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Simón Díaz: La añoranza de un caballo viejo

Simón Narciso Díaz Márquez, mejor conocido por toda Venezuela como Tío Simón, estuviera cumpliendo un año más de vida este 8 de agosto. Su legado sigue vivo en cada uno de quienes lo conocieron y las generaciones que vendrán tienen de herencia su música y poesía. A continuación Analítica le rinde un cálido homenaje con esta semblanza imaginaria:

Desde Barbacoas vino un caballo que se hizo experto en su galopar, desde el sureste a la Gran Caracas vino un caballo que se hizo viejo al avanzar; desde lo eterno vino un caballo que acogía el nombre de El Libertador, y al rechinar, se hizo el tío de toda una nación. ¡Qué bonita bendición!
G. Gabriela Córdova

Apenas se podía apreciar cómo a lo lejos un hombre se aproximaba a caballo. Mientras más se acercaba, menor era la incertidumbre. Se trataba de un caballo viejo que “le daba tiempo al tiempo porque le sobraba la edad”. Resaltaba el color de un liquiliqui blanco y un sombrero típico del llano. Me acerqué, como quien ve en forma de espejismo, el reflejo de sus añoranzas: su canto me susurró la certeza al oído, era él, en pasos cansados pero firmes, sonriente como siempre. Le había dado la vuelta al mundo en lomos de un caballo viejo, pero había vuelto a su hogar; quizás, para fortuna de un escritor, a recitar la querencia de un tricolor.Tio Simon

Aquel hermoso jardín nos hizo coincidir con intención. Él no parecía sorprendido, al contrario, su sonrisa me aseguraba que estaba buscándome desde antes; sus palabras me asentaron dentro de mi increíble aventura: «Si me vas a hacer un reportaje y me echo cualquier equivocada, por la edad que tengo, bueno, tú me arreglas, ¿oíste?»-. Expresó, mientras nos sentábamos en la grama.

De pronto, todo parecía sacado de un cuento. El tiempo se aseguraba eterno y las excusas se mostraban ausentes. Era tan solo él, relatándose en historia, era tan solo yo, atesorándola en mi escrito. Todas las anécdotas que le aseveraron el recuerdo dentro de nuestra memoria compartida, se hacían protagonistas del relato, con esa voz de poeta llanero, siempre enérgica.

En compañía de un acorde sin fin, se podía sentir el espíritu intacto de ese joven muchacho que, en los días de su niñez, se paseaba por su natal Barbacoas. Época en la que le tocó ser padre de sus hermanos, luego de la muerte de Don Juan: “Yo soy de Barbacoas, mi lindo pueblito, pero me crié en San Juan de los Morros y fue allí donde me hice hombre, me alargué los pantalones, me formé y también me inicié como artista”, me dijo, como en una de tantas entrevistas que guardé en mis registros.

Los motivos de su tonada

Sin intención aparente, comencé a buscarle sentido a todas sus acciones: fue un 30 de julio de 1940, me dije, a solo ocho días de que él cumpliera los 12 años de edad. Quién diría que la muerte de su padre lo acogería en la responsabilidad de ser menos un hermano mayor, y más el soporte de una familia. Quién diría que sería precisamente esa jugada del destino, la que definiría el propósito de toda su vida.

Los acordes del arpa comenzaron a acoplarse a su relato, el eco de la nostalgia apenas y se escuchaba en la llanura de su discurso, era el momento de entender su música: “Yo me inicié en la música con mi papá, quien también era músico y me enseñaba algunas cositas. Ahí nació ese deseo incontrolable”, suspiró, sonrió y luego continuó: “Luego de su muerte, me metí en la Orquesta Siboney de San Juan de los Morros. Pero, ¿tú sabes que era yo allí? No era el cantante. ¿Sabes qué era? El empleado que se encargaba de acomodar los atriles. Fui yo quien inventó, para aquel entonces: ‘aló, aló, aló… uno, dos, tres; probando’, pero me lo quitaron; y ahora dicen: ‘Sí, sonido, sí’”.

La brisa comenzó a regalar las melodías más hermosas de cualquier tarde, los turpiales se encargaban de reproducir sonidos en el eco de nuestras almas y Venezuela se hacía oír en acordes de esperanza. No había dudas, el país se había despertado con ganas de escucharse por dentro, aquel día solo la música le daba sentido a la vida, como si en el futuro estuviese escrito que él vendría, una vez más, a unirnos en su sinfonía.

