país.

Cristal, aún sin vestirse, subió al segundo piso del establecimiento. Detrás de ella y sin dejar de mirarla, iba el hombre de más edad que estaba en la mesa en la que hizo el show privado. Por su parte Sharid, al saber que el hombre que le hacía preguntas insistentes no seguiría los pasos del sujeto de corbata, agradeció con un beso en la mejilla las dos cervezas que se tomó, se levantó de la mesa y se fue en busca de verdaderos clientes.

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