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Refugiados de Sudán buscan en Israel la tierra prometida

«He vuelto a casa con la sensación de alguien al que le queman los ojos». Es la primera reacción de Aliza, la esposa del primer ministro israelí, Ehud Olmert, después de recorrer la travesía que hacen a diario decenas de refugiados sudaneses. Tras huir de las matanzas de su país y una traumática estancia en Egipto, numerosos sudaneses intentan entrar clandestinamente en Israel. Unos 1.400 han logrado cruzar la frontera y las autoridades les han distribuido en centros de acogida en el desierto del Neguev, al sur de Israel, a la espera de ver qué hacen con ellos.

El primer ministro conoce «de primerísima mano» que esos refugiados sudan la gota gorda para cruzar la frontera. Una ola migratoria que en Israel provoca simpatía y comprensión, pero también temor ante una eventual avalancha de refugiados musulmanes. «No somos la tierra prometida para los refugiados de todo el mundo», dijo un portavoz oficial.

Aliza Olmert explica que «muchos sueñan con abandonar el sueldo mensual de 40 euros que suelen recibir en El Cairo para conseguir los 800 por un trabajo en un hotel de Eilat». Al entrar ilegalmente en Israel, se arriesgan a ir a la cárcel, una opción más apetecible que ser devuelto a Egipto o a Sudán, como asegura Ahmed, que acaba de ser detenido en la parte israelí de la frontera: «Si me expulsan, es mi sentencia de muerte, pero prefiero morir que volver». Llegar desde Egipto es una misión arriesgada pero tras lo que han vivido en Sudán, les parece un reto menor.

Actualmente 1.400 refugiados sudaneses -unos 400 son musulmanes de Darfur- se encuentran dispersados en Israel. En un campamento adyacente a la cárcel de Ksiot, en el Neguev, hay unos dos centenares (50 de ellos mujeres y niños). Como suele suceder, se da una dolorosa división familiar. Los hombres están en centros penitenciarios, trabajando en hoteles de la turística Eilat (donde hay unos 700) o en la agricultura. Sus familias se encuentran repartidas en kibutzim, casas privadas o centros de acogida.

Como la aldea juvenil de Ibim, de la Agencia Judía. Al ser el único que habla inglés, Emanuel, un sudanés de 16 años, se ha convertido en el portavoz de los 43 refugiados que se consideran «privilegiados» al estar en un centro que suele albergar a jóvenes judíos de todo el mundo. La familia de Emanuel huyó de Jartum para probar fortuna en Egipto. En lugar de fortuna, encontraron humillación y pobreza, por lo que apostaron por la aventura israelí. «Con el dinero que nos quedaba, pagamos un taxi que nos llevó al Sinaí. Luego acudimos a los beduinos que, a cambio de mi teléfono móvil, nos enseñaron el camino. Anduvimos cuatro días hasta localizar el punto fronterizo para infiltrarnos», relata. A punto de conseguirlo, los soldados egipcios capturaron al padre y a dos hermanas. La madre fue obligada a regresar a Sudán.

Un mes después, Emmanuel -acompañado por sus otras dos hermanas- es feliz en Ibim. Un mes en el que tuvo que trasnochar en las calles de Beer Sheva y Jerusalén hasta que -dada la pasividad gubernamental- entraron en juego la Agencia Judía y otras ONG locales. Sentado en el césped, se siente importante por primera vez en su vida. Es el jefe. Todo pasa por él, desde una duda de un voluntario local hasta las peticiones de sus compañeros. «Como cristiano, yo vivía en constante peligro en Sudán. A mi abuelo lo mataron. Los que no estudiaban el Islam eran castigados. Nos fuimos a El Cairo, pero el trato de la gente era muy malo. Me insultaban por ser negro», recuerda. Y añade: «Quisimos ir a Israel pese a que me habían enseñado que es un país que hace barbaridades. En Sudán y Egipto, odian a este país. Si me obligan a volver, me matarán».

Pese a su destino incierto, solo tiene buenas palabras: «Los israelíes nos tratan como seres humanos. La vida aquí es tranquila». Olvida que residen en una zona donde caen cohetes Kassam lanzados desde la vecina Gaza. De hecho, las únicas palabras que conoce en hebreo son Tseva Adom, la alarma que avisa de la llegada de un cohete. «¿Miedo? Yo ya no tengo miedo de nada», responde.

Yael Boguen es una de las decenas de voluntarias que se dedica a la recepción de los refugiados. «No es fácil la adaptación. Vienen del tercer mundo, solo hablan árabe y están muy confusos», explica esta profesora de Historia que, como tal, recuerda: «Hace 60 años el pueblo judío estuvo a punto de ser exterminado. Fuimos refugiados y ahora tenemos la obligación moral de ayudarles». Para la directora de la aldea juvenil de Ibim, Soni Singer, «lo más importante es que le damos un techo». Y critica al Gobierno israelí: «No se atreve a decidir. Los refugiados van de un lado a otro sin saber qué hacer».

Su drama ha llegado a la Kneset (Parlamento) en Jerusalén, donde 63 de los 120 diputados firmaron un documento que exige que no sean expulsados. Pero la Kneset le queda muy lejos a Emmanuel, refugiado en Neguev. Solo desea jugar un rato al fútbol con algunos voluntarios de un kibutz cercano. Con su padre en una cárcel egipcia, dos hermanas en paradero desconocido y su madre en Sudán, se permite sonreír al ver una pelota. Sueña con ser jugador de fútbol, como Samuel Eto?o -«le admiro por ser muy bueno y ser negro»- y con ver a su familia, por fin, bajo un mismo techo.

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