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El made in China destroza la economía palestina

Abdelaziz el Karaki lleva 41 años tejiendo pañuelos palestinos en una destartalada nave industrial de Hebrón; la única fábrica de kufías de todo Gaza y Cisjordania. El Karaki ha visto evolucionar el negocio al ritmo que marcaban los acontecimientos políticos. En la primera Intifada, en los ochenta, cubrirse la cara con el pañuelo palestino se convirtió en un símbolo de resistencia y las ventas se dispararon, mientras que en los periodos más tranquilos los ingresos disminuyeron. Sin embargo, ningún acontecimiento político ha golpeado tanto a la fábrica de Karaki como la llegada a los territorios de pañuelos palestinos made in China a precios con los que no pueden competir. «Antes esta fábrica daba de comer a 50 personas. Ahora, trabajo yo sólo y apenas unas horas. Si esto sigue así, pronto tendré que cerrar», se lamenta Karaki con el traqueteo de 4 de las 15 vetustas máquinas de la nave como telón de fondo.

Desmoralizado, Yasir Hamad Hirbawi, el dueño de la fábrica, confirma las tesis de su empleado mientras fuma con parsimonia en el almacén en el que guarda miles de kufías con la esperanza de poderles dar salida algún día. «En las décadas que he trabajado como empresario, nunca he visto un cambio tan grande», señala. «Nos estamos resistiendo, queremos sobrevivir y producir en Palestina, pero…».

Los lamentos de Hirbawi se repiten a lo largo y ancho de los territorios palestinos, y sobre todo en Hebrón, su cantera industrial. La llegada de las importaciones chinas ha dado la puntilla a una economía, debilitada en buena parte por las restricciones a la libertad de movimiento de trabajadores y mercancías que impone Israel y su red de puestos de control, como indicaba el Banco Mundial en su último informe.

Atrás han quedado los tiempos de los célebres zapatos, vidrios y textiles de Hebrón. La etiqueta made in China ha entrado en los territorios como una apisonadora causando el cierre de fábricas y los despidos de miles de trabajadores a su paso. Las cifras que maneja la Cámara de Comercio de Hebrón indican que, de las 120 fábricas textiles que había antes del año 2000, hoy sólo quedan 10, y que de los 10.000 trabajadores que empleaba el sector del calzado, sólo 2.500 han conseguido mantener su empleo. El resto ha pasado a engordar la cifra del paro, que roza el 32%, según los datos oficiales.

Cierto es que el fenómeno palestino no es un caso aislado, que la locomotora china no conoce fronteras, pero no lo es menos que los empobrecidos palestinos -con ingresos que rondan los mil dólares per cápita- son especialmente propensos a consumir productos a precio de saldo, los fabrique quien los fabrique. «La ocupación ha destrozado la economía de las familias que ahora se lanzan a comprar productos chinos baratos», explica Jales Osaily, alcalde de Hebrón, a quien sobrevivir a los vaivenes de la globalización le preocupa casi tanto como la resistencia a la ocupación israelí.

Osaily, miembro de la llamada Tercera Vía palestina, el partido minoritario creado en torno al primer ministro, Salam Fayyad, cree que la única solución pasa por concentrarse en el desarrollo tecnológico y en el sector servicios. Como le explicó al ex primer ministro británico Tony Blair, enviado especial a Oriente Próximo de la comunidad internacional, su idea es montar zonas francas en Hebrón que atraigan a los inversores extranjeros y que sean capaces de competir con la producción china, gracias a los acuerdos de exención fiscal que la autoridad palestina mantiene con Estados Unidos y la Unión Europea. «Pero todo esto sólo será posible si mejora la libertad de movimiento de los palestinos», sostiene en su flamante despacho del Ayuntamiento.

En las oficinas de la Cámara de Comercio de Hebrón, su director, Maher Haimuni, cuenta que a pesar de que el desembarco de importaciones chinas «ha destrozado nuestra economía», unos pocos, los más avispados, han sabido sacar partido a la nueva realidad y se han subido al carro de las importaciones. Son cientos los hebronitas que viajan regularmente a la provincia china de Guangdong para hacer negocios y comprar las mercancías.

Cuenta Haimuni que el cónsul chino de Ramala se desplaza hasta Hebrón donde firma cientos de visados de un tirón. Algunos de los empresarios palestinos acaban por quedarse a vivir en China y otros, aunque ya casados, aprovechan los viajes de negocios para contraer matrimonio con mujeres chinas, haciendo uso de la poligamia que les permite el islam. Los cotilleos que rodean las bodas de los hebronitas con las chinas recorren los territorios palestinos como la pólvora.

Hamed Shawar asegura que él no tiene otra mujer en China a pesar de que fue de los primeros en aventurarse en el mercado asiático y de que cada dos meses viaja a Asia para controlar la marcha de sus negocios. Hoy regenta un próspero comercio de lencería en el que las importaciones han ido sustituyendo progresivamente a la producción local. «Fue muy triste la decisión de dejar de producir aquí. Teníamos 30 trabajadores y ahora sólo quedan 10, que ni siquiera me hacen falta. Prefiero a los chinos. Los echaría a la calle si no fuera por sus familias», admite sin remilgos en su céntrica tienda en Hebrón, rodeado de sujetadores y camisones al gusto palestino, pero eso sí, made in China.

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