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“Mi complicada historia de amor con Tinder”, testimonio de una usuaria

Vamos a estar claros: conseguir pareja, en Venezuela, no es fácil. No digo que en otras partes del mundo lo sea. Es decir, nunca es fácil encontrar a alguien que a uno le guste, que a su vez guste de uno, que haya química entre los dos y que, por lo menos, compartan un mínimo de intereses y valores. Pero en Venezuela, particularmente, a Cupido se le complica el trabajo: la gente no tiene plata para salir  a conocer a otras personas y la calle está más peligrosa que nunca, por lo que muchos prefieren resguardarse en sus hogares. Y con “muchos” me refiero a los pocos que quedan en el país, a los pocos que no se han ido.

En mi caso particular, la tarea se convierte en toda una odisea. Tengo 30 años, un hijo de 2, soy divorciada y workaholic. Mis días comienzan muy temprano y terminan muy tarde. Todos mis días. De lunes a domingo. Rara vez tengo tiempo para mí y, cuando lo tengo, prefiero descansar. Conocer gente no está entre mis prioridades. Difícilmente puedo mantenerme al día con quienes ya conozco. Mis prioridades son criar a mi chamo, conseguir pañales  y echar pa’lante.

Pero a veces –solo a veces– acuesto a mi bebé, termino de trabajar y pienso que –quizás– sería chévere ver una película con alguien. O salir a cenar. O salir a bailar. O salir a tomar una copa de vino. O conversar con un adulto de cualquier cosa que no sea lactancia materna, crianza respetuosa o Peppa. Son días en los que pienso que –quizás– sería chévere tener una excusa para estrenar esos zapatos hermosos de tacón que me compré, a sabiendas de que nunca los usaría. Uno de esos días decidí descargar, por primera vez –la primera de muchas–, Tinder.

Cuando vivía en España, todas mis amigas solteras usaban la aplicación. Yo estaba en una relación seria, por lo que nunca me vi en la necesidad. Pero sí disfrutaba de sus historias, sobre todo de aquellas que fácilmente podrían salir en la cuenta de Instagram de Tinder Nightmares. Allá, principalmente, la utilizaban para encuentros casuales. Pocos buscaban parejas serias o formales por esa vía. Y sin embargo conocí un caso de –casi– éxito: una venezolana y un andaluz que se enamoraron gracias al Tinder, en Madrid. Y no vivieron felices para siempre.

Lo pensé mucho antes de abrirlo. Aquí en Venezuela era distinto. Con tanta inseguridad, a uno le da miedo exponerse en las redes sociales. ¿Cómo iba a hacerlo, además, en una que revela la distancia que te separa de tu potencial pareja, que podría ser un potencial secuestrador? Pero, al mismo tiempo, recordaba los casos de éxito, de parejas que se casaron, tras haberse conocido en Tinder; de parejas que tuvieron hijos, luego de conocerse en Tinder. Parejas de venezolanos en Venezuela. Y me animé. Me abrí Tinder por primera vez.

De entrada, la cosa es difícil. Hay que escoger cinco fotos. Cinco fotos que les saldrán a todos aquellos hombres que estén dentro del rango de edad que selecciones –por ejemplo, de 30 a 35 años–, junto con tu nombre (sin tu apellido), tu edad, la distancia que hay entre esa persona y tú, en kilómetros, y los amigos e intereses de Facebook que tengan en común. Sí. Hay que vincular la aplicación con Facebook. Y si uno dijo, en Facebook, por allá por el año 2006, que le gustaba Aventura, a todo el que –dentro del rango de edad y distancia– le guste Aventura, le aparecerá que tiene algo en común con uno. Y si uno todavía tiene de amigo en Facebook a ese exnovio que le arruinó la vida, a todo el que sea su amigo le aparecerá uno. Es fácil verse involucrada en situaciones incómodas.