De estrofa en estrofa

Simon_Diaz_2Una tonada singular trajo a mi memoria todas aquellas conversaciones que tuve en su nombre; sin más, cada sonsonete era un personaje diferente: Bettsimar, Coquito, Martín, Oriana, Génesis, y Henrique, se juntaron en una composición con ganas de hacerse canción.

“Amable, cortés y cercano”, eran las palabras que se colaban de mi conversación con Henrique Do Couto, cantante, invitado en el programa televisivo de Tío Simón. Era cierto, así se sentía este mágico encuentro. Él descubrió a Simón y a sus hermosas tonadas, mucho antes del éxito internacional de «Caballo Viejo», cuando escuchó sus primeras grabaciones, «El Superbloque» y «Por Elba». Desde entonces, su admirador; para siempre, su seguidor.

Mi ausencia no duró mucho, la melodía de su voz en versos me rescató de nuevo y, en forma de contrapunteo, me hice merecedora de cada uno de sus recuerdos.

“Hice la primera canción cuando tenía 16 años. La compuse para una muchacha que tenía 14 años. Por cierto, cuando se la canté, llovió; y me mojé todo, pero yo seguía cantándole la canción. Decía algo como: ‘Mi interpretación a ti te hará reír/ como te hace llorar mujer a mí/ y tu corazón burlándose de mí/ como un payaso así me harás sentir…’, pero eso era sólo una noviecita, porque yo me casé fue con Betty”.

El amor comenzó a asomarse en el sonido del acordeón que nacía de la nada. Cuando habló de su amada, sus palabras se encontraron atadas al sentir poético de su alma. Mientras recreaba los momentos que había vivido junto a su más grande inspiración, se colaba por la rendija de su corazón, toda su vida familiar. Comencé a entender que, “cuando el amor llega así de esa manera, uno no se da ni cuenta”, porque los sentimientos te alcanzan y el querer se manifiesta.

“Habría sido difícil para mí no tener a una mujer que me acompañara en todo. Ella me celaba hasta del aire, pero yo no daba verdaderos motivos, siempre he tenido a mi familia como prioridad. Mi mayor orgullo es haberme casado con Betty, quien me dio tres hijos: Simón, Bettsimar y Juan Bautista; pero casi por encima de eso, lo más importante que me ha dado Dios es ser venezolano”.

Bajó la estrofa, sonó la flauta, la acompañaron los pájaros; se asoma en el resonancia de mi interior, la dulce voz de su más grande admiradora: “Lo más bonito de haber sido testigo de la vida de un hombre cómo Simón es que uno pueda repetir, no su vida, pero sí sus valores y en lo que él creyó, que de alguna manera, sirve para sembrarse como venezolana”, me había dicho su hija Bettsimar hace un par de días, y qué asertiva, tanto como él, que me atisbó el pensamiento en su canto:

«Así como tu voz es tuya/ mi canción eternamente/ y si quiere mi voz un día marcharse / que no me quite Dios poder cantarte/ déjame que te cante Venezuela»

La música se encargó de rescatar su amor por una patria olvidada, todas sus palabras se encontraban respaldadas por melodías que arribaban junto a sus más íntimas historias. Y así, en la lejanía, vi cómo se aproximaba a pasos de bailarín, un Coquito sin ánimos de ser luciérnaga, pues había encontrado en su esencia única, la forma de brillar con su propia luz.CONTESTA-POR-TIO-SIMÓN

Simón le sonrió, la complicidad de aquella sonrisa me dio el acierto, era aquel muchacho de color arrosquetado y de cabello ensortijado, deseoso de saludar a ese caballo viejo. Se acercó bailando con ganas de ser entonado, y al llegar, se hizo de una prosa para dictar sus palabras: “Es un tipo fuera de serie, es un tipo con una calidad humana muy, muy grande. Mi inspiración. Mi padre y mi tío, mi inspiración; mi amor a las artes”, asentí su sentir.

El ritmo cambió, las tonadas se hicieron más alegres y singulares que en un principio. Se mantuvo el cuerpo de lo que fue la reinvención de los sonidos: todos los instrumentos encontraron lugar en la naturaleza, el llano se hizo sentir en el cuatro, y el novillo cantando su copla, hizo florecer el lirio en la sabana: “Simón me enseñó que la música tradicional venezolana no es tan simple como muchos consideraban todavía. Nos enseñó que no todo es arpa, cuerpo y maraca, que hay un poco más allá. Por eso su música es atemporal y sin fronteras, no pertenece siquiera a su propio tiempo. Está fuera de sí”.

A lo que Simón respondió, entre versos improvisados:

“¿Qué es eso? Bendito/ con un cariño exquisito/ un muchacho bien bonito/ y que se llama Coquito”.

