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La antigua «capital» de las FARC no quiere pensar en «ellos»

Cuando alguien menciona a las FARC en San Vicente de Caguán, que entre 1998 y 2002 fue la «capital» oficiosa de esa guerrilla, los ciudadanos responden con expresiones vagas como «ellos», «los otros» o «los del otro lado», evasivos ante la pregunta obligada de un vínculo incómodo.

La ciudad se convirtió en esos años en el centro de la denominada «zona de despeje» de más de 42.000 kilómetros cuadrados que el entonces presidente colombiano Andrés Pastrana decretó en el sur del país como parte de las negociaciones de paz con esa guerrilla, a la postre fallidas.

Desde San Vicente, las FARC emitieron sus propios decretos, ejercieron como si fueran autoridad y convirtieron la zona en una especie de «república» independiente.

«En el despeje fue bien porque no había retenes de ‘ellos'», pues no había necesidad ya que controlaban todo en los cinco municipios de los departamentos del Caquetá y Meta que hicieron parte de la zona desmilitarizada, recuerda a Efe Juan, nombre ficticio de un taxista.

Salvaguardar su identidad sigue siendo una obsesión para los ciudadanos que temen que los guerrilleros puedan tomar represalias en su contra.

Lograr una declaración ante la cámara o la grabadora se dificulta enormemente y no es complicado imaginar el porqué: recorrer la carretera que une Florencia, capital del Caquetá, con San Vicente es hacer un resumen del conflicto armado colombiano.

La vía serpentea por la selvática región como una cicatriz que recuerda que a sus márgenes fue secuestrada la entonces candidata presidencial Ingrid Betancourt, que una decena de soldados fueron quemados vivos, que los concejales del municipio La Montañita fueron asesinados o que el congresista Diego Turbay Cote, su madre y cinco personas más fueron acribillados sin piedad.

A lado y lado de la carretera se multiplican los retenes militares en los escasos 150 kilómetros de una vía que une las dos principales ciudades del departamento.

Los soldados son los más reacios a hablar, pero comentan fuera de cámara que se nota la calma producto de los diálogos de paz entre el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC.

Fruto de esas negociaciones ha salido un acuerdo de paz que será firmado el próximo 26 de septiembre pero que, como anticipo, ha proporcionado un alto el fuego bilateral y definitivo.

El Caquetá espera la paz, según esos militares, pero al igual que los civiles temen que tras la marcha de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lleguen bandas criminales que ocupen su espacio.

Para prevenirlo siguen montando guardia al pie de la vía, en ocasiones con blindados pero siempre con la tensión propia de quien se encuentra en una zona de guerra.

Muchos de los habitantes de La Montañita, Puerto Rico o El Doncello, comparten ese temor, de que «ellos» sean sustituidos por un mal mayor.

Estos días vuelven a estar en el centro de atención: al norte de San Vicente, en las sabanas del Yarí, se reunirán numerosos integrantes de las FARC en su Décima Conferencia Guerrillera para aprobar el acuerdo de paz y la dejación de armas.

Entonces se transformarán en un partido político para buscar el voto de unos ciudadanos a los que hoy todavía piden «vacunas» (extorsiones), según denunciaron a Efe.

Llegado ese momento, muchos de «ellos» volverán a cruzar la línea imaginaria trazada entre 1998 y 2002 en la vereda (aldea) de Riecito Medio, que hace parte del municipio de Puerto Rico, y donde un arroyo marcaba el inicio de la zona de despeje, que formaba una frontera imaginaria dentro de Colombia.

«Hace 14 años se acabó la zona de despeje y recuerdo la tensión que vivimos», reconoce Hernando Quilcú, quien habita al lado del puente que da vida a Riecito y que las FARC volaron en una de sus ofensivas.

En aquella época, recuerda que tuvo que vivir «muy tensionado», acostarse temprano por órdenes de los guerrilleros y estar pendiente de los tiroteos, aunque «se respetaban» porque «ni el Ejército cruzaba para acá ni ‘ellos’ para allá», apostilla.

Quilcú se asoma con temor por la ventana de una humilde casa de madera a través de la que ha vivido el temor de que una bala o la metralla acabe con su vida o la de sus hijos.

Las que lo rodean tienen un aspecto similar y muestran la vida campesina en esta zona de Colombia donde, pese a la riqueza natural y la exuberancia de sus paisajes, la guerra ha mantenido a sus habitantes en la pobreza.

Ahora se abre una expectativa, la de la reconstrucción que favorecerá la paz, ya sin «ellos» como grupo armado ilegal.

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