Una vez seleccionadas las imágenes, con mucha cautela: ni muy reveladoras, ni muy conservadoras; el sexo en el que uno está interesado, el rango de edad y la distancia de las potenciales parejas, comienza la acción. Cientos de hombres aparecen, uno tras otro, con las que consideraron son sus mejores fotos. Guillermo, 33; Carlos, 31; Roberto, 34; Alberto, 30. A 4 kilómetros, 5 kilómetros, 9 kilómetros y 20 kilómetros. Debes deslizar la pantalla a la izquierda si no te gusta, a la derecha si te gusta y hacia arriba si te fascina, es decir, para hacer un superlike.

Soy exigente, muy exigente. No tanto con el físico pero sí con las conexiones en común. Creo que es importante que al menos alguien pueda darme una referencia de la persona en cuestión.  Esa primera vez en Tinder desplacé la pantalla a la izquierda cientos de veces y solo dos a la derecha. En esos dos casos, previamente, abrí sus perfiles, los revisé exhaustivamente, apliqué mis habilidades de periodista de investigación y, finalmente, decidí deslizar la pantalla a la derecha. En ambos casos tuve la suerte de que ellos habían hecho, si no lo mismo, algo parecido conmigo. Es decir, nos gustábamos. Al menos físicamente. Teníamos amigos en común y, de paso, algunos de esos intereses absurdos de la adolescencia.

El primero resultó ser un judío que estaba regresando al país tras vivir muchos años fuera. Era buenmozo, deportista y, aunque de momento estaba desempleado, tenía varias ofertas laborales, no recuerdo bien en qué ramo.

—¿Tienes mucho tiempo en Tinder? —le pregunté.

—No, lo abrí esta semana —respondió— Y, ¿tú?

—Lo abrí hoy

—Y, ¿qué es lo que buscas?

—La verdad, no sé —dije, entre risas— ¿Tú?

—Tampoco.

Toda la conversación transcurrió en el chat de Tinder. Luego pasamos a Whatsapp, que es así como pasar de primera a segunda base, pero virtualmente. La conversación banal continuó en esa red social. En simultáneo, en Tínder, hablaba con el segundo  que me había gustado. Demasiada acción para una sola noche, mi primera noche en Tínder. Este era más simpático aunque menos atractivo que el primero. Era un empresario que vivía entre Caracas y Panamá.

—¿Qué tal te ha ido en Tínder? —le pregunté, desde la propia plataforma.

—Honestamente no he salido con ninguna de las personas con las que he tenido compatibilidad.

—¿Por qué?

—No sé, pasamos a Whatsapp, decimos que vamos a cuadrar y luego no pasa nada.

Al igual que con el judío, con este también pasé al Whatsapp. Con los dos hice planes que nunca concretamos. Con ninguno pasó nada. Pero en mi teléfono siguen registrados: Fulanito Tinder, Menganito Tinder. Después de esa noche no volví a usar la aplicación. La tenía en el teléfono pero no la usaba. Hasta que un día tenía que descargar algo, no tenía espacio en la memoria el celular, y claramente Tínder fue lo primero que borré: no la utilizaba.

Luego me involucré con alguien que conocí en la vida real. Me alegró saber que eso todavía era posible. Pero rápidamente me di cuenta de que la relación no tenía futuro y reincidí con Tinder. Volví a él como quien vuelve con un exnovio, sabiendo que no funciona, pero con la esperanza de que esta vez las cosas sean diferentes, las cosas salgan bien. Sucedió durante una mañana de amigas. Las tres, solteras, hablábamos de lo difícil que era conseguir novio. Y yo recordé a Tinder. Una de mis amigas ya lo había usado antes, también sin éxito. La otra siempre había querido pero no se había atrevido. Las tres lo descargamos juntas y pasamos la tarde deslizando la pantalla a un lado y al otro, mostrándonos a posibles candidatos y riéndonos.

Una de mis amigas hizo match con un árabe amante de los animales; la otra con un chico normal, con el que tenía de amiga en común a una de mis primas; y yo hice match con un yogui. La única de las tres que salió con su pareja fue la primera. De hecho, estuvieron saliendo por mucho tiempo. Él, incluso, la llevó a su casa para que conociera a toda su familia. Pero así como llegó, se fue. Un día se esfumó. Mi otra amiga le pidió referencias a mi prima antes de seguir hablando con su candidato. Resultó ser un hombre casado, con un hijo y otro en camino. Mi amiga lo enfrentó y él, por supuesto, no contestó. De esos hay muchos en Tinder. El mío, por su parte, resultó creer demasiado en demasiadas teorías de conspiración. Me dijo, entre otras cosas, que los gatos eran seres extraterrestres. No volvimos a hablar.