El cielo comenzó a entonar los más cálidos colores, se podía ver cómo todo el sentir de un país se reflejaba en la silueta de una vaca mariposa que, al compás de las melodías de Tío Simón, descendían de lo más alto en busca de su compositor.

Él comenzó a llenarse de alegría al comprobar con sus ojos, una vez más, que Venezuela era bendita por sus paisajes; esos que hizo eternos en sus canciones: “La vaca Mariposa tuvo un terné. La sabana le ofrece reverdecer”, recitó a medida que ella se acercaba a él. Y entonces entendí que sus letras, más allá de trastocar las emociones de los venezolanos, se permitieron materializarse en los más profundos momentos de su vida. Entró la improvisación a la escena, un falsete como un eco eterno de la sabana.

“Ya tu arestín mañanero no me mojará los ruedos, / ni el humo de leña verde hará que mis ojos lloren. / Mañana cuando me vaya, te quedarás tan solita, / como becerro sin madre, como morichal sin agua»

Una vez más, mis recuerdos se hicieron persona. Abracé la esperanza de nuestra música en las palabras de Martín Rodríguez y Oriana Pérez, el saxofonista de Venezuela Big Band Jazz y la violinista de la Orquesta Musical de Caracas. Ellos concuerdan, me dije, en que la música de Tío Simón nos mantiene vivos entre sus acordes, puros o versionados, de las composiciones de su inquieto ser.

Cerré los ojos y ahí estaba Martín: “Nos regaló el sello venezolano que distingue nuestra música de otros países”, rescaté de la escena su confesión. “Y perpetuó el galopar de un caballo que nos ha servido para avanzar”, agregó Oriana, antes de regalar el sonido de un violín que me hizo regresar.

El sonido de un sueño compartido

Lo eterno comenzó a verse más próximo, aquel caballo que nos hizo compañía se desvaneció dentro de él, como si uno fuese el complemento del otro, como si ambos significaran una misma cosa. “Cuando yo me vaya de esta vida, de este mundo, ellos van a seguir cantando mi música”, dijo con total seguridad, adivinándome otra vez el pensamiento.

Bettsimar y Simón DíazHubo una pequeña pausa, el recuerdo de una anécdota hacía la estrofa final. Esta vez el maestro contó sobre su experiencia en los Grammy, cuando al frente de aquel público, expresó: “Estoy aquí con todos ustedes. Ustedes están oyendo con cariño y emoción, a este viejito, que se llama Tío Simón”. Como si el único requisito para escucharlo es querer oír, entre la naturaleza, los sonidos de su legado.

“Existen dos formas de entender la misión de Simón. Por un lado está su vida como ser humano y, por otro, esta esa parte existencialista que dejó su música, que sigue viva. Esa es la intención de hacer un cortometraje de Mercedes, poder rescatar esa parte de él que nunca muere”, me dijo hace unos días Génesis Sánchez, la directora de un cortometraje próximo a estrenarse. Era cierto, le dije a Simón entre sonrisas, como si pudiese tener certeza de que él me entendería.

Se levantó de aquella grama con una calma aparente, volvió a regalarme esa sonrisa sincera, como si sus palabras estuviesen seguras en mis manos. Colocó a Coquito en su hombro derecho, se montó en su «Vaca Mariposa» y se despidió en versos: “Y los pericos van y el gavilán también, con frutas criollas hasta el caney para él, y mariposa esta que no sabe qué hacer; porque ella sabe la suerte de él”, hasta desaparecer entre las nubes.

Luego desperté dentro de un cuarto oscuro, el jardín y todo ese hermoso escenario habían desaparecido. Sí, estaba soñando, pero pude sentir que aún hay vida en sus sueños, aunque el sol se esconda, aunque se calle el viento.

Él trajo consigo vida en su canto, siempre nos permitió revivir a través de su música la querencia de un tricolor. Aprendimos, al compás de sus palabras, a escuchar el sonido de sus sueños; nos alcanzó con su voz, nos unió en su sinfonía y, en su último acorde, nos regaló su esperanza. Es mi razón primera de seguir cantándole a Venezuela, como tantos otros que creen y siguen su legado. No tengo dudas de que mi arma es mi voz y es él en quien creo; porque mi armadura es la ilusión y el recuerdo de un caballo viejo.

*Este es uno de los mejores trabajos presentados en la cátedra de Periodismo III por los estudiantes del octavo semestre de la carrera de Comunicación Social, en la mención Periodismo, de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). 

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