—Es que es muy difícil tener suerte con alguien que escoges a partir de una foto –dijo, un día, mi amiga la que se consiguió con el hombre casado.

–¡Sí! Yo creo que yo no hubiera escogido por foto a ninguno de los hombres con los que he salido en mi vida –le contesté. No me hizo falta pensarlo. Era la verdad.

Después de nuestras fallidas experiencias, las tres borramos Tinder. Esta vez no porque tuviéramos que descargar alguna otra cosa sino porque sí, porque había que borrarla; porque, una vez más, nos dimos cuenta de que no había nada ahí para nosotros. Hasta que un día, en un matrimonio, nos encontramos con una amiga de la universidad que, aparentemente, había conseguido mucho ahí para ella. Le pedimos todos los tips. De las tres fui la única que le volví a dar una oportunidad a la aplicación. Lo descargué por tercera vez. Esta vez escuché a la “experta” y aumenté un poquito el límite de edad. Lo llevé a 37.

Y me alegra haberlo hecho. Conocí a dos chicos maravillosos. A uno lo llamé, de cariño –para poder hablar de él con mis amigas–, “el pescador”. La pesca es, en realidad, su pasatiempo. Hemos hablado por varios meses pero, aunque vivimos en la misma ciudad, hasta el día de hoy no nos hemos visto. A veces lo siento como uno de esos amigos que viven lejos. Está ahí, en las redes sociales, pero no está cerca. Y con el otro sucedió algo parecido. Es atleta, también un buen muchacho, con las mejores referencias, conversamos chévere, pero tampoco nos hemos conocido.

En mi celular los tengo guardados como a los primeros con los que hablé. Zutanito Tinder,  Perenganito Tinder están ahí, en mi libreta de contactos del celular, en el dispositivo del que no han salido.

Después pasé dos sustos. Me salió un político –sí, de esos hay muchos en el app– a quien conocía desde hace mucho, pues tuve la desgracia –sí, desgracia– de entrevistar en varias oportunidades. Cuando lo vi no podía creer que estuviera exponiéndose así. Digo, es una persona reconocida. No es que no pueda, obviamente. Tiene el mismo derecho que yo y que todos los que estamos allí. Pero me extrañó mucho que se expusiera de esa manera. No sé si fueron los nervios o qué pero me enredé y en vez de deslizar la pantalla a la izquierda, la deslicé a la derecha. Es decir: dije que me gustaba. Y lo que es peor: él había dicho que le gustaba yo. Inmediatamente cancelé la compatibilidad y decidí que, si lo vuelvo a ver en la calle, fingiré demencia.

Otra compatibilidad que tuve que cancelar fue con un familiar que no conocía de un exnovio. Digo, en el mundo real, ¿cuáles son las probabilidades de que esto suceda? En Tinder, por aquello de que no te salen los apellidos, pues son altísimas. Se trataba de un familiar cercano pero con el que el ex tenía poca relación. En el momento en que ahondé en mis investigaciones sobre el sujeto y vi quién era, inmediatamente cancelé la compatibilidad.

También me salieron vecinos, amigos de la universidad, amigos de la infancia. Gente que uno pasa rapidito, deslizando hacia la izquierda, como si no los hubiera visto. Pero después uno se los encuentra en el ascensor o en alguna reunión. Y es raro. Pero los dos actúan como si nada. Igual, ninguno dijo que le gustaba el otro, aunque quizás hubiera sido una linda historia de amor.

Después de todo esto borré la aplicación. Como dicen: la tercera es la vencida. Afortunadamente conocí a alguien, más allá de la pantalla de mi celular. Pero sé que si no funciona puedo volver a recaer en cualquier momento. Podría descargar Tinder por cuarta vez.

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